30 DE DICIEMBRE
BEATA VICENTA MARÍA
VIRGEN Y FUNDADORA (1847-1890)
EN el Año Jubilar de 1950 —llamado «Año del gran retorno a Dios»—, España vio ascender a la Gloria de Bernini a dos prodigios de santidad, de pura sangre hispana, casi de hoy: las Beatas Soledad Torres Acosta y Vicenta María López y Vicuña —émulas de la incomparable Vizcondesa de Jorbalán—, Fundadora la primera de las Siervas de María, y la segunda, de las Hijas de María Inmaculada para el Servicio Doméstico, dos realidades novísimas, típicamente españolas, de inspiración y vitalidad milagrosas...
Blasón de la noble tierra navarra, Vicenta María —puridad de linaje por el padre, don José María López, y limpieza de sangre de los Vicuñas— viene al mundo en casa solariega e infanzona, entre sueños de expectación y promesa, el 22 de marzo de 1847. Cascante —en la diócesis de Tarazona— ve florecer este lirio de pureza y heroicidad sobre el que Dios «derrama a manos llenas los tesoros de la sabiduría y de la gracia». En su primera infancia hay ya brotes de apostólico celo e irradiaciones del bonus odor Christi, que le granjean el sobrenombre de «santica».
Para no poner trabas a su precocidad toda divina, cuando apenas contaba siete primaveras, la enviaron sus padres a Madrid, al lado de su tía doña Eulalia Vicuña, dama de los Reyes, grande por sus blasones y más aún por su espíritu. «Mucho me alegraré —escribe la madre al enviársela— que mi hija reciba esmerada y brillante educación; pero mi principal deseo es que me la eduques para santa». ¡Cómo iba ella a pensar que un día el mundo entero veneraría a su Vicentica sobre los altares!...
La formación intelectual y artística, en el colegio de las religiosas de San Luis de los Franceses, fue, en efecto, excelente: francés, música, dibujo, bordado, todo cuanto se cotizaba entre las doncellas de su clase. Pero doña Eulalia tenía otra escuela mejor: una escuela de santidad y heroísmo, donde Vicenta María encontró la medida exacta de sus ideales. Atareada siempre en obras de beneficencia, aquella noble y santa matrona había concentrado sus ímpetus en algo concreto y original: en una casita alquilada de la calle de Lucientes, empezó a recoger a esas infelices muchachas de servicio, desacomodadas o convalecientes, confiadas a sí mismas, sin experiencia, expuestas a la perversión en medio de la vorágine urbana. La «Casita» sería para ellas hospital, hogar y escuela de regeneración moral y formación profesional. En esta humilde cuna del Servicio Doméstico y de una nueva Institución religiosa, al contacto con las «pobres chicas», se forjó con golpes vigorosos la futura vocación de Vicenta, porque su alma, pura como la nieve de las cumbres, comprendió mejor que nadie la tragedia de las sirvientas y decidió consagrarse a «evitar su perdición y lograr su santificación».
Cuando, a los dieciocho años, regresó a Cascante por decisión paterna, ya estaba resuelta a afrontar su porvenir. A la joven llena de atractivos le esperaba un apuesto caballero; a la Santa la esperaba Jesús. La elección no era dudosa. «¿Casarme yo...? ¡Ni con un rey, ni con un santo!». Por el contrario, al año siguiente —1866— hizo voto de castidad perpetua. La lucha con su padre fue dura y tenaz. Don José María, cristiano de recia raigambre, no se oponía a la vocación religiosa de su hija, pero eso de las muchachas no le entraba en la cabeza. «En conciencia no puedo permitir que te expongas a ser pervertida, en vez de ganarlas para Dios... Eso es una locura. ¡Antes capuchina de Pinto!».
Esta vez Dios tenía prisa, porque se la iba a llevar pronto y el proyecto era audaz y difícil. Una grave enfermedad de la Santa —un aviso del Cielo— decidió la causa a su favor. Volvió a Madrid. La gran preocupación de doña Eulalia era perpetuar su Obra, Vicenta llegaba enviada por Dios. El camino estaba ya señalado. En 1875, la joven Fundadora —veintiocho años— escribe las Constituciones del nuevo Instituto, y el 11 de junio del 76 recibe, junto con otras dos compañeras, el hábito religioso de manos del futuro Cardenal Sancha, obispo auxiliar de Toledo,
— ¿Estás dispuesta a trabajar sin descanso por el bien espiritual y material de las jóvenes?
— Monseñor, llevo tan dentro del alma este deseo que, si fuese necesario, daría mi vida para socorrer a mis queridas hermanitas, y desde ahora se la ofrezco a Dios por ellas, reputando un honor más grande que servir a reyes el consagrarme a su servicio...
Las obras fueron más hermosas aún que las palabras. Trabajó a marchas forzadas, como si presintiera su fin próximo. Superando enormes obstáculos —«gajes del oficio»— esta nueva monja andariega, consumida de divinas impaciencias, recorre toda España, fundando colegios en Zaragoza, Barcelona, Sevilla, Burgos, Valladolid... Su Santidad León XIII, por el Decretum laudis del año 1888, aprueba la Institución y asegura la perpetuidad de la Obra, grano de mostaza que, bajo los auspicios de María Inmaculada y el Corazón de Jesús —los grandes amores de Vicenta— se convertirá pronto en árbol frondoso.
La tuberculosis —«la enfermedad de los Santos»— se llevó a la excelsa cascantina a la temprana edad de cuarenta y tres años, entre los aleluyas navideños del 1890. Murió el 26 de diciembre, «asfixiada de amor divino». Aquel día España perdió una joya incotizable. Pero en el cielo tenía un ángel más...