domingo, 3 de octubre de 2021

DE LA PENA DE DAÑO QUE SE PADECE EN EL INFIERNO. San Alfonso María de Ligorio

 


SERMON XLVIII PARA LA DOMINICA DÉCIMONONA DESPUES DE PENTECOSTÉS

DE LA PENA DE DAÑO QUE SE PADECE EN EL INFIERNO

 

Mittite eum in tenebras ex teriores ibi erit fletus.

 (MATTH XXII, 13

SEGÚN todas las leyes divinas y humanas la pena debe ser correspondiente a la gravedad del delito. Pro mensura peccati erit et plagarum modus (Deut 25, 2) Porque la injuria principal que hace a Dios un pecador cuando comete un pecado mortal es apartarse de su Criador y sumo Bien.  Así define el pecado mortal, Sto Tomás (p. 1 qu. 24 art. 4) por estas palabras: Aversio ab incommutabili bono. De esta injuria precisamente se lamenta el Señor por el profeta Jeremías (15, 6) donde dice: Tu reliquisti me dicit Dominus retrorsum abiisti. Me abandonaste y volviste pasos atrás. Siendo pues esta la mayor culpa del pecador porque quiere perder espontáneamente a Dios, justamente su mayor pena en el infierno será el haberle perdido. Allí siempre se llora; pero  ¿cuál es el objeto más amargo del llanto de los infelices condenados? La idea de haber perdido a Dios por su propia culpa. Este pues será el único asunto del presente sermón al cual os suplico que estéis atentos.

1.-El fin para que Dios nos colocó en este mundo, amados oyentes míos, no fue para disfrutar de los bienes de la tierra sino que nos crió para conseguir la vida eterna: Finem vero vitam æternam. (Rom 6, 22) La vida eterna consiste en poseer a Dios у amarle eternamente.  El que esto consigue, consigue su fin y será eternamente feliz: el que deja de conseguirlo por su culpa pierde a Dios, será siempre desgraciado y no cesará de repetir llorando: Perit finis meus. Dejé de conseguir el fin para que fui criado (Thren 3, 18)

2.-El dolor que resulta de haber perdido una cosa es igual al valor de la cosa perdida. Si uno pierde una perla o un diamante que vale cien escudos siente gran pena. Si valía doscientos, la pena es duplicada; y si cuatrocientos, la pena será mucho mayor. Ahora pregunto yo, ¿cuál es el bien que perdió el condenado? Perdió a Dios que es un bien infinito: por tanto la pena de la pérdida de Dios es una pena infinita, como dice Sto. Tomás: Pæna damnati est infinita quia est amissio boni infiniti (S. Thom. 1, 2, q. 87 a.4) Lo mismo escribió antes S. Bernardo diciendo que el valor de esta pérdida es correspondiente al valor infinito del sumo bien que es Dios. Porque no consiste el infierno en el fuego que devora ni en la hediondez que trastorna los sentidos, ni en los gritos y aullidos que dan continuamente los condenados ni en la vista de los demonios que espanta ni en la estrechez de aquella cárcel de tormentos en que yacen los desgraciados uno sobre otro: la pena principal de los infiernos consiste en haber perdido a Dios y todas las otras no son nada en comparación de esta. El premio de los bienaventurados en el Paraíso es Dios como dijo a Abrán: Ego ero merces tua magna nimis. (Gen. 15, 1) Por lo que así como la recompensa del hombre bienaventurado es Dios, así la pena del condenado es la pérdida de este mismo Dios.

3.-Por esto dijo S. Bruno que por muchos tormentos que sufran los condenados, no igualarían jamás la pena que sufren por verse privados de la presencia de Dios: Addantur tormenta tormentis, ad Deo non priventur (Serm. de Jud. Fin.) Lo mismo escribe S. Juan Crisóstomo hablando acerca de esto. Simille dixeris gehenas, nihil par dices illius doloris. (Hom. 49 ad Pop.) Se halla Dios dotado de tantas perfecciones dignas de amor que merece un amor infinito. Es tan amable que tiene en el cielo tan llenos de alegría y absortos de gozo a los bienaventurados embriagados de su divino amor que no desean ni piensan otra cosa que amarle con todas sus fuerzas. En este mundo los pecadores por no dejar sus indignos placeres cierran los ojos para no conocer ni el amor que se merece, pero en el infierno se les mostrará el Señor tal cual es y este será su mayor castigo. Cognoscetur Dominus judicia faciens.  (Psal. 9, 17) El pecador en medio de los placeres sensuales que le cercan apenas conoce a Dios porque no le ve sino al través de las tinieblas y por esto le importa poco perderle; pero en el infierno le conocerá claramente para su desgracia y esta idea le atormentará sin cesar. Un doctor de Paris se apareció a su obispo después de su muerte y le dijo que se había condenado. El obispo le preguntó si se acordaba en el infierno de las ciencias de que se había ocupado tanto durante su vida. Y él le respondió que en el infierno no tienen más que un pensamiento que los atormenta sin cesar,  a saber, el haber perdido a Dios.

