COMENTARIO AL
EVANGELIO
XII
DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTÉS
FORMA
EXTRAORDINARIA DEL RITO ROMANO
Quisiera proponer a vuestra consideración
la figura emblemática del Buen Samaritano (cf. Lc 10,25-37).
La parábola evangélica narrada por san Lucas forma parte de una serie de
imágenes y narraciones extraídas de la vida cotidiana, con las que Jesús nos
enseña el amor profundo de Dios por todo ser humano, especialmente cuando
experimenta la enfermedad y el dolor. Pero además, con las palabras finales de
la parábola del Buen Samaritano, «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37),
el Señor nos señala cuál es la actitud que todo discípulo suyo ha de tener
hacia los demás, especialmente hacia los que están necesitados de atención. Se
trata por tanto de extraer del amor infinito de Dios, a través de una intensa
relación con él en la oración, la fuerza para vivir cada día como el Buen
Samaritano, con una atención concreta hacia quien está herido en el cuerpo y el
espíritu, hacia quien pide ayuda, aunque sea un desconocido y no tenga
recursos. Esto no sólo vale para los agentes pastorales y sanitarios, sino para
todos, también para el mismo enfermo, que puede vivir su propia condición en
una perspectiva de fe: «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y
huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en
ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha
sufrido con amor infinito» (Enc. Spe salvi,
37).
Varios Padres de la Iglesia han visto en
la figura del Buen Samaritano al mismo Jesús, y en el hombre caído en manos de
los ladrones a Adán, a la humanidad perdida y herida por el propio pecado (cf.
Orígenes, Homilía sobre el Evangelio de Lucas XXXIV,
1-9; Ambrosio,Comentario al Evangelio de san Lucas, 71-84;
Agustín, Sermón 171). Jesús es el Hijo de Dios, que hace presente
el amor del Padre, amor fiel, eterno, sin barreras ni límites. Pero Jesús es
también aquel que «se despoja» de su «vestidura divina», que se rebaja de su
«condición» divina, para asumir la forma humana (Flp 2,6-8) y
acercarse al dolor del hombre, hasta bajar a los infiernos, como recitamos en
el Credo, y llevar esperanza y luz. Él no retiene con avidez el ser
igual a Dios (cf. Flp 6,6), sino que se inclina, lleno de
misericordia, sobre el abismo del sufrimiento humano, para derramar el aceite
del consuelo y el vino de la esperanza.
Benedicto XVI