24 DE DICIEMBRE
SANTA ANASTASIA
MÁRTIR (+HACIA EL 303)
COINCIDENTE con la Natividad de Nuestro Señor, celebra la Iglesia universal la solemnidad de esta santa Mártir, mimada por la fama a través de un culto multisecular y favorecida por la Liturgia Romana con privilegios excepcionales. Su nombre figura en las Letanías de los Santos, y entra en el Canon ya en el siglo V. En la segunda Misa de Noche Buena —caso insólito— se hace memoria de Santa Anastasia, en cuyo templo palatino celebraba el Pontífice la Estación, con asistencia de la Corte Imperial.
Pese a su inmenso prestigio, la vida de esta Santa ha llegado a nosotros con muchos y grandes lagunas, sin que sea fácil separar la historia de la leyenda. El Martirologio, siempre sobrio y austero, ha conservado los rasgos de más autoridad: «En el mismo día del Nacimiento de Jesús —dice— triunfo de Santa Anastasia, la cual, en tiempo de Diocleciano, sufrió primero por Cristo, de parte de su marido Publio, una muy dura y cruel prisión, donde mucho la consoló y confortó el Confesor de Cristo, Crisógono; después fue atormentada con larga cárcel por el Prefecto de Ilírico, Floro, y, por último, atada a unos palos, con las manos y pies. extendidos, encendieron alrededor de ella una gran hoguera, en la que consumó el martirio, en la isla de Palmaria, adonde había sido deportada con doscientos hombres y sesenta mujeres, todos los cuales, con varios géneros de muerte, celebraron su martirio».
Es casi seguro que nace en Roma, de familia senatorial, en la mitad del siglo 111. Su padre, Pretextato, era gentil, y su madre, Fausta, cristiana. Ésta muere pronto. La niña queda bajo la tutoría de su tío San Crisógono, quien alienta en su corazón el germen de la fe. Al, llegar a la edad núbil —doce años— Pretextato decide casarla con Publio, joven del séquito del Emperador, idólatra y disoluto. Violentada en sus propósitos de virginidad y obligada sin remedio a aceptar la proposición matrimonial, Anastasia —según una carta apócrifa atribuida a la Santa— se vale de una estratagema que delata una falsa comprensión de la ley evangélica. En lugar de proceder abiertamente, como lo hiciera Cecilia con Valeriano, se finge enferma. Publio, que más que a ella ama su dote, consiente fácilmente en la separación. La joven, movida por un instinto superior, inicia una vida retirada y austera, cuya única expansión consiste en visitar y socorrer furtivamente a los cristianos encarcelados.
Pero esto no podía permanecer mucho tiempo en el anonimato. Publio se enteró y se indignó. Puso en guardia a sus criados, y desde aquel día ya no pudo salir de casa. El secuestro se fue haciendo cada vez más duro, hasta convertirse en prisión. De esta fecha es la carta aludida, en la que Anastasia expone su lastimoso estado a San Crisógono, preso también por la fe. «Este hombre cruel —le dice refiriéndose a Publio— malgasta mis bienes con gente perdida y me tiene aprisionada. Aunque me sea muy dulce dar la vida por la fe, me duele que el patrimonio que yo consagré al Señor sirva para el culto de la idolatría y del pecado. Suplicad al Señor Todopoderoso que conserve la vida de este hombre si es que ha de convertirse, o que se la quite, si ha de seguir el mismo camino, pues más le valdrá morir que atormentar a los siervos de Dios».
Hay todavía mucha amargura en el tono de esta carta. El escoplo divino, manejado por un Santo, arrancará las aristas. «Ten paciencia —le contesta Crisógono, animándola a seguir por el que Kempis llamaría «camino real de la santa Cruz»— no te extrañen ni te asusten los males que te sobrevienen a pesar de tu vida piadosa. Piensa que Dios te reserva los bienes del cielo, pues te quita los de la tierra. Y si te parece que tarda, entiende que lo hace para que estimes más sus dones. Dios te prueba y no te abandonará. Huye del pecado y espera sólo del Señor el consuelo; Él te lo hará saborear cuando menos lo pienses». Estos santos consejos caían como bálsamo sobre herida, pues la cautividad había Llegado a términos tales, que hacían prever un fatal desenlace.
Por segunda vez toma Anastasia la pluma para comunicar a Crisógono estos tristes presentimientos y solicitar el auxilio de sus plegarias. El anciano Maestro se da prisa en contestarle y le predice que recobrará presto la libertad, podrá confortar nuevamente a los confesores de Cristo y, en premio a Sus caridades y sufrimientos, recibirá la corona martirial.
Y así sucedió. Dios —como dice la Escritura— «la ciñó de fortaleza e hizo perfecto su camino; adiestró sus manos para la lucha, e hizo sus brazos cual arco de bronce...». Publio murió desastrosamente. Anastasia, sola en el mundo, fue ya toda de Dios y de los cristianos perseguidos. Su caridad, hecha pasión —hablamos a lo humano—, la perdió. Un piquete de soldados, enviado por el Prefecto Floro, se apoderó de ella en su propio palacio y la condujo sin ningún miramiento ante Diocleciano. La cárcel infecta y el hambre fueron su noviciado para el martirio. Pero —como decía Tertuliano— «nada siente la pierna en el cepo cuando el pensamiento está en el cielo». No hubo proposición, ni amenaza, ni tormento capaz de abatir aquel ánimo más que varonil, forjado por el Artífice divino en el dolor y en la persecución más injusta...
Murió abrasada. El fuego, al carbonizar su cuerpo, dio vuelo a su espíritu.