SEGUNDO DÍA DEL TRIDUO
EL PODER DE DIOS ES SU MISERICORDIA – Viernes de
Pascua
Acabamos de escuchar la conclusión del Evangelio de
San Mateo. Jesús se aparece resucitado a los discípulos que había vuelto al
lugar donde había comenzado todo cuando Jesús pasando por la orilla de lago
llamó a los primeros. Ahora tras su resurrección, los discípulos han recibido
la luz necesaria para comprender la vida del Maestro, sus palabras, sus
acciones. Todo lo que presenciaron mientras estuvieron con él adquiere una luz
nueva y definitiva: Jesús no es simplemente un hombre carismático, ni un maestro
especial, ni tan siquiera un profeta. Su resurrección confirma que Jesús es
verdaderamente el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos. Y esta es la confesión de fe que la Iglesia ha
profesado siempre; y que también nosotros estamos llamados a profesar:
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
El evangelista anota que algunos de los discípulos
dudaban todavía: no podían creer que verdaderamente aquel que había sido
crucificado y sepultado ahora estuviese vivo, resucitado. Quizás su duda era
todavía más profunda: aceptar a Jesús resucitado implica aceptar aquello que la
Iglesia compendió más tarde en el Credo que recitamos:
Jesucristo Hijo único
de Dios,
nacido del Padre antes
de todos los siglos:
Dios de Dios,
Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios
verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza
del Padre,
por quien todo fue
hecho;
que por nosotros lo
hombres,
y por nuestra salvación
bajó del cielo,
y por obra del Espíritu
Santo
se encarnó de María, la
Virgen,
y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue
crucificado
en tiempos de Poncio
Pilato;
padeció y fue
sepultado,
y resucitó al tercer
día, según las Escrituras,
y subió al cielo,
y está sentado a la
derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con
gloria
para juzgar a vivos y
muertos,
y su reino no tendrá
fin.
Y aceptar que Jesús Resucitado es Dios y Señor no
sitúa ante una decisión determinante en nuestras vidas: aceptar o rechazarle,
con todas las implicaciones que tiene de obediencia a sus palabras o de rechazo.
Por ello, a lo largo de los veinte siglos que nos
separan de Jesús y en nuestros días, muchos que no están dispuestos a acogerlo
porque tienen miedo a que Jesús pueda robarles algo de su libertad o que su
seguimiento les exija demasiado, niegan incluso que Jesús haya existido
realmente. Dicen que es un invento, un mito, que no hay testimonios históricos
de su existencia. Otros sin negar su existencia histórica, elogiando su vida,
niegan su resurrección, buscan todavía su cuerpo y su sepultura… pero no
quieren confesar que Cristo es el Hijo de Dios.
Es más, también nosotros podemos sufrir la tentación o
puede pasarnos por la cabeza, sobre todo en momentos de prueba y dificultad -si
esto de Jesús y de la fe, la religión y la Iglesia no será todo un invento…
Quizás hayamos tenido estas dudas o nos
haya pasado por la cabeza estas preguntas.
¿Qué les dice Jesús a estos que dudan? ¿Qué es lo que
Jesús nos dice?
1.- A mí se me ha dado toda
potestad en el cielo y en la tierra. Por su resurrección, Jesucristo ha sido
constituido Señor y dueño de todo. A Él, uno con el Padre y el Espíritu Santo,
le pertenecían ya todas las cosas por haberlas creado. Pero ahora, tras su
muerte y resurrección, Jesús ha recuperado del poder del Maligno todo lo que ya
era suyo y le pertenecía. Lo ha hecho a precio de su sangre, de entregar su
vida. Este ha sido el precio por nuestro pecado, este ha sido el precio de
nuestra libertad.
Y veamos en ello un reclamo de amor: si por la
creación, ya el hombre estaba obligado a amar, obedecer y servir a Dios que lo
hizo a su imagen y semejanza y quería compartir con él su misma vida divina;
ahora por la redención obrada en la cruz, nuevamente nos llama a que le amemos
y no tengamos miedo de entregar nuestra libertad a aquel que quiso morir por
nosotros.
