22 DE DICIEMBRE
SANTA FRANCISCA JAVIER CABRINI
VIRGEN Y FUNDADORA (1850-1917)
¡YA no hay Santos! ¡Cosas de la Edad Media! Estas expresiones pesimistas sobre las posibilidades espirituales del mundo moderno están totalmente desprestigiadas, ante el flamante cortejo de Bienaventurados que Su Santidad Pío XII ha rescatado del anonimato para colocarlos sobre el pedestal de los altares, donde brillan como las más rutilantes estrellas de su inmortal Pontificado. La estela luminosa de Contardo Ferrini, María Goretti, María Asunta Pallotta, Vicenta María López y Vicuña, o Pío X —por citar alguno entre los más propincuos— perdura aún con calor de vivencia...
Francisca Javier Cabrini, canonizada a los veintinueve años justos de su muerte, es hoy la Santa más moderna: un caso urgentísimo de santificación que ha dado lugar a que, por cuarta vez en la historia contemporánea, familiares y personas íntimas ligadas a ella, asistan en San Pedro de Roma a la emocionante ceremonia de su suprema exaltación en la tierra. Y es también la primera Santa norteamericana, porque, aunque nacida en Italia, volcó en los Estados Unidos apasionadamente toda su fuerza vital y creadora —de resultados milagrosos—, gozó de aquella nacionalidad, y en el famoso Columbus Hospital de Chicago —por ella fundado— escuchó el Veni, Sponsa! del Amado, el 22 de diciembre de 1917.
¡Difícil va a ser recoger en el exiguo vaso de esta semblanza la quintaesencia de sus virtudes, de su asombrosa singladura humana!
Admirable epopeya de lucha y de victorias espirituales —ha dicho Pío XII— podría llamarse la carrera terrestre de Francisca Javier Cabrini, imagen de la mujer fuerte, conquistadora del mundo, con pasos audaces y heroicos, a través de su vida mortal... Heroína de los tiempos modernos, la vemos levantarse como una estrella de un humilde pueblecito lombardo —Lodignano—, elevarse en su luz y atravesar los mares derramando por doquier el calor de sus rayos y despertar en su derredor la admiración de los pueblos... ¡Qué altura y qué fuerza de ánimos, qué elevación y comprensión de pensamientos, qué insaciable sed de conquista, qué riqueza y amplia generosidad de amor para todas las necesidades !...
En el mismo regazo materno empieza a delinearse la vocación de esta gran Fundadora y Misionera, porque Estela Oldini, con su recia fe de sencilla aldeana, sabe alentar la chispita ingénita. A su hermana Rosa le cabe también un papel trascendental en la formación de Francisca, a la que somete a una férrea disciplina desde muy niña.
La pequeña soñaba con una vida de místicos fervores y con un apostolado de amplios horizontes. Dios le concede ambas cosas, pues jamás el ajetreo de la acción amortigua en su corazón la llama del amor, ni quiebra el hilo de oro de su unión con el Esposo virginal. Era frágil de cuerpo y recia de espíritu: fortaleza varonil que admiraba a León XIII, y que —como dijo un biógrafo— elocuentemente pregona su nombre: ¡Francisca Javier, no Javiera!
A los dieciocho años obtiene el diploma de maestra, alternando, desde 1870, la enseñanza con la caridad a domicilio. En el 77 toma el hábito en la Casa de la Providencia. Procura amoldarse a aquella Regla, pero su espíritu no descansa. Aspira al apostolado directo, vivo, candente. El Obispo de Lodi le dice inspirado: ¡Sé que no te bastan estos cuatro muros! Tú quieres ser misionera. Creo que no existe aquí un convento capaz de formar mujeres para esta gran empresa. Tendrás que fundarlo tú). Francisca, iluminada, responde: «¡Pues bien; buscaré la casa, fundaré el convento! De esta manera nacieron en Codogno las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, que, si a la muerte de la Fundadora eran ya cinco mil, hoy constituyen una de las Congregaciones femeninas más numerosas y de más vitalidad de la Iglesia.
El ideal de la Santa eran las misiones de China. Pero León XIII, ante el palpitante y pavoroso problema de los emigrantes italianos —¡catorce millones desde 1876 a 1917!— le brinda unos planes más ambiciosos y difíciles: «Para ti, la China serán los Estados Unidos». Había que salvar aquella masa humana, expuesta a perder, no sólo la práctica cristiana, sino la misma fe católica. El año 1889 se inicia la prodigiosa aventura. La Madre Cabrini —la «Madre del emigrante», o la «Madre pálida de las alas de fuego», como la llamarán los indios— realiza la primera de sus veinticuatro travesías del Atlántico. «Siento que el mundo es demasiado pequeño para satisfacer mis deseos». «Desde Nueva York a Alaska, desde los Apeninos a los Andes, desde Texas al Panamá, al Ecuador, al Perú, a Chile, a la Argentina, al Brasil; desde Codogno a París, a Londres; usando todos los medios de locomoción —apostolado dinámico, deportivo, americano —; anduvo y desanduvo, distribuyendo caridad, administrando la Prdvidencia del Señor, trabajando y sufriendo donec formetur Christus: para dar a las almas la vida de Cristo». Alma luminosa, ardiente, fuertemente templada, a su paso surgen escuelas, orfelinatos, hospitales, colegios, dispensarios, colonias..., hasta culminar en el Columbus Hospital, obra monumental de caridad. Ni las dificultades ni los hombres pudieron hacerla vacilar en sus propósitos, que alentaba una fe inderrocable. Los Estados Unidos — pueblo joven y poderoso— han encontrado en su «Santa nacional» un modelo perenne de vitalidad y de grandeza.