jueves, 21 de octubre de 2021

De La Vida Interior (II). San Pedro Julián Eymard

 

De La Vida Interior (II). S... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...

 

CAPÍTULO II

Espíritu de la vida interior

¿Cuál es el espíritu que debe inspirar y dominar la vida interior de un adorador del santísimo Sacramento?

I.                  La adoración

II.               La acción de gracias

 

III. De la propiciación

La propiciación es primeramente reparación de honor que se tributa a Jesucristo por la ingratitud y los ultrajes que se le infieren en el santísimo Sacramento, y en segundo lugar satisfacción de la misericordia divina, pidiendo perdón y gracia por los culpables.

1.º Reparación de honor. –Nuestro señor Jesucristo es más ofendido en su estado sacramental que lo fue durante los días de su vida mortal.

Fue entonces humillado, insultado, renegado y crucificado; pero por un pueblo que no le conocía, por verdugos asalariados.

Mientras que aquí Jesús es renegado por los suyos, por los que le han adorado, han comulgado y le han reconocido como Dios. Jesús es humillado por sus hijos, a quienes el respeto humano, la vergüenza y el orgullo hacen apóstatas o perjuros. Es insultado por servidores a quienes colma de honores y de beneficios, por todos esos servidores mercenarios que la costumbre de tratar con cosas santas hace irrespetuosos, profanos y hasta sacrílegos, como en otro tiempo los vendedores del templo que expulsó Jesucristo. Jesús es vendido por sus amigos: ¡cuántos Judas hay en el mundo! ¡Y es vendido a un ídolo, a una pasión, al mismo demonio! Crucifícanle aquellos mismos a quienes ha amado tanto. Para insultarle se sirven de sus mismos dones, de su amor para despreciarle y de su silencio y de su velo sacramentales para cubrir el más abominable de los crímenes: el sacrilegio eucarístico. Jesucristo es crucificado en quien comulga así y entregado al demonio que en él reina.

Y estos horrendos crímenes se han renovado y se renuevan cada día en el universo entero. Sólo Dios sabe su número y su malicia. ¡Y Dios, tan amante, será tratado así hasta el fin del mundo!

En presencia de tanto amor por un lado y tanta ingratitud por otro, el corazón del reparador debería hendirse como el monte calvario; sus ojos deberían ser dos fuentes inagotables de lágrimas y oscurecerse como el sol en vista del deicidio; sus miembros deberían temblar de espanto y de horror como tembló la tierra a la muerte del Salvador.

A este sentimiento de dolor y de espanto debe suceder el de reparación al amor de Dios menospreciado, ultrajado. El alma debe ofrecer un desagravio a la divina víctima, como lo hicieron el centurión, los verdugos y el pueblo contritos; como hace la santa Iglesia por su sacerdocio los días de luto y de crimen. Como María al pie de la Cruz hay que sufrir con Jesús, amarle por los que no le aman y adorarle por los que le ultrajan, mayormente si entre estos ingratos contamos con parientes o amigos. Pero la reparación sería todavía mucho más necesaria si desgraciadamente fuéramos nosotros mismos culpables hacia nuestro señor Sacramentado, o si hubiéramos sido causa por escándalo de que otros pecarán. ¡Oh, entonces la justicia exige reparación igual a la ofensa! ¡Ay, tal vez hayamos merecido también nosotros este reproche del Salvador!: “¡Cómo! ¡Tú a quien he amado con amor singular, tú a quien he colmado de favores especiales, me abandonas, me desprecias, me crucificas! ¡Ah, el olvido de los hombres terrenales, la indiferencia de los esclavos del mundo y aun el desprecio de los que no tienen fe no me extraña, pues no han experimentado nunca las delicias de mi Sacramento! ¡Pero tú, amigo mío, mi comensal; tú, esposa de mi corazón!...”.

¡Ah, quizá tenga que echarnos en cara todo esto el corazón de Jesús, lo cual ciertamente es para hacernos bajar la cabeza de vergüenza y partirse el alma de dolor!

En una revelación a santa Margarita María, Jesús le presentó su corazón herido, coronado de espinas y con una cruz encima, y le dijo estas palabras: “Tengo sed ardiente de ser amado de los hombres en el santísimo Sacramento y no encuentro casi nadie que se esfuerce según mis deseos en apagarla, pagándola con justa correspondencia”.

2.º Propiciación de misericordia. –La propiciación sería incompleta si se limitara a la reparación; satisfaría a la justicia divina, pero no al amor de Jesús.

