10 DE DICIEMBRE
SANTA EULALIA DE MÉRIDA
VIRGEN Y MÁRTIR (292-304)
LA Iglesia de España —Perla de la Catolicidad— celebra hoy la memoria de la ilustre Mártir que es gloria de Mérida, honor de toda la Península y alegría de la Iglesia Universal». Así se expresa Dom Guéranger al hablar de «la más graciosa de todas nuestras vírgenes mártires», de la Inés española, de aquel «abril que triunfó de doce inviernos» . . . y que tuvo la fortuna —que no le cupo a Leocadia— de hallar en Prudencio un cantor y un pregonero digno de su rutilante gloria.
El Himno III del Peristéphanon —vivaz, patético, conmovedor, alto vuelo de poesía lírica— es el único documento genuino que nos queda de la dulce Virgencita emeritense, pues sus Actas son excesivamente tardías. Y lo vamos a transcribir casi a la letra —en cuanto el espacio lo permita— porque no existe nada más bello, más tierno, más pulcro. Canta la lira de Prudencio:
Próximo al ocaso está el lugar que produjo a Eulalia, noble de nacimiento y más noble de muerte: Mérida, ciudad pujante y llena de pueblo, que desde ahora es más poderosa por la sangre martirial y el título virgíneo que la decoran.
Había vivido doce inviernos, cuando fuerte sorprendió a los desaprensivos verdugos sobre la hoguera chisposa que ella juzgaba dulce suplicio.
Ya había dado pruebas de que buscaba únicamente la gloria del Padre y que no destinaba su cuerpo al matrimonio. Siendo niñita, pronto dejó sus muñecas. Seriecita de cara, modesta en el andar, ostentaba la gravedad de los ancianos en sus costumbres infantiles.
Pero cuando la persecución sangrienta se ceba en los siervos del Señor, se indignó el espíritu de Eulalia, y, fuerte de carácter, se dispone a terminar con las crueles persecuciones, suspirando por la gloria de Dios.
Sus padres, solícitos, la alejan de la Ciudad, para que la animosa niña no compre con su sangre el amor a la muerte.
Mas ella no puede contenerse en la demora indigna, y, de noche, fugitiva, emprende el camino a campo traviesa, acompañada de angélico cortejo, guiada por un rayo de luz. Rápida en su impaciente marcha, anda muchas millas antes que el oriente abra el cielo, e intrépida, se presenta aquella mañana ante el Juez, gritando:
¡Por favor! ¿Qué furor os impulsa a perder las almas, a adorar a los ídolos despreciables, a negar al único Dios Creador? ¿Perseguís el nombre de cristiano? Aquí me tenéis; yo desprecio y- pisoteo vuestras imágenes demoníacas y confieso al Dios verdadero de corazón y de palabra. Isis, Apolo, Venus, no existen; Maximiano es un simple mortal. Luego, no te detengas, sayón; quema, corta, divide estos miembros formados de barro. Es cosa fácil romper un delicado hiló; no morirá mi alma, por hondo que sea el dolor.
Airado el Pretor al oír tales palabras, dice: —Lictor, apresa a la temeraria y cúbrela de suplicios; advierta que hay dioses patrios.
Y a Eulalia le dice: —Antes de deshacerte, deseo con sinceridad, ineducada muchachuela, convencerte de tu locura. Mira cuántos goces puedes disfrutar, cuánto honor recibir. Tu casa, deshecha en lágrimas, te reclama, porque vas a caer, capullito tierno, en vísperas de esponsales y de bodas. ¿No te mueve el amor sagrado de tus padres, a quienes vas a quitar la vida con tu temeridad? Mira preparados a los ministros para pisotear tu cuerpo. ¿Qué trabajo te cuesta evitar esto? Con tal que te dignes, ¡oh linda doncella!, tocar un granito de incienso con las puntitas de tus dedos, quedas libre.
La Mártir no respondió. Gimió de pena; escupió al rostro del tirano, arrojó los ídolos al suelo y lanzó violentamente con su pie la torta sacrificial.
No se hacen esperar; sendos verdugos le arrancan sus pechos gemelos y el garfio horrible abre sus costados y llega hasta los huesos. Eulalia cuenta tranquilamente sus heridas:
— Señor — exclama animosa, sin lágrimas ni suspiros —, escriben tu Nombre en mi cuerpo; ¡cómo me agrada leer estas letras que van relatando tus victorias! La púrpura de la sangre va deletreando tu Nombre, oh, Cristo.
Le aplican luego el último tormento; no los azotes desgarradores, ni recuestan su lacerada carne en las parrillas, sino que le aproximan doquiera teas encendidas. Su cabellera olorosa baja ondeante por el cuello y vuela suelta sobre los hombros para cubrir la angelical pureza. La llama sube crepitante hacia la cara y se nutre como ígnea lengua augural, y la Virgen, deseosa de morir, sorbe el fuego con su boca de púrpura. Y al abrir los labios, sale rauda una paloma que, dejando el cuerpo más blanco que la nieve, se dirige a las estrellas. Es el alma de Eulalia, tiernecita como la leche, rápida, incontaminada. El invierno rígido envuelve el tierno cadáver en níveo lienzo de inocencia. Los mismos elementos, por disposición divina, hacen cándidos funerales a la dulce Niña emeritense...
…Y concluye el Poeta, escandecida el alma de emoción y entusiasmo:
Coged las violetas purpúreas y segad el azafrán sangriento, pues el aura tépida despierta los campos en medio del invierno, para colmar los canastillos de flores. Ofreced, doncellas y garzones, estos trenzados obsequios.
Así conviene venerar sus huesos, sobre los que se ha levantado un ara. Ella, acurrucada a los pies de Dios, verá estos homenajes y propicia por nuestros cánticos, protegerá a todos sus pueblos.