16 DE DICIEMBRE
SAN EUSEBIO
OBISPO DE VERCELI (+371)
ONDRE de recios y deslumbrantes perfiles, campeón de la ortodoxia católica frente al arrianismo, luchador y amador, soldado y asceta, siervo de Cristo y de su Iglesia en la paz y en la guerra, de San Eusebio, primer obispo de Vercelli, puede decirse también que tiene la grandeza de las almas que van al sacrificio con los ojos abiertos: vida de asombroso impulso creador, de resultados eficaces, milagrosos, imposible de reflejar en una silueta somera. Brilla en una época dura y radiante del episcopado italiano, tachonada de astros: en torno a San Ambrosio, que es el sol, una constelación fulgurante de nombres universalmente conocidos: Cenón de Verona, Filastro de Brescia, Lucífero de Cagliari.,., recios luchadores de la Fe, a los que —en frase de este último — «todas las legiones del Imperio no harían consentir en cosa alguna contraria al sentir de Roma»...
Oriundo de Cerdeña, hijo de casa noble y cristiana por los cuatro costados — «piadoso» significa en griego este nombre— recibe en la cuna la llama de la fe que será en su pecho fogata inextinguible. En Roma y Vercelli transcurren dulces y serios los años de su infancia. Estudiante aplicado e inteligente, en medio de una sociedad que, por su rango, pudiera creerlo suyo, sabe atar corto la pasión. Su pureza angélica lo coloca siempre y en cualquier círculo en un plano superior: supremacía que ahora llamamos «ascendiente moral». La natural crisis «romántica» de su juventud —si es que la hay— se resuelve providencialmente hacia el altar. Cursa, pues, estudios eclesiásticos. Horas de sencilla plegaria entremezclada con sueños santamente ambiciosos y audaces planes apostólicos. Ordenación sacerdotal en el 336, de manos del papa San Marcos. Y, cuatro años más tarde, exaltación a la sede piamontesa de Vercelli, presa codiciada de los herejes. Ésta va a ser en lo sucesivo la palestra de sus mejores triunfos y el campo de sus mayores trabajos. Ya el mismo día de su consagración episcopal tratan de impedirle la entrada en la iglesia; pero las puertas se abren solas.
Eusebio está bien cortado para su tiempo, agitado por el hervor político-religioso. Los corifeos de la herejía se lo saben bien. Pero, además, la lucha adversus príncipes tenebrarum, contra los príncipes de las tinieblas, contra los que niegan la divinidad de Cristo, es en esta hora el duro quehacer de todo buen Pastor, Él centra la eficacia de su potente dinamismo en esta mira, para lo cual, a su entender, nada mejor que la sólida formación del clero, «sal de la tierra», «luz del mundo» y «levadura que debe fermentar toda la masa». Inspirado en lo que viera en Egipto cuando fue delegado allá en 328, establece por primera vez en Occidente una especie de «seminario modelo», donde se hermanan la vida monástica con la clerical, la piedad con el ministerio activo. «Milicia celestial y evangélica» llama a estos monjes apóstoles San Ambrosio, su gran admirador. El mismo Eusebio templa en esta escuela sus armas antes de salir al campo de combate.
El espaldarazo se lo dio el propio pontífice Liberio, al enviarlo comisionado a las Galias, juntamente con Lucífero de Cagliari, con el fin de obtener el «placet» del emperador Constancio para reunir un Concilio. «Es para mí un gran consuelo —le decía el Papa— ver en este tiempo de deserciones el espectáculo de la fe invencible que os une a la Sede Apostólica... El Espíritu Santo, espíritu de ardor, ha descansado sobre ti. Se trata de mantener la pureza de la fe que nos trasmitieron los Apóstoles y de defender la inocencia oprimida en la persona de Atanasio. Bien claro es tu' puesto en ese combate de la justicia contra la iniquidad. Todo entre nosotros ha de ser común: la fe, el celo, el consejo, la prudencia, y a esto juntarás tú lo que te es propio, es decir, tu eminente santidad». El elogio era magnífico, pero no hiperbólico, pues se trataba de un hombre cuya Misa armonizaban los ángeles y en cuyas manos brotaba continuamente el milagro.
El año 355, el planeado Concilio abría sus sesiones en Milán, con asistencia de más de trescientos obispos. Dieron un espectáculo lamentable. La mayoría se sometió vergonzosamente a las exigencias del Emperador metido a papa, firmando, entre otras cosas, la deposición de San Atanasio, campeón de la divinidad del Verbo. Pero Osio, Lucífero y Eusebio resistieron heroicamente a la amenaza y a la violencia. Los tres fueron expulsados de Italia. Camino del destierro, recibieron una carta del Pontífice, alentadora y bella: «¿Qué elogios podrían igualar el heroísmo de vuestra conducta? Entre el pesar de vuestra ausencia y la admiración de vuestra gloria, sólo acierto a bendeciros. Creed que estaré con vosotros, por quienes he pedido a Dios ser sacrificado; pero esta palma estaba reservada a vuestros méritos. Vosotros sois los que habéis abierto la senda del martirio...».
El que más duramente sufrió fue Eusebio. Lo llevaron, entre privaciones y desprecios, primero a Palestina, luego a Capadocia, y por fin a Egipto. Hubo cárceles y azotes. Las más inauditas torturas no consiguieron arrancarle una palabra, ni aflojar lo más mínimo el arco tenso de su espíritu. La Iglesia le da el título de mártir, aunque no murió en el destierro. En efecto, levantado éste en 361, y tras una gira pacificadora por Oriente, pudo reintegrarse a su Sede, para seguir luchando, como los héroes, hasta el último suspiro...