¿Qué exige, pues, este amor? La salvación de los hombres y la conversión de los mayores pecadores. Quiso perdonar a Judas y pidió perdón por los verdugos al tiempo que le insultaban. Y en el altar, ¿no es siempre víctima de propiciación por los pecadores? Su paciencia en soportales, su misericordia en perdonarles, su bondad en recibirles en su seno paternal, tal es la venganza del amor y su triunfo. En esta divina obra de perdón, Jesús necesita en cierto sentido de su socio, de un cooperador que consigo repita al Padre esta oración de la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Necesita una víctima que complete en sí lo que falta a su estado de inmolación sacramental: el sufrimiento, el sacrificio efectivo. Sólo a este precio, que es el del calvario, se rescatan las almas.

Pero qué conversiones más sólidas, generosas y perfectas las que sean merecidas juntamente por Jesús y el alma reparadora y partan del divino Sagrario. Sí, aquí es donde hay que venir para buscar la redención de las almas, la conversión de los mayores pecadores y la salvación del mundo.

 

IV. La impetración

La impetración es el apostolado eucarístico de la oración, fruto natural de la adoración, de la acción de gracias y de la propiciación.

Este apostolado de oración honra a Jesucristo en el santísimo Sacramento como fuente divina de todo don y de toda gracia. Porque la santísima Eucaristía es tesoro inagotable, depósito más extenso y profundo que el océano. En él ha puesto Jesús todas sus virtudes, todos sus merecimientos y el precio infinito de la redención, poniendo todo a disposición del hombre con una sola condición, a saber: que vaya a buscarlos, a solicitarlos de su bondad, siempre dispuesta para derramar bienes.

Desde el fondo del sagrario, Jesús dice a todos los que sufren, andan necesitados o padecen: Venid a mí, que yo os aliviaré. Él es siempre el buen samaritano, el divino médico de nuestras almas, que las curará de todas las llagas del pecado y castificará y santificará nuestro cuerpo con su cuerpo santísimo.

Sigue siendo el buen pastor que ama a sus ovejas, las alimenta con su carne y sangre. Pero está triste porque hay ovejas extraviadas que le ha llevado el lobo carnicero. Llora su pérdida, las llama, las pide. Para consolar, pues, a este buen pastor iremos a buscarlas y las conduciremos a sus pies con la fuerza de la oración.

Jesús sacramentado es siempre el maestro bueno que muestra el camino del cielo, enseña la verdad divina y da la vida del amor.

Pero en el mundo no se conoce a Jesús; los hombres ignoran la luz que entre ellos está. Pues hay que hacer que sea conocido, hay que mostrarle como Juan Bautista, hay que conducirle los amigos y los hermanos como Andrés. Por otra parte, revelar al maestro y a Dios es el mayor bien que se pueda hacer a un hombre y también la obra más agradable que se puede ofrecer al corazón de Jesús.

Jesús en el santísimo Sacramento es siempre el Salvador en estado de inmolación, de sacrificio, ofreciéndose de continuo a su Padre como lo hizo sobre la cruz para salvación de los hombres, mostrándole sus llagas profundas y su corazón abierto para obtener el perdón del género humano.

¡Ah!, a los pies de esta adorable víctima es donde el adorador debe orar, llorar, pedir con instancia al amor crucificado que conmueva el corazón de los pecadores empedernidos, que rompa las duras y vergonzosas cadenas que pesan sobre tantos esclavos, que desgarre el velo que detiene al judío, primer pueblo de sus amores, en la ceguera e infidelidad; que abata el orgullo de los herejes para que puedan ver la verdad y someterse a su imperio, que alumbre el corazón del cismático para que reconozca a su madre la Iglesia y se arroje en sus brazos.

Y por esta Iglesia, esposa de Jesucristo, deberá orar principalmente el adorador. Orará por ella y por sus instituciones, sus obras, su sacerdocio, su pueblo y cada uno de sus hijos, por todo lo que interese a su prosperidad, a su perfección y al cumplimiento de su misión en el mundo.

Y luego, confesando humildemente su propia insuficiencia y la dependencia absoluta en que se encuentra respecto de Dios, el adorador orará por sí mismo. Mantendrá constantemente el alma en estado de oración, haciendo que vea su indigencia y la grandeza de la bondad divina. Su alma estará así siempre abierta y preparada a la efusión de la gracia.

Tales son los cuatro grandes homenajes que comprende la adoración eucarística, cuyo espíritu debe animar y vivificar toda la vida de un socio del santísimo Sacramento. Practicarlos fielmente es practicar la vida interior, en alto grado y establecer perfectamente el reino de Jesús en el alma.