viernes, 13 de mayo de 2016

EL PRINCIPIO DEL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES Reflexión diaria del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (n. 171-185)


EL PRINCIPIO DEL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
Reflexión diaria del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (n. 171-174)
Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. La persona no puede prescindir de los bienes materiales que responden a sus necesidades primarias y constituyen las condiciones básicas para su existencia; estos bienes le son absolutamente indispensables para alimentarse y crecer, para comunicarse, para asociarse y para poder conseguir las más altas finalidades a que está llamada.
Todo hombre debe tener la posibilidad de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo: el principio del uso común de los bienes, es el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social»  y «principio peculiar de la doctrina social cristiana». Esto es un derecho natural y es originario, es inherente a la persona concreta, a toda persona, y es prioritario respecto a cualquier intervención humana sobre los bienes, a cualquier ordenamiento jurídico de los mismos, a cualquier sistema y método socioeconómico.
La actuación concreta del principio del destino universal de los bienes, según los diferentes contextos culturales y sociales, implica una precisa definición de los modos, de los límites, de los objetos. Para un ejercicio justo y ordenado de los bienes, son necesarias intervenciones normativas, fruto de acuerdos nacionales e internacionales, y un ordenamiento jurídico que determine y especifique tal ejercicio.
La economía debe tener presente el origen y la finalidad de los bienes creados, para así realizar un mundo justo y solidario.
El destino universal de los bienes comporta un esfuerzo común para que todos puedan disfrutar de las condiciones para su desarrollo integral. Este principio corresponde al llamado que el Evangelio incesantemente dirige a las personas y a las sociedades de todo tiempo, siempre expuestas a las tentaciones del deseo de poseer, a las que el mismo Señor Jesús quiso someterse para enseñarnos el modo de superarlas con su gracia.