4.-Discedite a me maledicti in ignem æternum. Separaos de mí, malditos, e id al fuego eterno. (Matth 25, 41) Estas palabras dirige Jesucristo a los condenados, las mismas que resuenan sin cesar en el infierno: “Separaos de mí, porque ya no seréis míos, ni yo seré ya vuestro. Vos non populus meus et ego non ero vester.  (Oseæe 1, 9) Esta pena que como dice S. Agustín solamente es temida de los santos en este mundo es la que espanta a los amadores de Dios más que todos los tormentos del infierno pero no amedrenta a los pecadores que quieren vivir sumergidos en las tinieblas del pecado. Mas después que hayan muerto comprenderán para su mayor castigo el gran bien que perdieron y de que se ven privados por su culpa.

5.- Conviene estar en la inteligencia de que el hombre fue criado por Dios y está naturalmente inclinado a amarle. Pero las tinieblas del pecado y los afectos terrenos que le dominan tienen adormecida, mientras vive en este mundo, esta tendencia e inclinación hacia Dios, su bien; y por esto le aflige poco la pena de verse separado de él. Mas cuando el alma abandona al cuerpo y se ve libre de los sentidos que la tienen obcecada conoce claramente que ha sido criada por Dios у que Dios es el único bien que puede contentarla, como dice S Antonino: Separata autem anima à corpore intelliget Deum summum bonum et ad illud esse creatam. Esta es la causa de que en viéndose suelta de la cárcel del cuerpo se lanza inmediatamente hacia el Señor para abrazarse con él. Pero si se halla en pecado, será repelida de Dios como enemiga suya. Bien es verdad que por repelida y desechada que se halle, el alma jamás pierde la grande inclinación que le arrastra hacía su Criador y su mayor tormento consistirá en verse hacia él y rechazada por él.

6.-¿Qué esfuerzos no hace un perro para romper la cadena que le sujeta y poder atrapar la presa inmediatamente que ve a la liebre? Pues lo mismo hace el alma cuando se separa del cuerpo. Por una parte le atrae Dios hacia sí; por otra, el pecado la separa de Dios y la conduce a los infiernos. Porque como dice el profeta: el pecado es semejante a un muro elevado puesto entre el alma y Dios. Iniquitates vestræ diviserunt inter vos et Deum vestrum.  (Isa 59, 2) Y así la desgraciada cuando se vea confiada en aquella cárcel de tormentos y lejos de Dios se quejará llorando de este modo: Con qué ya no seré vuestra, oh Dios mío, ni vos seréis mío jamás. Con qué ya no os amaré en adelante ni vos me amareis a mí. Esta separación de Dios amedrentaba a David cuando decía: Numquid in æternum projiciet Deus aut non apponet ut complacitior sit adhuc. Acaso me desechará Dios para siempre sin apiadarse nuevamente de mí. (Psal 76, 8) iQué dolor tan cruel seria el mío si Dios llegase a rechazarme y no se mitigase su cólera jamás. Pues este mismo dolor que espantaba a David es el que sufren y sufrirán eternamente los condenados en el infierno. Mientras David estaba en pecado conocía que su propia conciencia se lo echaba en cara continuamente con estas palabras: Ubi est Deus tuus. Dime David donde está ahora tu Dios que tanto te amaba antes. Ya le has perdido y ha dejado de ser tuyo. Y afligido David con este dolor dejó escrito que no cesaba de llorar de noche y de día: Fueruni mihi lacrymæ meæ panes die ac nocle dum dicitur mihi quotidie Ubi est Deus tuus (Psal 41, 4) También al condenado preguntarán los demonios de este modo: ¿Infeliz donde está ahora tu Dios que creías había de salvarte aun después que tú le habías abandonado? Ubi est Deus tuus. David, en pero aplacó al Señor con sus lágrimas y recobró su amistad, más el condenado derramará un mar de llanto y no le aplacará jamás ni volverá a su amistad.

