NOVENA PREPARATORIA DE NAVIDAD CON BENEDICTO XVI.
19 de diciembre
LOS ANIMALES
Cardenal Ratzinger
El buey y
el asno forman parte de toda representación del pesebre. Pero, ¿de dónde
proceden en realidad? Como es sabido, los relatos navideños del Nuevo
Testamento no cuentan nada de ellos. El
buey y el asno no son simplemente productos de la fantasía piadosa. Gracias a
la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, se han
convertido en acompañantes del acontecimiento navideño. De hecho, en Isaías 1,3
se dice: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no
conoce, mi pueblo no discierne». Los Padres de la Iglesia vieron en estas
palabras una profecía referida al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia constituida
a partir de judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y gentiles,
eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre
les ha abierto los ojos, para que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz
de su Amo. El buey y el asno conocen, pero «Israel no conoce, mi pueblo no
discierne». ¿Quién es hoy el buey y el asno, quién es mi pueblo que no
discierne? ¿En qué se conoce al buey y al asno, en qué a mi pueblo? ¿Por qué,
de hecho, sucede que la irracionalidad conoce y la razón está ciega? Para
encontrar una respuesta, debemos regresar una vez más, con los Padres de la
Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quién no conoció? ¿Quién conoció? ¿Por qué fue
así? Quien no conoció fue Herodes: no sólo no entendió nada cuando le hablaron
del Niño, sino que sólo quedó cegado todavía más profundamente por su ambición
de poder y la manía persecutoria que le acompañaba. Quien no conoció fue, «con
él, toda Jerusalén». Quienes no conocieron fueron los hombres elegantemente
vestidos, la gente refinada. Quienes no conocieron fueron los señores
instruidos, los expertos bíblicos, los especialistas de la exégesis
escriturística, que desde luego conocían perfectamente el pasaje bíblico
correcto, pero, pese a todo, no comprendieron nada. Quienes conocieron fueron
–comparados a estas personas de renombre– bueyes y asnos: los pastores, los
magos, María y José. ¿Podía ser de otro modo? En el portal, donde está el Niño
Jesús, no se encuentran a gusto las gentes refinadas, sino el buey y el asno. Ahora
bien, ¿qué hay de nosotros? ¿Estamos tan alejados del portal porque somos
demasiado refinados y demasiado listos? ¿No nos enredamos también en eruditas
exégesis bíblicas, en pruebas de la inautenticidad o autenticidad del lugar
histórico, hasta el punto de que estamos ciegos para el Niño como tal y no nos
enteramos de nada de Él? ¿No estamos también demasiado en Jerusalén, en el
palacio, encastillados en nosotros mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro
miedo a la persecución, como para poder oír por la noche la voz del ángel, e ir
a adorar? De esta manera, los rostros del buey y el asno nos miran y nos hacen
una pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz del Señor?