Jueves de Pascua.
Homilía del Primer día del Triduo de la Divina Misericordia 2017
HAEC DIES, quam fecit
Dóminus: exsultémus et laetémur in ea!
Este es el día en que actúo el Señor, exultemos y alegrémonos!
Son las palabras que la Iglesia no se cansa de
repetir en esta octava de Pascua gozosa por la Resurrección de su Señor:
Jesucristo, el Hijo de Dios que se hizo hombre por nosotros y nuestra salvación
y sufrió la pasión y aceptó la muerte para redimirnos del pecado y mostrarnos
su amor.
Dios podía habernos salvados de muchas maneras,
incluso solamente con el decreto de su santísima voluntad. Pero para mostrarnos
su amor, lo que realmente nos ama y lo importantes que somos cada uno de
nosotros para él, nos dio a su Hijo y lo entregó a la muerte.
El etíope de la Epístola, ministro de la reina al
que es enviado el diácono Felipe sin ser judío admiraba la fe en el Dios único
y había subido a Jerusalén a adorar a Dios. Este etíope es imagen de todo
hombre recto que busca sinceramente a Dios y la verdad, y aun en su
desconocimiento busca en su vida y sus acciones agradarle y prestarle
adoración: el reconocimiento que Dios es nuestro Señor a quien pertenecemos y a
quien hemos de adorar, amar y servir. Este hombre tenía sed de Dios, del Dios
vivo… Podemos pensar que su puesto en la corte le daba una tranquilidad enorme
y comodidad grande. ¿Qué necesidad tenía de Dios? En definitiva, tenía todos
sus problemas resueltos… Y en cambio, el mismo hecho de subir a Jerusalén a
adorar al Dios de los judíos indica que ni los bienes ni la posición social, ni
las comodidades, acaban de satisfacer el corazón del hombre hambriento y sediento
de Dios. Solo Dios que creó nuestro corazón puede llenarlo plenamente.
Hay muchas formas de vivir la vida y de pasar por
este mundo. Nuestro mundo actual con su ritmo frenético e hiperactivo no deja
tiempo a la reflexión y a la interiorización… de un momento para otro cambiamos
de actividad, cambiamos de estado de ánimo, cambiamos de pensamientos y
sentimientos… parece que todo ha perdido su estabilidad y todo está sujeto a un
continuo cambio… Es más, esto –en todos los aspectos de la vida- se ve como
progreso y como algo positivo, signo de modernidad… y en cambio lo único que
provoca es la frivolidad y la superficialidad en la vida, existencias
hinchables, y muchas taras interiores y psicológicas.
Este etíope,
imagen de hombre recto y sincero, es antídoto ante este tipo de hombre que
quieren que seamos en la actualidad… De regreso a su casa, va interiorizando y
reflexionando en su experiencia, en lo que había realizado en la ciudad santa
de Jerusalén. Nos dice el texto que iba leyendo la escritura, el pasaje de
Isaías del cántico del siervo: “Como
oveja fue conducido al matadero: y como cordero que está sin balar en manos del
que le trasquila, así él no abrió su boca.
Después de sus humillaciones ha sido libertado del poder de la muerte a
la cual fue condenado. Su generación, ¿quién podrá declararla?, puesto que su
vida será cortada de la tierra.”
La epístola de hoy nos invita a una verdadera
búsqueda de Dios, que nazca de una recto deseo de conocerle, de que él se
alguien –no algo- en nuestra vida.
Un conocimiento que pasa por la lectura de la
Palabra de Dios. El Sr. Arzobispo nos invitaba este año a redescubrir la
importancia de la Palabra de Dios en la vida cristiana como verdadero alimento
y verdadera bebida de nuestras almas.
Una lectura que ha de ser siempre mediada por la
enseñanza de la Iglesia, a la quien Dios le ha confiado su Palabra. Es el
diácono Felipe quien le da a conocer el sentido de esas palabras al etíope que leía
pero no comprendía. Solamente en la fe de la Iglesia se puede leer y entender
con provecho la Sagrada Escritura, porque es en la Iglesia donde el Espíritu
Santo que inspiró a los autores sagrados quien ahora nos ilumina y nos guía
hacia la verdad plena.
