12 DE DICIEMBRE
SANTA ADELAIDA
EMPERATRIZ (931-999)
LA primera biografía de Adelaida la Santa —como la llamaron sus coetáneos— la escribe en el siglo x el abad de Cluny, San Odilón. En 1842 publica Juan Bautista Semeria su interesante estudio: «Vida político-religiosa de Santa Adelaida, reina de Italia y emperatriz del Sacro Romano Imperio».
El Martirologio Romano no menciona a esta santa Reina, tan venerada en Alemania, especialmente en Hannover, donde están sus reliquias. En cambio, aparece su nombre en casi todos los viejos misales y calendarios germanos, y el Martirologio Francés la conmemora en el día de hoy.
Estamos ante una silueta arrancada de un lienzo de Rembrandt.
La marejada de la fortuna juega a su capricho con esta vida, nacida con una misión de luz y de paz, y hace de ella una odisea, una tragedia. Adelaida, como todo redentor, no llenará su destino sin el sacrificio heroico de sí misma en aras del bien común. «La contradicción —dijera ya San Jerónimo— es la herencia de la santidad»...
Niñez repartida entre honestas diversiones cortesanas y los estudios y enseñanzas propios de su rango. Años plácidos, como los de todo niño. Pero la adolescencia ya no le pertenece. A los dieciséis, se ve forzada a interrumpir prematuramente sus juveniles juegos para unirse en matrimonio con el príncipe Lotario. Es una exigencia política. Con este lazo quedan restablecidas las paces entre su padre, Rodolfo II, rey de Borgoña, y Hugo de Italia, padre de su esposo.
Nos encontramos en el siglo de hierro: época dura, oscura, de traiciones, intrigas, conmociones, auroras y ocasos de imperios. Temores y pesadumbres nublan y acibaran desde los primeros momentos la unión de Adelaida y Lotario. Son vislumbres de la tragedia que se avecina. El marqués de Ivrea, Berengario, no contento con haber obligado al rey Hugo a renunciar la corona en su hijo, hace envenenar a éste, empuña él el cetro y ofrece cínicamente a Adelaida la mano de Adalberto, su primogénito. La Santa no se presta a semejante monstruosidad, por lo que es separada de su hijita Emma, despojada de sus Estados y encerrada en la fortaleza de Garda, junto al lago del mismo nombre. Más de un año pasará en dura prisión, con la sola compañía de una doncella, estrechamente vigilada y expuesta a las burlas y malos tratos del usurpador y, sobre todo, de su esposa, Vila, que trata de conseguir a toda costa que su cautiva renuncie al trono en que ella se sienta injustamente. Cualquier otra mujer menos templada de carácter, menos virtuosa, hubiera claudicado ante tanto halago, hipocresía y amenaza. Adelaida no. Todo se derrumba menos el espíritu y la fe, que sobrenadan al universal naufragio y aun orean la oscura y húmeda atmósfera carceral con brisas de cielo. ¡Qué paciencia más inaudita! ¡Qué esperanza más clara! ¡Cuánta paz espiritual, a fuerza de abnegación y conformidad con el querer divino! ¡Si no fuera el torcedor de Emma...!
De esta prisión horrible —¡qué varonil entereza!— se fuga una noche Adelaida con su doncella, deslizándose por una soga, como haría más tarde el inefable Juan de la Cruz en Toledo. Alberto Azzo le da asilo en su castillo de Canosa, al que Berengario pone cerco con Ja esperanza de rescatar su presa. La Santa escribe al emperador Otón 1 de Alemania, ofreciéndole su mano y su reino. Las ofertas son aceptadas, y el Rey germano acude caballerosamente en defensa de la dama. Atraviesa los Alpes en el 951, derrota y destrona al malvado marqués de Ivrea y entra triunfalmente en Pavía, donde tienen lugar los regios desposorios, proclamando a Adelaida reina de Italia y emperatriz de Alemania. El pontífice Agapito II coloca sobre sus frentes la corona de Carlomagno. Ha nacido el Sacro Imperio Romano. Germánico...
La santa Emperatriz pudo castigar duramente a sus antiguos verdugos. «Pero no sabe vengarse más que haciendo beneficios —dice un biógrafo—. En torno suyo reina el perdón, la suavidad, la mansedumbre. Ni en su frente hay altivez, ni orgullo en su corazón». Además, recordaba las amarguras pasadas y no se forjaba ilusiones sobre las veleidades de la fortuna. En efecto, Dios le reservaba todavía muchos trabajos y humillaciones. «Madre de reyes Y de reinos» —como la Llamó el papa Silvestre II—, Adelaida tuvo que ocupar la regencia durante la minoría de su hijo Otón II, que ingratamente la arrojó de la Corte al subir al trono, reprochándole su excesiva liberalidad. Fijó su residencia en Pavía, hasta que, en 980, el abad de Cluny logró la reconciliación. De nuevo al morir su hijo fue desterrada por su nuera, Teofanía, para volver otra vez a la regencia por expreso deseo de Otón III, su nieto. Adelaida demostró gran prudencia y sabiduría; fundó diversas instituciones benéficas; fue el amparo de los pobres, e hizo grandes donaciones a las iglesias y monasterios. Ya en vida mereció ser apellidada «la Santa», por sus rasgos de virtud heroica, caridad y celo por la conversión de los pueblos idólatras del Norte. Cuando Otón II llegó a mayor edad, Adelaida se retiró al monasterio de Seltz. El último año de su vida todavía emprendió un penoso viaje a Borgoña para reconciliar al rey Rodolfo con sus súbditos. Murió el 16 de diciembre del 999, mártir de su providencial misión pacificadora.