21 DE DICIEMBRE
SANTO TOMÁS
APÓSTOL Y MÁRTIR (SIGLO I)
NO parece aventurado opinar que Cristo, al elegir a sus Apóstoles, trató de sintetizar en aquella docena de hombres todos los caracteres, para que nadie se quedase sin su modelo, para evidenciar la acción de la gracia sobre la naturaleza, para que todos, en fin, pudiésemos decir sin excusas: Con estos mismos defectos y cualidades que yo tengo, con este genio, con este temperamento, hizo Cristo de Pedro, o de Juan, o de Santiago, un apóstol y un santo... De otra manera, no se conciben esas pinturas, sencillamente sublimes, que nos legaron los Evangelistas.
Los distintos rasgos que San Juan recoge en su Evangelio acerca de Santo Tomás, «uno de los doce» —llamado Dídimo o Gemelo—, revelan un nuevo tipo ideal de hombre, verdaderamente interesante y aleccionador. De su vida externa no habla. Se le supone, como a los demás, pescador, sencillo, honesto, abierto, del pueblo llano. Pero con tres pinceladas geniales ha hecho el retrato perfecto de su personalidad moral, que es lo que importa. Y tiene matices propios bien definidos, prototípicos, ejemplares. Tomás es un carácter fuerte, áspero, arrebatado, rebelde, egoísta; pero con un corazón fiel, adicto, sincero, espontáneo, generoso. Rudo al emitir sus juicios y lanzado para las grandes empresas. Ama al Maestro y ama la Verdad, aunque le falte la fe y la esperanza. Piensa más en el reino temporal de Cristo que en el espiritual. Entiende mejor los milagros que las parábolas. Vive más de puras realidades que de lo que él tiene por ilusiones y fantasmas. Es lo que se dice un pensador sobrio, un espíritu crítico y fuerte. Los «positivistas» de hoy, los hipercríticos, los hombres de la «nueva objetividad», los hijos de la diosa razón, podrían tomarlo por Patrono, aunque no celestial, porque el Tomás de que ahora -hablamos fue revestido un día del «hombre nuevo» en Cristo y quedó trocado en Santo Tomás. Es —digamos ya era— uno de esos personajes que ponen condiciones a Dios — para rendirse, al fin, sin condiciones— de esos que «piden milagros», y a los que no se dará otro milagro que el del profeta Jonás, es decir. el de la Resurrección de Jesucristo, fundamento de nuestra fe divina y esperanza de nuestra propia resurrección. El gran Misterio que Tomás se atrevió a negar para terminar confesándolo con una magnífica explosión de fe.
Primera pincelada 'de San Juan. Jesús acaba de abandonar a Jerusalén, donde han estado a punto de apedrearle. Pero he aquí que llega un mensajero de Betania, con la nueva de la enfermedad de Lázaro. Y el Señor dice a sus discípulos: «Vamos de nuevo a Judea». Es ir a la muerte. Los Apóstoles se lo recuerdan alarmados. únicamente Tomás —el temerario, el impetuoso, el generoso— lanza la palabra animosa que Jesús espera: Eamus et nos et moriamur cum illo: vayamos también nosotros y muramos con Él. Su carácter se revela nítido en este grito vibrante de fidelidad. Ama al Maestro hasta la muerte, que es el amor más puro, aunque, siempre escéptico, no confía demasiado en su éxito humano. Cree que va a morir y, sin embargo, arrostra su suerte. ¡Hombre paradógico, en suma!
Segunda pincelada. Última Cena. Discurso de Jesús. «Vosotros sabéis adónde voy, y conocéis el camino». Los Once, alicaídos, callan. Tomás, todo ímpetu, salta rápido: «Señor, nosotros no sabemos adónde vas, ¿cómo hemos de conocer el camino?» Su deseo de entender, su amor a la Verdad lo hacen irreflexivo. Siempre el mismo espíritu noble y leal, pero estrecho, que teme equivocarse y vivir de ilusiones. Mas, a su obstinación debemos la más maravillosa autorrevelación de Jesucristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la vida. Ninguno viene al Padre sino por Mí. Si me hubierais conocido, hubierais conocido también a mi Padre, y desde ahora le conocéis y le habéis visto».
Tercera pincelada. Jesús, resucitado, se aparece en el Cenáculo. Tomás se halla ausente. «Hemos visto al Señor» —le dicen los demás atropelladamente, jubilosamente—. Él, recalcitrante, con excesiva prudencia intelectual, suelta esta frase de adusto realismo: «Si no meto mis dedos en los agujeros de sus llagas y mi mano en su costado, no creeré». Jesús, que le ama, se somete a tan presuntuosa exigencia, porque lo sabe recto de corazón. Ocho días después —Tomás presente— se les aparece de nuevo y, encarándose con él, le dice: «Mete tu dedo aquí y mira mis manos, y acerca la tuya y métela en mi costado; y no quieras ser incrédulo, sino fiel». Tomás, trémulo, rendido, exclama: «¡Señor mío y Dios mío!». La más bella y explícita profesión de fe en la Divinidad de Cristo se guardaba para el Apóstol más incrédulo. Todavía Jesús, desaprobando aquella mentalidad con amable reproche, hace otra revelación consoladora: «Tú has creído, Tomás, porque has visto: bienaventurados los que sin haberme visto han creído».
Apoteosis. La entrega desde aquel día fue total, incondicional. Un ansia reparadora, ígnea, lo hizo explorador de la fe, llevándolo a donde no pudo llegar Alejandro Magno. La India, Ceilán, Indochina, sintieron la emoción de sus pisadas evangélicas. Y Meliapur presenció el holocausto, a manos de los brahamanes, del gran Apóstol de Cristo —mártir de la lealtad—, cuyo escepticismo —dice San Gregorio Magno— reportó más provecho al mundo que la fe de los demás Apóstoles.