12 de julio. San Juan Gualberto, confesor
Juan Gualberto nació en Florencia, de padres nobles. Seguía, por obediencia a su padre, la carrera militar, cuando Hugo, su único hermano, fue muerto por uno de sus parientes. El día de Viernes Santo, Juan, completamente armado y rodeado de soldados, encontró al agresor, solo y sin armas, en un lugar donde no podían evitar el encuentro; y le perdonó la vida por respeto a la santa cruz que el homicida le mostró al extender los brazos en el momento en que iba a recibir la muerte. Tras tratar a su enemigo como hermano, entró Juan a orar en la iglesia de San Miniato, y mientras adoraba la imagen de Cristo crucificado, la vio inclinar la cabeza hacia él. Impresionado por este hecho sobrenatural, abandonó, contra los deseos de su padre, la carrera militar, se cortó la cabellera con sus propias manos, y tomó el hábito monacal. No tardó en distinguirse por su piedad y sus virtudes, siendo para muchos el modelo y la regla de perfección; al morir el abad del Monasterio, fue elegido superior. Deseoso de obedecer, más que de mandar, y destinado por Dios a cosas mayores, fue donde Romualdo, que vivía en el desierto de la Camáldula, quien le dio una predicción venida del cielo sobre su instituto; y entonces fundó una orden bajo la regla de S. Benito, en Valleumbrosa.
Su santidad atrajo a él multitud de discípulos. Con ellos, trabajó en extirpar los falsos principios de la herejía y la simonía, y en la propagación de la fe apostólica; por esta causa tuvieron que luchar con muchas dificultades. Para perderlos, sus adversarios invadieron durante una noche el monasterio de San Salvio, incendiaron el templo, derribaron los edificios e hirieron mortalmente a todos los monjes; mas el varón de Dios les devolvió al momento la salud con la sola señal de la cruz. Aconteció que uno de sus religiosos llamado Pedro, atravesó sin experimentar el menor daño un gran fuego. De esta manera obtuvo Juan, para sí y para los suyos, la tranquilidad apetecida. Consiguió entonces desterrar de Etruria la plaga de la simonía y restablecer en su integridad la primitiva fe en toda Italia.
Puso los fundamentos de muchos monasterios, y consolidó con santas leyes aquellas fundaciones y otras muchas cuyos edificios había restaurado y en las que restableció la observancia de la regla. Para alimentar a los pobres vendió el mobiliario sagrado; para castigar a los malvados, se valió de los elementos, que le obedecían; para reprimir a los demonios, esgrimió como una espada la santa Cruz. Agobiado por abstinencias, vigilias, ayunos, oraciones, mortificaciones y el peso de los años, Juan repetía durante su enfermedad estas palabras de David: “Mi alma tiene sed del Dios fuerte y vivo; ¿cuándo iré a presentarme ante la presencia de Dios?”. Algo antes de morir, llamó a sus discípulos, les exhortó a la unión fraterna, y mandó escribir en un billete, que llevó a la sepultura, las palabras: “Yo, Juan, creo y profeso la fe que los santos Apóstoles predicaron y que los santos Padres han confirmado en cuatro concilios”. Por último, tras haber honrado durante tres días la presencia de los ángeles, voló hacia el Señor, a los 78 años de edad, en el año de gracia 1073, el día cuarto de los idus de julio. Su muerte ocurrió en Pasignano, donde se le tributa una gran veneración. Ante la fama de sus muchos milagros, Celestino III le inscribió entre los Santos.
Oremos.
Te rogamos, Señor, que interceda ante ti la oración de tu Santo abad Juan; para que consigamos los bienes que nuestros méritos no alcanzan. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.