Y leyendo la Sagrada Escritura, meditándola, orando
con ella, vamos a llegar a conocer al Dios verdadero, ese Dios que quiere
mostrarnos su rostro, hacerse cercano a nosotros, caminar a nuestro lado, vivir
en nosotros… En la lectura de la Sagrada Escritura descubrimos a Dios y un Dios
que se muestra para con nosotros misericordioso y lleno de compasión. Este es
el rostro del Dios cristiano, manifestado plenamente en Jesucristo, Palabra del
Padre y -como recordaba el Papa Francisco en el Año Jubilar vivido-, Rostro de
la misericordia del Padre.
Dios podía habernos salvados con solo quererlo en
su voluntad, y en cambió entregó a su Hijo. “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo
único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado!”
La entrega del Hijo, la pasión y
la muerte de Jesús, son la muestra mayor del amor de Dios por cada uno de
nosotros. Desde un punto de vista humano
podemos pensar que la entrega del Hijo por parte del Padre es un acto de
tiranía y crueldad, que el deseo de Cristo de sufrir y entregarse por nosotros
fuese fruto de un deseo enfermizo por el dolor… y en cambio, todo lo contrario,
son muestras de amor, muestras de amor hasta el extremo, hasta lo último… No
hay mayor amor, que dar la vida por los amigos. A vosotros os llamo amigos.
En estos días en que nos
preparamos para la fiesta de la Divina Misericordia creo que hemos de renovar
nuestra fe en este amor de Dios, en su misericordia para con nosotros. No una
fe vaga en un amor de Dios difuso, sino una fe viva en un amor de Dios concreto
y personal a cada uno de nosotros. Un
Dios que ha muerto por mí, para mostrarme su amor.
Avivar nuestra fe, porque muchas veces
es flaca, débil, inconstante… porque muchas veces se queda simplemente en lo
superficial, en lo externo de la fe… Avivar nuestra fe en ese Dios que me ama y
me amará siempre, porque su misericordia es eterna.
Y ese avivar nuestra fe nos llevará a crecer en
nuestro amor. El ejemplo lo tenemos en el evangelio de hoy con la aparición del
resucitado a María Magdalena.
Sorprendida en adulterio, iba a ser apedreada según
manda la ley de Moisés para este tipo de pecado. Los enemigos de Jesús
aprovechan la ocasión y se sirven de esta mujer para poner a prueba a Jesús y a
ver como resuelve el caso. Jesús, novedosamente los acusa a ellos: “el que esté
sin pecado, que tire la primera piedra”, y absuelve a la pecadora
manifestándole su amor que la lleva a la conversión: “Tampoco yo te condeno,
vete y no peques más.”
María Magdalena experimentó el amor y la
misericordia de Jesús y supo responder en la medida de su amor humano, se hizo
su discípula. Un amor el de Magdalena que no fue pequeño, sino audaz, valiente
y atrevido.
Recordémosla en la unción en Betania en casa de
Simón el fariseo donde supera todo respeto humano. Veámosla al pie de la cruz y
yendo la primera al sepulcro sin tener miedo alguno a los autoridades y a los
guardias que custodiaban la sepultura.
Pero la fe y el amor de María necesitaban ser
purificados y perfeccionados. Ella va al sepulcro a buscar a su Señor, pero un
señor muerto, cadáver… En el encuentro con Jesús resucitado que la llama por su
nombre, en ese breve encuentro pero del todo real, María crece en su fe y en su
amor reconociendo a Jesús como Maestro. Su fe y su amor saben ahora traspasar
el límite de lo material y –aun en la ausencia de Jesús, de poder “tocarlo”- María
se ha encontrado con su Amor, pero Amor vivo, Resucitado; y llena de él va a
anunciarlo a los discípulos.
Queridos hermanos:
Hemos de recordar una vez más, que la fe –más que
cuestiones de prácticas, más que conceptos o ideas- es cuestión de amor, amor
por Jesús vivo y resucitado que nos llama por nuestro nombre y que quiere ser
el único amor de nuestra vida.