MATER VERBI ET MATER
LAETITIAE
La Palabra de Dios y la alegría se manifiesta
claramente en la Madre de Dios. Recordemos las palabras de santa Isabel:
«Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc
1,45). María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y en esta fe ha
acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo. La alegría
que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos los que, en la fe, se
dejan transformar por la Palabra de Dios.
El Evangelio
de Lucas nos presenta en dos textos este misterio de escucha y de gozo.
Jesús dice: Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios
y la ponen por obra. Y, ante la exclamación de una mujer que entre la
muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han
criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que
escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (11,28). Jesús muestra la verdadera
grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de
esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica.
Nuestra relación personal y comunitaria con Dios
depende del aumento de nuestra familiaridad con la Palabra divina.
A todos los hombres, también a los que se han alejado
de la Iglesia, que han abandonado la fe o que nunca han escuchado el anuncio de
salvación: A cada uno de ellos, el Señor les dice: «Estoy a la puerta llamando:
si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3,20).
Así pues, que cada jornada nuestra esté marcada por el
encuentro renovado con Cristo, Verbo del Padre hecho carne. Él está en el
principio y en el fin, y «todo se mantiene en él» (Col 1,17). Hagamos
silencio para escuchar la Palabra de Dios y meditarla, para que ella, por la
acción eficaz del Espíritu Santo, siga morando, viviendo y hablándonos a lo
largo de todos los días de nuestra vida. De este modo, la Iglesia se renueva y
rejuvenece siempre gracias a la Palabra del Señor que permanece eternamente
(cf. 1 P 1,25; Is 40,8). Y también nosotros podemos entrar así en
el gran diálogo nupcial con que se cierra la Sagrada Escritura: «El Espíritu y
la Esposa dicen: “¡Ven!”. Y el que oiga, diga: “¡Ven!”... Dice el que da
testimonio de todo esto: “Sí, vengo pronto”. ¡Amen! “Ven, Señor Jesús”» (Ap
22,17.20).
Cfr.
Verbum Domini, 124