7.-Dice S. Agustín que si viesen los condenados la hermosura de Dios no sentirían pena alguna y el mismo infierno se les convertiría en un paraíso. Nullam pænam sentirent et infernus ipse verteretur in paradisum. (Lib de Tripl. Hab.) Pero no sucederá así porque el condenado ya no puede ver a Dios. Cuando David condenó a su hijo Absalon a no ponerse jamás en su presencia, fue tal el dolor de Absalón que suplicó a Joab que dijese a su padre que deseaba antes morir que no que le prohibiese verle.  Obsecro ergo ut videam faciem regis quod si memor est iniquitatis meæ interficiat me. (2 Reg 14, 32) Felipe I,I rey de España, dijo con semblante severo a un grande de su reino que estaba en la iglesia con poca reverencia: No comparezcas más delante de mi presencia. Y fue tanta la pena que concibió que murió al llegar a su casa. ¿Qué será pues cuando Dios diga al réprobo al tiempo de morir: Abscondam faciem ab eo el invenient eum omnia mala, Vete de aquí que no quiero verte más ni que tú me veas? (Deut. 31, 17) Que compasión causa el sentimiento de un hijo que estaba unido con su padre y comían у dormían juntos, cuando muere el padre y el hijo le llora exclamando en medio de su dolor: Padre mío te he perdido, ya no te veré más. Si oyésemos ahora llorar amargamente a un condenado y le preguntásemos: ¿Por qué lloras tanto? Respondería el desgraciado: “Lloro porque he perdido a Dios y no le he de ver más.

8.- Aumentará esta pena el conocimiento que tendrá el réprobo de la gloria que gozan los bienaventurados en el cielo de la cual se ve y se verá él excluido para siempre.  ¿Que pena recibiría cualquiera si habiéndole convidado su rey a asistir a su teatro para ver y oír una bella ópera o un baile famoso se viese después excluido por cualquier descuido al oír desde afuera las voces y aplausos que se daban en el teatro? Ahora los pecadores desprecian el paraíso y le pierden por cosas bien frívolas, sin embargo de que Jesucristo derramó toda su sangre para allanarnos la entrada a él; pero cuando los infelices se vean condenados al infierno será para ellos la mayor pena de todas: el conocer los goces infinitos del paraíso. Dice S. Juan Crisóstomo que el verse excluidos los condenados de aquella mansión de delicias será para ellos un dolor diez mil veces mayor que las penas que padecen en el infierno. Decem mille quis ponat gehennas nihil tale dicet quale est à beata gloria excidere.  (S. Joan. Chrys. ap S. Thom. Suppl. Qu. 98. Art. 9)  Si tuviese yo al menos alguna esperanza, dirá el condenado, que después de mil o de un millón de siglos de tormentos había de poder recobrar la gracia divina y había de hacerme digno de gozar de la presencia de Dios, aun me consolaría. Pero al instante le responderá su conciencia: No hay esperanza para el hombre impío después de su muerte. Mortuo homine impio nulla erit ultra spes. (Prov. 11, 7) Mientras vivía podía salvarse pero desde que murió en pecado su condenación es irreparable. Y así el infeliz dirá llorando con la mayor desesperación: Ya no veré al Señor Dios en la patria celestial. Non videbo Dominum Deum in terra viventium.  (Isa. 38, 11)

9.- Aumentará la pena a los réprobos pensar que perdieron a Dios y el paraíso únicamente por su culpa. Todos aquellos infelices dirán: Yo podía haber pasado una vida feliz en el mundo si hubiese amado a Dios y al mismo tiempo hubiera alcanzado una eterna felicidad. Pero por haber amado mis vicios tendré que estar en este lugar de tormentos mientras Dios sea Dios. Entonces repetirá las palabras de Job: Quis mihi tribual ut sim juxta menses pristinos secundum dies quibus Deus custodiebat me. Quien me diese volver a mis antiguos días en los cuales me protegía el Señor.  (Job. 29, 2) No caería en este fuego eterno. No vivía yo entre los bárbaros, entre los Indios y Chinos de modo que estuviera privado de sacramentos, de sermones y de maestros espirituales que me instruyesen; sino que nací en el gremio de la verdadera Iglesia donde fui instruido y amonestado por los predicadores y confesores. No me arrastraron a esta cárcel los demonios, yo mismo he venido voluntariamente por mis mismos pasos. Yo mismo me he fabricado voluntariamente estas cadenas que me tienen atado y separado de Dios. ¡Cuántas veces el Señor me hizo sentir en el corazón estas palabras: Enmiéndate y torna a mí antes de que llegue el tiempo en que no te sea posible remediar tu ruina. Infeliz de mí. Ya llegó este tiempo y la sentencia está dada. Estoy condenado y mi condenación ni tiene ni tendrá remedio jamás. Ya que he perdido a Dios y no puedo verle, siquiera pudiese amarle. Pero no, porque la gracia me ha abandonado, y así me he hecho esclavo del pecado y me veo precisado a aborrecerle. Esta es la mayor desesperación del réprobo: verse obligado a aborrecer a Dios por haberle despreciado en vida. De él dice Job: Quare me posuisti contrarium tibi et factus sum mihi metipsi gravis. Porque me hiciste enemigo tuyo y no me puedo soportar yo mismo. (Job 7, 20) De aquí, resulta que viéndose el condenado contrario y enemigo de Dios, al mismo tiempo que conoce que Dios es digno de un amor infinito, no verá objeto de mayor horror ante sus ojos que su misma persona. Y esto será para él mayor castigo, porque por una parte verá que Dios es digno del mayor amor y por otra que él es digno del mayor horror y enemigo declarado de Dios. Statuam te contra faciem tuam.  (Psal 49, 24).

