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miércoles, 12 de abril de 2017
LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO EN SU PASIÓN (3). AMOR A SU IGLESIA. San Aberto Hurtado
El amor a su Iglesia: la permanencia de Jesús en sus discípulos.
Se va, Jesús. Sabe que va a la muerte: la acepta. Ve dispersarse a los suyos, pero sabe que los que son suyos volverán, y que Él estará unido a ellos y ellos estarán en Él. Y esta idea preside toda la Pasión. El misterio de su Cuerpo místico se le había revelado ya mucho antes: esta doctrina está entera en la descripción del juicio final: lo que hiciereis al menor de los pequeñuelos a Mí lo habéis hecho, pero en la noche de la Pasión esta doctrina toma contornos muy claros y definidos. La doctrina de la vid y de los sarmientos, fue entonces cuando la expuso: Permaneced en Mí, que yo permaneceré en vosotros. Quien está unido conmigo y yo con él ése da mucho fruto, porque sin Mí nada podéis hacer (Doctrina de la vid: 15, 2-8).
Los hombres, a pesar de su pequeñez y de su desvío, van desde ahora a participar de la vida divina: van a ser uno con Él. Muere Jesús, pero con su muerte nace un nuevo Jesús, grande del que van a formar parte todos los que creyeren y fueren bautizados.
La unión que va a existir entre ellos es la más íntima y estrecha, la que existe entre los distintos miembros de un mismo cuerpo: por algo la Iglesia será llamada su Cuerpo místico, misterioso Cuerpo con la misma unidad que tiene el cuerpo humano, donde la pluralidad de miembros no obsta a la unión del Organismo. Viña mística podemos llamar también a este Cuerpo, ya que Él es la verdadera vid y nosotros los sarmientos. Él en nosotros y nosotros en Él.
El Padre y Él se aman en el Espíritu Santo. Como sus discípulos en adelante van a ser uno con Él, también sus discípulos recibirán con su sacrificio su mismo Espíritu de verdad: (14, 16) "Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente, a saber: el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir porque ni le ve, ni le conoce; pero vosotros le conoceréis porque morará en vosotros. No os dejaré huérfanos. Yo volveré a vosotros. Aún resta un poco de tiempo, después del cual el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis. Entonces conoceréis vosotros que yo estoy en mi Padre y que vosotros estáis en Mí y yo en vosotros..."
Estas cosas os he dicho, conversando con vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará cuantas cosas os tengo dichas.
No quiere ocultarles a sus Apóstoles cuál será su suerte: (16, 2)
Os echarán de las sinagogas y aún viene la hora en que quien os matare creerá hacer un obsequio a Dios. Os tratarán de esta suerte porque no conocen al Padre, ni a Mí. Pero yo os he advertido estas cosas con el fin de que cuando llegue la hora os acordéis que ya os las había anunciado. No os las dije al principio porque yo estaba con vosotros. Más ahora me voy a Aquél que me envió; y ninguno de vosotros me pregunta: ¿adónde vas? Porque os he dicho estas cosas vuestro corazón se ha llenado de tristeza. Más yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy os lo enviaré... Aún tengo muchas cosas que deciros; mas por ahora no podéis comprenderlas. Cuando empero venga el Espíritu de la verdad, Él os enseñará todas las verdades, pues no hablará de sí mismo, sino que dirá todas las cosas que habrá oído, y os pronunciará las venideras.
¿Cabe aún mayor unión? ¿Un Cuerpo, acompañados, animados por su mismo Espíritu, el Espíritu de verdad? Sí. Aún había algo que deseaba darnos para consumar su unión. Su mismo cuerpo físico: no sólo quería que estuviese unido a mí, que fuese yo uno con Él, sino aun que lo recibiera en mí como un alimento para consumar esa unión en la forma más íntima que puede ser concebida. No es ya solamente una sociedad de los bautizados, unidos en la Viña mística o Cuerpo místico, hay más todavía: Él en mí en tal forma que su Cuerpo y su Sangre animan y fortalecen mi vida.
