viernes, 6 de diciembre de 2024

7 DE DICIEMBRE. SAN AMBROSIO, OBISPO Y DOCTOR (340-397)

 


07 DE DICIEMBRE

SAN AMBROSIO

OBISPO Y DOCTOR (340-397)

ERA el año 374. El obispo arriano de Milán, Auxencio, condenado por el papa San Dámaso, acababa de morir tras veinte años de escandaloso gobierno. Las disputas entre católicos y arrianos sobre el problema de la sucesión rayaban en la violencia. Ambrosio, prefecto consular de la Liguria y Emilia, con residencia en Milán, juzgó deber suyo presidir las deliberaciones, para evitar un día de luto a la Ciudad. Acudió, pues, a la Basílica. Su maravillosa elocuencia bastó para aplacar los enconados ánimos. Apenas terminó de hablar, una voz infantil se alzó en medio de la concurrencia: «¡Ambrosio, obispo Hubo un momento de silencio y estupor! Luego se levantó, como una ola, el clamor unánime de la muchedumbre: «¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo! ...D. Arrianos y católicos le aclamaron indistintamente como a enviado de Dios. Pero el joven Prefecto se mostró irreductible, atrincherado en la disposición de Nicea que prohibía a los neófitos empuñar el báculo pastoral. Él era simple catecúmeno. De nada le valió esto, ni su intento de fuga. El Papa y el Emperador aprobaron el veredicto popular — vox pópuli, vox Dei—, y hubo de rendirse a la expresa voluntad del Cielo. En una semana recibió el Bautismo, se ordenó y fue consagrado obispo de Milán.

La Iglesia —caso único— ha perpetuado esta fecha, fijando en ella la celebración de la fiesta litúrgica del Santo, con preferencia a la de su muerte. Porque en tal día recibió en su seno maternal a una de las mayores lumbreras del mundo, a uno de los cuatro grandes Doctores occidentales: a Ambrosio, gran político y obispo incomparable, esforzado adalid del amor y la verdad, del orden, de la paz y de la justicia, sabio y santo de primera fila, de vida inmaculada, siempre acorde con aquella máxima suya: «Es preciso que en el sacerdote no haya nada vulgar, nada común, nada plebeyo, nada mundano...».

Su padre fuera prefecto de las Galias; sus maestros, los mejores jurisconsultos romanos. Había nacido en Tréveris, hacia el año 340. Tenía un alma pura, un espíritu noble, señoril, un corazón entero y sencillo. El ejemplo de su madre y de su hermana —Santa Marcelina—, virgen consagrada por el papa Liberio, fue el poderoso estímulo que le ayudó a conservar su integridad en el corrompido ambiente de Roma. No estaba bautizado, pero pensaba y obraba en cristiano. Su carrera forense y diplomática fue deslumbrante. Valentiniano le nombró gobernador del Norte de Italia a los treinta y tres años. El prefecto pretoriano Probo, de quien era a la sazón secretario, le dijo al despedirle: «Ve, y obra como obispo, no como juez».

El sufragio popular que lo coloca un año después en la Sede milanesa es la sanción solemne y milagrosa a su ejemplar conducta, justa y mansa, cuyas facetas más caracterizadas son una perfecta integridad de vida, una actividad incansable y una inquebrantable firmeza. Ambrosio, distribuyendo su rico patrimonio, despojándose de todo lo «mundano» para entregarse totalmente al servicio de Dios y de las almas, sujetándose a una vida pobre y austera, es el tipo ideal del «hombre nuevo» diseñado en la ascesis paulina. Impuesto en la ciencia sagrada, gracias al sabio magisterio de San Simpliciano, con su bagaje científico y su experiencia política, tiene las mejores armas para triunfar; a las que hay que añadir el ascendiente de su virtud y una visible protección del Cielo. No hay poder humano que le resista. «Si tú sabes obrar como cortesano injusto —dirá el prefecto Calógono— yo sabré sufrir como obispo católico». Su fortaleza moral alienta el espíritu patriótico contra los bárbaros, aniquila las maquinaciones de los arrianos, desenmascara la hipocresía. Ante ella se doblegan la emperatriz Justina y los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio; este último sometiéndose a penitencia pública, tras la horrible matanza de Tesalónica. Ambrosio no se aviene a transacciones cobardes o posturas acomodaticias; defiende la verdad íntegra, la fe ortodoxa, con esta sentencia por norma: Ubi Petrus, ibi Ecclesia, donde está Pedro, allí está la Iglesia. Pero sabe juntar a la entereza de su espíritu noble, la dulzura de su modestia y caridad evangélicas. Inflexible con el crimen, la tiranía y la especulación, es indulgente con Agustín convertido, con Teodosio arrepentido; abre sus puertas a ricos y pobres, y llega a vender los vasos sagrados para rescatar prisioneros y doncellas expuestas a la deshonra, para reducir la miseria y el dolor. «La Iglesia —dice— no pierde nunca cuando gana la caridad». Deseando ensanchar el área de su apostolado, Ambrosio da a luz unos libros deliciosos —De los deberes, De las vírgenes, De los Sacramentos, etc. en los que, con estilo noble y grandilocuente, vuelca todos sus amores y toda su sabiduría...

Esta total entrega a las almas arruinó prematuramente su organismo, aunque no logró quebrantar su entereza. Con los brazos en cruz, firme y grande hasta el fin, se despidió del mundo con estas admirables palabras: «No he vivido de tal manera que tenga que avergonzarme de seguir entre vosotros; pero tampoco temo. morir, pues tenemos un Dios muy bueno».

Así mueren los justos... «y su memoria será eterna».