10.-  Aumentará también mucho la pena del condenado conocer cuánto hizo Dios para salvarle; porque esto mismo le llenará de desesperación. Peccator videbit et irascetur.  (Psal 111, 10). Conocerá todos los beneficios que el Señor le concedió,  todas las inspiraciones con que le llamó al buen camino y la paciencia que tuvo para sufrirle. Conocerá sobre todo cuanto le amó Jesucristo y cuanto sufrió por su amor y se verá no obstante por su culpa no amado sino aborrecido de Jesucristo. Por eso dice S. Juan Crisóstomo que si uno sufriese mil infiernos no se quejaría tanto como se queja el condenado por verse enemigo de Cristo. Si mille quis ponat gehennas nihil tale dicturus est quale est exosum esse Christo. (Chrys. Hom. 24 in Malth.) Dirá pues el condenado de este modo: Mi Redentor que movido de mi amor sudó sangre, sufrió agonías y quiso morir sin tener quien le consolara; ahora no tiene compasión de mí. Yo lloro y grito, pero él ya no me oye ya no me mira y se ha olvidado de mí. Me amaba un tiempo, más ahora me aborrece y me aborrece con razón porque yo ingrato no quise amarle. Dice David que los son arrojados al pozo de la muerte: Deduces eos in puteum interitus. (Psal. 54, 24) Y este pozo dice S. Agustín que será cerrado por arriba y abierto por abajo y se dilatará hasta el abismo y que serán olvidados de Dios los que no quisieron conocer a Dios. Puleus claudetur sursum aperietur deor sum dilatabitur in profundum et ultra nescientur á Deo qui Deum scire notuerunt. (Hom. 16 cap. 50)

11.- Vemos pues que el condenado conoce que Dios merece un amor infinito y que él no puede amarle. Lo cual confirma Sta. Catalina de Génova que molestada un día por el demonio y preguntándole la Santa quien era, le respondió lamentándose: Yo soy aquel malvado que no puede amar a Dios. El condenado no solo no puede amar Dios sino que se ve obligado a aborrecerle y este es su mayor infierno. Tener que aborrecer a su Dios, al mismo tiempo que conoce que es infinitamente amable. Como el Señor es un bien supremo, le arrastra hacia sí con vehemencia, pero le aborrece porque castigó sus pecados.  El amor natural le atrae sin cesar hacia Dios, pero el odio le rechaza con violencia y estas dos pasiones contrarias son como dos fieras que despedazan sin cesar el corazón del infeliz condenado; de suerte, que le hace y le harán vivir en una continua muerte por toda la eternidad. Así el réprobo odiará y maldecirá siempre a Dios y aborreciendo a Dios aborrecerá y maldecirá todos los beneficios que le hizo como la creación,  la redención y los sacramentos y entre estos, especialmente, el bautismo por el cual se hizo mas reo ante Dios con los pecados que cometió, y el sacramento de la penitencia por medio del cual podía salvarse tan fácilmente si hubiese querido y sobre lodo el santísimo Sacramento del altar en el cual Dios se le ha dado a sí mismo todo entero. Aborrecerá, por consiguiente, todos los demás medios que le sirvieran de ayuda para salvarse: es decir, a todos los ángeles y todos los santos pero especialmente maldecirá al Ángel custodio, a los santos, sus abogados, y sobre todo a la divina Virgen María. Pero principalmente a las tres divinas personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y con mayor especialidad al Verbo encarnado Jesucristo que sufrió y murió por él en la cruz.  Entonces pues maldecirá las llagas de Jesucristo, la sangre de Jesucristo y la muerte de Jesucristo. Ved oyentes míos a que fin tan desgraciado conduce el pecado a las almas redimidas por la sangre del Señor. ¿Queréis vosotros evitar tan triste fin? Detestad presto vuestros pecados, confesadlos inmediatamente y amad con todo vuestro corazón a este divino Señor crucificado, que dio toda la sangre de sus venas por redimirnos de la esclavitud del demonio y llevaros en su compañía a la gloria eterna.