Comentario al Evangelio
II DOMINGO DESPUES DE EPIFANIA
Forma Extraordinaria del Rito Romano
“En tres cosas pienso que consisten las
peticiones del corazón, y no veo que, fuera de ellas, ninguno de los elegidos
deba pedir otra. Las dos primeras son de este tiempo, es decir, los bienes del
cuerpo y del alma; la tercera es la bienaventuranza de la vida eterna. Y no te
extrañes de que haya dicho que los bienes del cuerpo se han de pedir a Dios,
porque de Él son todos los bienes corporales, igualmente que los espirituales.
De Él, pues, debemos esperar y a Él debemos pedir lo que nos ayuda y sirve para
sostenernos en su servicio. Aunque debemos orar con más frecuencia y con más
fervor por las necesidades del alma, como por alcanzar la gracia de Dios y las
virtudes. Así que también hemos de orar con toda piedad y con todo el deseo de
que seamos capaces, para alcanzar la vida eterna, en la cual, sin duda,
consiste la eterna y perfecta bienaventuranza del cuerpo y del alma.
En estas tres cosas, para que
las peticiones salgan del corazón, tres cosas debemos observar. Porque en la
primera suele entrarse secretamente algunas veces la superfluidad, en la
segunda la impureza y en la tercera tal vez la soberbia. A veces suelen
buscarse las cosas temporales para deleite, las virtudes para ostentación, y
aun la misma vida eterna quizá la desean algunos no con humildad, sino como
confiados en sus méritos. Y no digo esto porque la gracia recibida no de
confianza para pedir, sino porque no conviene que el hombre ponga en ella la
esperanza de conseguir lo que desea. Los dones de gracia que hemos recibido
solo han de servirnos para esperar de aquella misericordia que nos los dio que
nos dará también otros mayores. Sea, pues, la oración que se endereza a
conseguir cosas temporales, ceñida a las necesidades temporales; sea la que se
hace por alcanzar las virtudes del alma, libre de toda impureza y dirigida a
solo el beneplácito de Dios; sea la hecha por conseguir la vida eterna, fundada
en toda humildad, confiando, como es razón en sola la misericordia divina”.
San Bernardo, Serm. 55, 8-9.
Transcripto por Dña. Ana
María Galvez