23 DE DICIEMBRE
SAN NICOLÁS FACTOR
FRANCISCANO (1520-1583)
la mitad del siglo XVI, coincidieron en la Ciudad del Turia cuatro grandes lumbreras de nuestra Iglesia. España ha grabado para siempre sus nombres en el plinto de oro donde figuran sus hijos más claros: el Patriarca Juan de Ribera, apóstol de la caridad, Pascual Bailón, serafín eucarístico, Luis Beltrán, apóstol de Colombia, y Nicolás Factor, «gran maestro de espíritus», varón extático de fúlgida santidad...
De rodillas, hemos rendido a los tres primeros, en su día, nuestro férvido homenaje, y ya en las postrimerías del año, abrimos con fruición ante los lectores el Libro de la vida y obras maravillosas del siervo de Dios y bienaventurado padre fray Nicolás Factor, de la Orden de nuestro Padre San Francisco, de la Regular Observancia de Valencia, que este es el título completo de la primera y mejor biografía del Beato, publicada a poco de su muerte, por el Padre Cristóbal Moreno, Nicolás viene a la luz del mundo en la casa de unos menestrales valencianos — Vicente Factor y Úrsula Estany—, el mismo día en que desborda la idea y apasionamiento de las germanías: 29 de junio de 1520. Recibe las aguas lustrales del Bautismo en la misma pila que San Vicente Ferrer. Infancia inocente. Juventud casta, austera. Inteligencia superior y natural compasivo. Por su belleza de espíritu y suavidad de carácter se hace amar de todos. Adolescente, le vemos estudiar con pasión y abrazar con heroísmo a los leprosos. Sus padres, al ver que el éxito le sonríe en cuanto se propone, empiezan a fabricar castillos y combinar proyectos. «Fue gramático excelente y poeta latino y castellano». Pulsó la lira con maestría. «En la aritmética fue diestrísimo», y en la pintura, notable. Tanto, que Palomino, pintor de cámara de Su Majestad, le tributa un cálido elogio, en su obra Museo pictórico y escala óptica.
— Por Dios, hijo; por tu padre que no vive, por mí que me matas, vuelve a casa. ¿Por qué nos has dejado?...
Nicolás amaba mucho a su madre, pero llevaba en el pecho una herida de amor divino. Y no vaciló en romper con la carne y la sangre, aunque sentía el natural desgarro del corazón. Atraído por el imán franciscano, depone con valentía todo humano interés, para seguir las huellas doradas del seráfico Poverello. En efecto, el 1538, a los dieciocho años de edad, viste el pardo sayal de la pobreza en el convento valenciano de Santa María de Jesús, Cursa Teología y Artes en la villa de Oliva. «En toda la carrera — escribe Company— jamás olvidó el consejo del Santo Patriarca, que quería que sus hijos se aplicasen al estudio sin mengua de la piedad». Apenas ordenado, los superiores reconocen su reciedumbre de ánimo, robusta sabiduría y tesoro de virtudes religiosas, al confiarle reiteradamente cargos de responsabilidad: predicador conventual, guardián de Chelva, de Santo Espíritu del Monte y de Val de Jesús, maestro de novicios y Definidor. Las dignidades le agobian y le aterran, pero la fe y la confianza en Dios le revisten de fortaleza. Su grande humildad le pone en los labios y en la pluma expresiones como ésta que se lee en su opúsculo de Las tres vías: «Ruegue por este perdido esa santa comunidad». No obstante, su prestigio crece cada día, porque Dios —exregálibus sédibus— desciende sobre su alma y sus obras hecho luz de milagros. Conjura la peste, el hambre, la sequía, la tormenta, la enfermedad. Alma mística, triunfa en su sencilla modestia. San Luis Beltrán, en la Causa de Beatificación de Nicolás, depondrá que éste «vivía más en el cielo que en la tierra». Arrobamiento en el coro, en el refectorio, en la iglesia, en la calle; hablas interiores, toques sustanciales... Un día, en Tarragona, la Virgen le ordena que vaya a celebrar la Misa. En la sacristía halla a dos acólitos inesperados: San Francisco y Santo Domingo. Otras veces los propios ángeles le sirven de monagos.
Felipe II, informado de la portentosa vida de Nicolás, lo nombra Confesor de las Princesas, Infantas y Grandes de España en las Descalzas Reales de Madrid, a ruegos de doña Juana de Austria. En la Capital traba amistad con el angelical Fray Juan de los Ángeles, que lo recordará con elogio en sus Triunfos del Amor de Dios. Otros doctos varones con quienes intima dejan laudas de su santidad, predicaciones, tremendas penitencias y claras profecías —vaticinó la victoria de Lepanto—; pues en él se cumple aquello de que «Dios es siempre largo con los que se le entregan sin reservas». El famoso teólogo y obispo Fray José Anglés, lo ve una vez en éxtasis y exclama: Vere hic homo sanctus est. Y el arzobispo de Tarragona, Antonio Agustín, lumbrera de Trento, en el colmo de su admiración —de su veneración— lo manda retratar y con áureo estro escribe al pie del cuadro unos versos latinos que comienzan: Dum gestas Factor Dómini dulcíssima verba...
El 13 de diciembre de 1583, llega Nicolás a Valencia casi extenuado. Al entrar en el convento de Santa María de Jesús, exclama: Hœc est requies mea; este es el lugar de mí reposo. Muere el día 23, con esta plegaria en los labios: ¡Jesús, creo! La humildad le dictó esta cláusula para su testamento: «Deseo ser enterrado en el establo: justo es que viva separado de sus hermanos un hombre tan ingrato a su Dios y Señor».
Pío VI 10 beatificó en 1786.