Cada vez que el calendario nos trae, inexorable, esta fecha del 31 de diciembre, no pueden menos que preocupar al hombre pensador, y más todavía al fiel cristiano, estos tres graves pensamientos: el tiempo pasa, la muerte se acerca, la eternidad nos espera. Efectivamente:
* a. El tiempo pasa. El presente año ha pasado como un soplo, y como él pasarán todos los que nos restan vivir, sean pocos, sean muchos; sean felices, sean desgraciados. ¿Qué se ha hecho de las penas y de los dolores? ¿qué de las alegrías locas y de los placeres de este año transcurridos? Ni las penas ni las alegrías pasadas pueden ya volver. De ellas sólo queda el mérito de haber sufrido o gozado con conciencia pura y con alteza de miras, o, al revés, la responsabilidad de haberlo perdido todo por falta de espíritu cristiano. El tiempo pasa para todos, este año ha pasado para todos, nadie ha podido detener el reloj. ¡Cómo hubiese deseado el gozador de la vida, el pecador disoluto, que no hubiesen pasado sus horas de placer, sus días y sus noches de miel! Sin embargo pasaron para no volver. Ha pasado este año corriendo, volando; pero no ha pasado en vano. Muchos desearían que hubiese pasado sin dejar huella, como el vuelo del pájaro; que lo pasado, como dicen, quedará pisado, mas no es así. Todo el pasado queda sujeto al juicio de Dios.
* b. La muerte se acerca. La muerte galopa y se acerca de día en día para cada uno. A muchos, a innumerables, los ha alcanzado en este último año, y los ha alcanzado sorpresivamente. A muchos que hemos conocido sanos y alegres, en pocos minutos, o en pocas horas o en breves días, los hemos visto desaparecer. Ni la edad, ni el bienestar, ni la dignidad, ni la ciencia, ni el vicio, ni la virtud respeta la muerte inexorable. Todos tenemos nuestro día señalado, como lo tuvieron los que nos han precedido este mismo año y los años anteriores. Desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, y de muchos de ellos no queda ni el recuerdo. ¡Tanto afán por vivir, para vivir tan poco y tan tristemente! ¡Tanto cuidarse del cuerpo y del vestido y del negocio y de la honra, para perderlo todo tan presto y tan sin remedio! ¡Tanto alardear de las riquezas, de la hermosura, de las simpatías, de la influencia, para quedar de súbito reducido a un cajón de podredumbre!
* c. La eternidad nos espera. Nada sería que el tiempo pasase y que la muerte se acercara, si con ello todo se acabara. Mas no es así. Al morir, el hombre no muere del todo: perece la materia, pero el espíritu perdura. El cuerpo vuelve al polvo del sepulcro, de donde brotó; pero el alma retorna a Dios, que la creó. Todo lo que aquí es pasajero, todo fenece; sólo el alma sobrevive en este general cataclismo. Por eso el hombre, aunque muere, no muere para siempre, sólo cambia de vida: de la vida temporal pasa a la eterna, del tiempo a la eternidad. ¡La eternidad! ¡Qué realidad terrible! Muchos la niegan porque les convendría que no existiese; así sus vicios no tendrían ninguna sanción ultraterrena. Otros muchos, los más, no piensan en ella, porque no la comprenden. Mas ni por negarla ni por desconocerla, la eternidad deja de existir y de esperarnos. Nada fuera que la eternidad existiese, si esta fuese para todos bienaventurada y feliz. Pero no es así. Hay dos eternidades: la eternidad del cielo, para premio, y la eternidad del infierno, para castigo. Hay, pues, un premio eterno y un castigo eterno. Así lo ha dispuesto Dios, y nada ni nadie podrán hacer que no sea así. Si, pues, te espera una eternidad feliz ¡oh cristiano!, después de los sufrimientos de esta breve vida, ¿Por qué no la soportas con resignación y con una santa esperanza? Y si a ti también te espera la eternidad, pero una eternidad desgraciada, ¡oh pecador y gozador de la vida!, ¿por qué prefieres un placer sucio y fugaz a una eterna dicha?"