LA
VIRGEN MARÍA EN LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS.
San Juan Pablo II
El inicio de la misión de Jesús
marcó también su separación de la Madre, la cual no siempre siguió al Hijo
durante su peregrinación por los caminos de Palestina. Jesús eligió
deliberadamente la separación de su Madre y de los afectos familiares, como lo
demuestran las condiciones que pone a sus discípulos para seguirlo y para
dedicarse al anuncio del reino de Dios.
No obstante, María escuchó a
veces la predicación de su Hijo. Se puede suponer que estaba presente en la
sinagoga de Nazaret cuando Jesús, después de leer la profecía de Isaías,
comentó ese texto aplicándose a sí mismo su contenido (cf. Lc 4,18-30). ¡Cuánto
debe de haber sufrido en esa ocasión, después de haber compartido el asombro
general ante las «palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22),
al constatar la dura hostilidad de sus conciudadanos, que arrojaron a Jesús de
la sinagoga e incluso intentaron matarlo! Las palabras del evangelista Lucas
ponen de manifiesto el dramatismo de ese momento: «Levantándose, le arrojaron
fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el
cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero él, pasando por medio de
ellos, se marchó» (Lc 4,29-30).
María, después de ese
acontecimiento, intuyendo que vendrían más pruebas, confirmó y ahondó su total
adhesión a la voluntad del Padre, ofreciéndole su sufrimiento de madre y su
soledad.
De acuerdo con lo que refieren
los evangelios, es posible que María escuchara a su Hijo también en otras
circunstancias. Ante todo en Cafarnaúm, adonde Jesús se dirigió después de las
bodas de Caná, «con su madre y sus hermanos y sus discípulos» (Jn 2,12). Además,
es probable que lo haya seguido también, con ocasión de la Pascua, a Jerusalén,
al templo, que Jesús define como casa de su Padre, cuyo celo lo devoraba (cf.
Jn 2,16-17). Ella se encuentra asimismo entre la multitud cuando, sin lograr
acercarse a Jesús, escucha que él responde a quien le anuncia la presencia suya
y de sus parientes: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra
de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). Con esas palabras, Cristo, aun relativizando
los vínculos familiares, hace un gran elogio de su Madre, al afirmar un vínculo
mucho más elevado con ella. En efecto, María, poniéndose a la escucha de su
Hijo, acoge todas sus palabras y las cumple fielmente.
Se puede pensar que María, aun
sin seguir a Jesús en su camino misionero, se mantenía informada del desarrollo
de la actividad apostólica de su Hijo, recogiendo con amor y emoción las
noticias sobre su predicación de labios de quienes se habían encontrado con él.
La separación no significaba
lejanía del corazón, de la misma manera que no impedía a la madre seguir
espiritualmente a su Hijo, conservando y meditando su enseñanza, como ya había
hecho en la vida oculta de Nazaret. En efecto, su fe le permitía captar el
significado de las palabras de Jesús antes y mejor que sus discípulos, los
cuales a menudo no comprendían sus enseñanzas y especialmente las referencias a
la futura pasión (cf. Mt 16,21-23; Mc 9,32; Lc 9,45).
María, siguiendo de lejos las
actividades de su Hijo, participa en su drama de sentirse rechazado por una
parte del pueblo elegido. Ese rechazo, que se manifestó ya desde su visita a
Nazaret, se hace cada vez más patente en las palabras y en las actitudes de los
jefes del pueblo.
De este modo, sin duda habrán
llegado a conocimiento de la Virgen críticas, insultos y amenazas dirigidas a
Jesús. Incluso en Nazaret se habrá sentido herida muchas veces por la
incredulidad de parientes y conocidos, que intentaban instrumentalizar a Jesús
(cf. Jn 7,2-5) o interrumpir su misión (cf. Mc 3,21).
A través de estos sufrimientos,
soportados con gran dignidad y de forma oculta, María comparte el itinerario de
su Hijo «hacia Jerusalén» (Lc 9,51) y, cada vez más unida a él en la fe, en la
esperanza y en el amor, coopera en la salvación.
La Virgen se convierte así en
modelo para quienes acogen la palabra de Cristo. Ella, creyendo ya desde la
Anunciación en el mensaje divino y acogiendo plenamente a la Persona de su
Hijo, nos enseña a ponernos con confianza a la escucha del Salvador, para
descubrir en él la Palabra divina que transforma y renueva nuestra vida.
Asimismo, su experiencia nos estimula a aceptar las pruebas y los sufrimientos
que nos vienen por la fidelidad a Cristo, teniendo la mirada fija en la
felicidad que ha prometido Jesús a quienes escuchan y cumplen su palabra.
Catequesis de Juan Pablo II
(12-III-97)