¿Por qué temer a un Dios que se nos ha mostrado
así? ¿Por qué dudar de un Dios que ha querido morir por nosotros? ¿Por qué no
creer con confianza en aquel que nos ha amado hasta el extremo?
Cristo por su resurrección ha sido constituido
Señor y dueño de todo. Su poder alcanza el cielo y la tierra, el mundo natural
y sobrenatural. A él le pertenece todo cuanto existe en el cielo y en la
tierra. Pero el poder de Dios se ha revelado a lo largo de la historia de la
salvación y se realiza en Jesús en un ejercicio de misericordia. No es Dios un
poderoso al estilo mundano, sino que el obra siempre movido por sus entrañas de
misericordia; es perdonando como Dios se manifiesta omnipotente. ¿Quién es
este, que hasta perdona los pecados? –se preguntaban algunos cuando Cristo le
dijo al paralítico que sus pecados quedaban perdonados.
Cada vez que en el sacramento de la penitencia
confesamos nuestro pecado con humildad y sinceridad, al recibir la absolución
por parte del sacerdote, nuevamente Cristo ejerce su poder sobre nosotros, su
poder que es misericordia, su poder que nos perdona los pecados. Solo el que es
ofendido, puede perdonar; por eso, solo Dios puede perdonarnos. Y cuando aquel
que es ofendido perdona, se eleva sobre la misma ofensa y su injusticia, y se
hace todavía más grande y magnánimo a los ojos del pecador.
Hoy, demos gracias al Señor porque nos perdona, una
y mil veces, y cada vez que nos perdona aparece ante nosotros más omnipotente,
más grande, más misericordioso…
¿Qué les dice Jesús a los que dudan que sea verdadero
Dios y verdadero hombre? ¿Qué es lo que Jesús nos dice?
2.- Id, pues, e instruid a todas las naciones,
bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado.
Porque tiene el poder, porque quiere ejercerlo,
Cristo manda a sus discípulos a administrar el bautismo. Bautismo que nos borra
el pecado original, bautismo que nos hace hijos de Dios, bautismo que nos hace
herederos del cielo. Por el pecado, ya no teníamos derecho a ello; por su poder
–por su omnipotencia- Cristo ha querido devolvérnoslo.
Nosotros, bautizados, somos el eco hoy de ese
mandato de Cristo resucitado a sus discípulos. Gracias a su obediencia,
nosotros recibimos un día el bautismo. Como
ellos, también nosotros estamos llamados a observar todo aquello que Jesús nos
ha mandado. Y en esta obediencia es donde está garantizada nuestra libertad:
libertad sobre nosotros mismos, libertad sobre el pecado y el error, libertad
sobre nuestros miedos y nuestras dudas… porque ya no soy el que vive en mí,
sino Cristo. Ya nos soy “yo” –mi hombre viejo- el que decide lo que tengo que
hacer, sino Cristo que vive en mí.
Y finalmente, ¿Qué más nos dice Jesús a aquellos
que dudamos?
3.- Estad
ciertos que yo mismo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación de los
siglos. Jesús nos garantiza el estar a nuestro lado. Sí, es cierto, no ya con
su presencia física como pudieron gozarla la Virgen, San José y los apóstoles…
pero con su otro modo de estar presente en medio de nosotros por medio de la
acción del Espíritu Santo:
Sacramentalmente bajo las apariencias de Pan y
vino: en la Eucaristía, pero presencia real, verdadera, sustancial.
En su Iglesia, en su Palabra, en sus sacerdotes, en
los hermanos, dentro de cada uno de nosotros: Si alguno me ama, guardará mi
palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos con él morada.
Que nuestra oración de hoy sea una confesión de fe
en el poder omnipotente de Jesús que hemos experimentado tantas veces al
recibir el sacramento de la penitencia -desechando cualquier duda y resistencia
a su amor- y si éstas nos acechan digamos convencidos: “me amó y se entregó a
sí mismo por mí.”