25 DE DICIEMBRE
NATIVIDAD DEL SEÑOR
A impresionante calenda que en oleadas de profunda y conmovedora alegría nos brinda hoy el Martirologio, estremece dulcemente el alma cristiana con los ecos jubilares de aquella noche, única en la historia, en que «Jesucristo, eterno Dios e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su misericordiosísimo advenimiento, concebido del Espíritu Santo, pasados nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judá, de la Virgen María, hecho Hombre».
El pregón alborozado de la Liturgia nos anuncia el Misterio augusto y sobrecogedor: con ritmo de égloga, un nacimiento según la carne; con solemnidad épica, un nacimiento inefable anterior a todos los siglos —In principio erat Verbum—; con acentos idílicos, un nacimiento místico de Jesús en las almas. «La exultación —dice una secuencia— estalla en el corazón de los creyentes. ¡Aleluya! Nuestro Rey sale de la puerta intacta. ¡Aleluya! Porque el Mensajero del eterno consejo sale del seno de la Virgen como el sol de una estrella; sol que no tiene ocaso, estrella que nos alumbra con vivo resplandor».
Christus natus est hódie! ¡Venid, naciones, venid y adorad al Señor! «Hoy nos ha bajado del cielo la paz verdadera. Hoy se han hecho melifluos los cielos en toda la tierra. Hoy ha brillado para nosotros el día de la redención nueva, de la restauración antigua, de la bienandanza eterna». Nos ha nacido un Salvador. Ha llegado la plenitud de los tiempos. Los oráculos se han cumplido. «Os anuncio una gran alegría para vosotros y para todo el pueblo —ha dicho el ángel a los pastores— cerca de aquí, en la Ciudad de David, acaba de naceros un Salvador, el Cristo, el Señor». Y en los aires ha resonado, como un canto de victoria, la proclama de su misión divina: «i Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!». El mundo entero. cautivado, vuelve hoy sus miradas hacia el Portal donde tuvo lugar el espectáculo más divino y asombroso, el magno acontecimiento que redimió la Historia humana, el «misterio de luz» —Tu lumen, Tu splendor. Patris— que derrumbó la era del pecado y dio principio a la era de la gracia. El pensamiento de este día —fiesta mayor de todos los pueblos— fue esperanza de Adán en el Paraíso, dulzura de Abraham peregrino, fuerza de Jacob desgraciado, sostén de Moisés cautivo, júbilo de los Patriarcas y Profetas. Pero ahora, cuando llega cada año el 25 de diciembre, el cristiano siente como un eco de aquella sorpresa gozosa que llevó a los pastores al Portal, y abre todas las ventanas del alma a las más -bellas expansiones de la fe y del amor. La imaginación se nos escapa a Belén por el caminito blanco, húmedo de ternura, de los nacimientos, como se le escapó a Francisco de Asís, y a Teresa de Jesús, que, llena el alma de dulces emociones, danzaba con sus monjas al son de tiernos villancicos cabe el establo donde se, posó la Luz de Dios...
Estampa navideña. La pinta Fray Luis de Granada. «Venid a ver al Hijo de Dios, no en el seno del Padre, sino en los brazos de la Madre; no entre los coros de los ángeles, sino entre unos viles animales; no sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, sino reclinado en un pesebre de bestias; no tronando y relampagueando en el cielo, sino llorando y temblando de frío en un portal... Este es el día de la alegría secreta de su corazón, cuando, llorando por de fuera como niño pequeñito, se alegraba de dentro por nuestro remedio como verdadero Redentor.
«Era la media noche, muy más clara que el medio día...». ¡Ea!, una mirada al Portal. Escena sublime, llena de divinos contrastes, que pone el alma al rojo vivo. Un Dios rico y poderoso está sobre unas pajas. Hay concentos angélicos y vagidos de un Niño. Hay una Madre admirable, un Patriarca excelso, unos gañanes. Se aspira un aroma suavísimo mezclado con el aliento de unos brutos animales. La tierra es cielo para el hombre, y frío, pobreza, humildad, para el Hijo del Hombre... «¿Quién jamás vio juntarse en uno, por un cabo, tanta bajeza, y por otro tanta gloria?...
Oye ahora, hermano, la causa de este misterio. Dos cosas has de considerar siempre en la persona de Cristo: conviene saber, quién era y a lo que venía. Si miras quién Él era, a Él convenía toda gloria y toda honra, porque era Hijo .de Dios; más si miras a lo que venía, a Él convenía toda humildad y toda pobreza, porque venía a curar nuestra soberbia... Sabía muy bien este médico y maestro del cielo cuánta paz e inocencia mora en la casa del pobre de espíritu, y por esto luego, desde la cuna del pesebre, como de una cátedra celestial, la primera lección que leyó y la primera voz que dio fue condenando la codicia, raíz de todos los males, y engrandeciendo la pobreza de espíritu y la humildad, fuente de todos los bienes... Mira, pues, hermano, si quieres ser verdadero filósofo, no te apartes de este establo, donde la palabra de Dios, callando, llora; más este lloro es más dulce que toda la elocuencia de Tulio y aun que la música de todos los ángeles del cielo». Mirando a Belén, medimos mejor nuestra miseria, nuestro destino inmortal, la infinita misericordia de este Niño que hoy «nace para nosotros»: propter nos hómines et propter nostram salutem...
¡Que el idilio navideño no distraiga los espíritus de la conmovedora y sobrecogedora realidad de este «magno Misterio de nuestra herencia»!