08 DE DICIEMBRE
LA INMACULADA CONCEPCIÓN
EN el retablo maravilloso de los privilegios marianos, destaca, como escena central en alto relieve, la imagen arrebatadora de la Inmaculada Concepción de la Virgen —obra maestra de Dios Creador, Redentor y Santificador, Columba formosísima, Prœclara custos vírginum, Templum Dómini, Grátia plena, «milagro inefable de Dios, cima y coronamiento de todos los milagros, Madre dignísima del Verbo humanado, allegada a Dios como jamás podrá estarlo otra criatura», omni láude digníssima— a la que —con la Bula Ineffábilis Deus, del inmortal Pío IX— confesamos y proclamamos «Inmaculada y absolutamente Inmaculada, inocente e inocentísima, sin mancha, criatura dotada de perfecta y absoluta integridad, santa y sin el menor vestigio de pecado, toda pura, completamente intacta, tipo y modelo de la pureza y de la inocencia, más hermosa que la hermosura, más graciosa que la gracia, más santa que la santidad, purísima de alma y cuerpo, muy superior a toda integridad y virginidad, la única que llegó a ser toda entera habitáculo de todas las gracias del Espíritu Santo, y que, a excepción de solo Dios, es superior a todo, más hermosa, más bella y más santa que los Querubines, que los Serafines y que todos los coros angélicos. Aquélla a quien no bastan para celebrar las lenguas de la tierra ni las del cielo, paloma toda hermosa y sin mancha, rosa siempre fresca, absolutamente pura, siempre Inmaculada, siempre santa y celebrada como la inocencia que jamás fue ajada, y como la segunda Eva que alumbró al Salvador». ¡Visión de célica belleza, de luz divina y cegadora, que vislumbraron asombrados los profetas y razonaron anonadados los teólogos y soñaron endiosados los artistas y contempló enternecida toda la Humanidad!
«¿Quién es Ésta que se adelanta como alba riente, hermosa como la luna, escogida como el sol, fuerte como ejército presto para el combate?».
Este misterioso mensaje bíblico estuvo muchos siglos prendido de las nubes, hasta que el Águila de Patmos descubrió entre ellas a la Virgen Inmaculada, «vestida del sol, con la luna a sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza». Aquella imagen maravillosa se grabó profundamente en el corazón del pueblo cristiano para no borrarse jamás...
Y empezó a perfilarse nítido el gran Dogma de la Inmaculada Concepción de María. Indudablemente, era Ella la mujer genesíaca que aplastaría la cabeza del dragón infernal. Adán y Eva, pecando, habían roto el plan divino de la creación. Por ley universal, toda su descendencia heredaría esta mancha original y nacería enemiga de Dios, privada de los dones sobrenaturales y preternaturales. María, como hija de Adán, no se libraba del general naufragio; pero la excelsa prerrogativa de su Divina Maternidad —dice Pío XII en la Fulgens Corona — exigía plenitud de gracia e inmunidad de cualquier pecado en el alma, y Dios, en virtud de los méritos previstos de su Hijo Redentor, por excepcional y único privilegio —sublimiori modo —no sólo la preservó de contraer el pecado de Adán, sino que la adornó con la plenitud de la gracia de Cristo desde el primer instante de su ser, quedando constituida en «sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los dones del Espíritu Santo, y más aún, tesoro casi infinito y abismo inagotable de esos mismos dones». El Ángel pudo saludarla «llena de gracia y bendita entre todas las mujeres».
Más, ¿cómo conciliar la universalidad del pecado original y la consiguiente de la Redención con este Incomparable privilegio mariano?
Lo que no pudo explicar el genio de Alberto Magno, Buenaventura o Tomás de Aquino, lo explicó Duns Scoto, lo expuso Raimundo Lulio, lo desarrolló magistralmente Suárez. Existen dos formas de redención: la que libera del pecado y la que preserva de él. Al común de los hombres se les aplica la primera o liberativa; a María se le concedió la segunda o preservativa, siendo por ello «el mayor triunfo del Redentor». Conocido es el célebre argumento del «Doctor sutil»: Pótuit, décuit, ergo fecit —pudo, convenía, luego lo hizo.
El 8 de diciembre de 1854 —día magno en la historia del marianismo—, Su Santidad Pío IX sancionó solemnemente esta doctrina inmaculista —universalmente celebrada y creída— definiéndola como Dogma de fe. Cuatro años más tarde, la misma Virgen ponía sello divino al documento pontificio en la gruta milagrosa de Massabielle: Yo soy la Inmaculada Concepción.
Si el mundo entero acogió estremecido de júbilo el gran triunfo de María, España —su nación predilecta— lo celebró apoteóticamente como cosa propia. Siglo y medio antes la había proclamado su Patrona, y durante más de diez fue la bandera de nuestra gloria, levantada en alto por nuestros teólogos, concilios, liturgias, artistas, por nuestro pueblo llano, que creyó siempre que «el honor del Hijo exigía la pureza de la Madre», y en cuyos labios brotó espontáneamente esta plegaria que ningún viento de doctrina pudo marchitar: «¡Ave María Purísima! ¡Sin pecado concebida! Toda nuestra historia es una justa caballeresca de amor en honor de la Inmaculada; de esa Inmaculada celestial y divina que Murillo hizo católica con nombre español...