29 DE DICIEMBRE
SANTO TOMÁS DE CANTORBERY
ARZOBISPO Y MÁRTIR (1117-1170)
LA santidad —escribe el Doctor Angélico— tiene dos características:
una interna, que es la pureza, la exención de pecado, y otra externa, que es la estabilidad en la justicia». Sobre estos dos ejes —concreción de sus facetas más genuinas— gira la vida toda de Santo Tomás Becket, Primado de Inglaterra y gloria del episcopado católico, asesinado sacrílegamente en su propia Catedral de Cantorbery, por haberse constituido en defensor de los derechos de la Iglesia contra el sectarismo laico de Enrique II de Plantagenets...
En él se dio la conjunción más perfecta del héroe y del santo, en el sentido más espiritual y sublime, y sin hipérbole puede afirmarse que Inglaterra no posee otra gloria más limpia. Porque es imposible leer su vida y estudiar su fisonomía subyugadora sin que se presente a nuestro espíritu la palabra divina: Dilexisti justítiam et odisti iniquitatem..., y el recuerdo de Hildebrando muriendo en el destierro, o el de Juan Bautista, subiendo a la fortaleza de Maqueronte a gritar su non licet.
Tomás nace en Londres, en 1117, de un noble caballero normando llamado Gilberto Becket. No parece verídica la leyenda de que su madre, Matilde, fuese hija del emir Amurat, en cuyo poder habría estado cautivo Gilberto durante la primera Cruzada.
Estudia Teología primero en Oxford y luego en París, con Roberto de Melun. En Bolonia y Auxerre amplía sus conocimientos jurídicos. El año 1141, deshecho el hogar familiar con la muerte de sus padres, vuelve a Londres, captándose por su ingenio y seriedad las simpatías del arzobispo Teobaldo, Primado de Inglaterra, de cuyo séquito entra a formar parte. Croce ha dicho que un santo vale en la esfera política más que todos los doctrinarios y puede lo que ellos no pueden. Esta sentencia cobra fuerza de axioma ante la prodigiosa carrera de Tomás Becket. Su talento nadie lo discute; pero es sobre todo la entereza de carácter y la integridad de conducta las que le encumbran en la sociedad. Teobaldo le nombra Arcediano de Cantorbery, en 1154. Un año después, el joven monarca Enrique II, bien asesorado por el Arzobispo, le confiere el título y jurisdicción de Canciller del Reino. Durante ocho años le acompañará siempre en sus diversiones, en sus partidas de caza, en sus empresas guerreras y financieras, como amigo fiel, súbdito leal, capitán intrépido, hábil diplomático y recto administrador de la justicia y de la hacienda pública. ¡Qué bríos de luchador, qué arrestos de estadista, qué pujos de santo! Hombre de alma clara, de corazón desbordado en caridades, de vida incorruptible, exteriormente aparece rodeado de la fastuosidad propia de un virrey, más en su vida privada es la misma sencillez evangélica, la misma sobriedad monacal. Después de su muerte, varios testigos depondrán no haber podido averiguar jamás la menor tacha en su conducta y actuación durante su larga permanencia en la Corte.
El año 1162, Tomás Becket es promovido a la sede primacial cantuariense. Si Enrique II, rey absolutista que quería ser también papa, pensó tener en el nuevo Primado un apoyo incondicional para sus planes innobles, se equivocó de medio a medio. Éste, en cambio, previó desde un principio los inevitables roces y conflictos, porque aquellas intromisiones reales que como Canciller no podía atajar, entraban ahora de plano dentro de sus deberes más sagrados. Por lo pronto, el rumboso lord quedó eclipsado bajo los atuendos pontificales, y el asceta severo salió del santuario de su vida íntima, para brillar ante la faz de todos con fulgores de piedad, de austeridad, de pobreza y de beneficencia.
Pronto llegó el choque presentido. El Monarca exigía que los bienes eclesiásticos pasaran a la corona, y la anulación del privilégium fori, es decir, que los clérigos fueran juzgados por las mismas leyes que los demás ciudadanos. Tomás alzó enérgicamente su voz de protesta, tutelando los fueros de Diosa Poco después, salía desterrado para Francia. Vivió en Sens y Pontigny. Por amor a la paz, ofreció al papa Alejandro III su dimisión, pero la respuesta del Pontífice fue —1166— el nombrarle Legado suyo para Inglaterra. Procedió con suma entereza, llegando a amenazar al Rey con el entredicho. Al fin, gracias a los buenos oficios de Luis VII de Francia, pudo volver a su Patria. El pueblo le colmó de honores; pero Enrique II quiso que aprobase las llamadas «antiguas costumbres», según los estatutos de Clarendón —1164— «Nuestros padres —respondió el Arzobispo— murieron por no querer callar el nombre de Cristo; yo tampoco suprimiré el honor de Dios».
Había firmado su propia sentencia. Un día el Rey, en un arrebato de ira, se dejó decir: «¿No habrá entre mis servidores quien me vengue de este clérigo plebeyo?». Cuatro caballeros sin alma, llenos de ambición, se conjuraron para perpetrar el sacrílego crimen. El día 29 de diciembre, mientras el Santo oraba en la Catedral, se abalanzaron traidoramente sobre él y le atravesaron el pecho con sus espadas, como a otro Pedro de Arbués. «Muero por el nombre de Jesús» —fueron sus últimas palabras—. Éste fue el «asesinato de la Catedral», dramatizado por T. S. Eliot.
El martirio es siempre fecundo. Tomás Becket, beatificado a los dos años por Alejandro III, pudo ver desde el cielo el triunfo de la causa de Dios, por la que luchara sin tregua ni descanso hasta perder heroicamente la vida.