Lo único que parece que podría aún darnos, nos lo dio para hacer comunes nuestras vidas: su Madre santísima. Ya era María, Madre nuestra por el hecho de la Encarnación, pero en el postrer momento de su vida nos la entrega solemnemente por Madre nuestra, refugio de pecadores, consuelo de los afligidos, auxilio de sus hijos.
El espíritu de la pasión es sellar la unión al maximum. Él y el Padre son uno, y quieren que nosotros seamos uno con Él, para que seamos también uno con el Padre: un mismo Cuerpo, un mismo Espíritu de verdad, el Espíritu Santo que se nos da desde que nos incorporamos a Él, un mismo alimento que fortalece esa unión: su propio.
Su Cuerpo y su propia Sangre, una misma Madre, la de Jesús, Madre nuestra; un mismo mandamiento supremo que nos encarece al maximum: la caridad; un distintivo para el mundo, por el que nos conocerá como sus discípulos: el amor mutuo. Y como argamasa de este edificio, su Sangre derramada en la Cruz en medio de los mayores dolores, para demostrar que nos amaba en verdad y nos amaba hasta el fin de su vida y hasta el fin de las demostraciones de amor.
Éste es el espíritu de la Pasión: amor, amor desbordante al Padre, amor a nosotros y deseo ardiente de que seamos uno en Él.
Al recordar la Pasión del Señor animémonos a sufrir con el espíritu de Cristo. No es tanto cuestión de salir a buscar los dolores. Vendrán a nosotros, aunque no hagamos nada por atraerlos, pero cuando vengan no nos quejemos, no perdamos el tesoro de bien que podemos merecer con críticas, quejas, lamentos, cara de víctimas, contando a los demás nuestra tragedia, la incomprensión e injusticia de que somos víctimas... No hagamos esfuerzos por bajarnos de la Cruz.
Acordémonos que desde el Viernes Santo formamos uno en Cristo, que somos Cristo y aceptemos nuestra vida, nuestro destino -como dicen algunos- mejor diríamos -los dones de la Providencia- para la edificación del Cuerpo de Cristo, que debe ir creciendo hasta la plenitud de los tiempos. Nuestro apostolado, esto es, no tanto el mío individual, sino el de la Iglesia Cuerpo Místico de Cristo, del que formamos parte, necesita mis dolores soportados con el espíritu de Jesús para crecer; necesita la sangre de los mártires en unión con la de Jesús; la caridad de los confesores en unión del amor de Jesús; la paciencia de los enfermos en unión del gran doliente Jesús; la confusión de los humillados en unión de las grandes humillaciones que nos redimieron, y todo esto en espíritu de amor al Padre, amor a nuestros prójimos, en el Espíritu de verdad que nos asiste por los méritos de la Pasión y muerte de Jesús.
"El ser esencial de la obra de Cristo, la Iglesia, debe expresarse por los fieles. En sus miembros y por ellos debe afirmarse y perfeccionarse el Cuerpo de Cristo. Para los fieles la Iglesia no es únicamente un don, es también un deber. Tienen ellos que preparar y cultivar la tierra buena en la que la semilla buena del Reino de Dios pueda germinar y prosperar. Por la elevación y el abatimiento de su Iglesia en la tierra, Dios recompensa el mérito o castiga el demérito de los fieles. Puede decirse con San Pablo que la Iglesia fundada por Cristo, es edificada también por obra común de los fieles. Trabajamos siempre en edificar el Templo de Dios; y precisamente aquí abajo, trabajamos en su casa, es decir, en la Iglesia... Dios ha querido una Iglesia cuyo pleno desenvolvimiento y perfección fuesen fruto de la vida sobrenatural, personal de los fieles, de su oración, de su caridad, de su fidelidad, de su penitencia, de su abnegación" (La esencia del cat. 321).