domingo, 3 de septiembre de 2023

EL BUEN USO DE LAS RIQUEZAS.- Dom Gueranger


 

EL BUEN USO DE LAS RIQUEZAS

Dom Gueranger

 

XIV domingo después de Pentecostés

 

EL BUEN USO DE LAS RIQUEZAS. — "Nadie, dice el Hombre-Dios, puede servir a dos señores"; y estos dos señores de quien habla son Dios y Mammón, o sea, la riqueza. Y no es que la riqueza sea mala en sí misma. Adquirida legítimamente y empleada según la voluntad del supremo Señor, sirve para ganar los verdaderos bienes, y amontonar por adelantado en la patria eterna los tesoros que no temen a los ladrones ni a la polilla Aunque la pobreza sea la hidalguía de los cielos desde que el Verbo divino se desposó con ella, incumbe una gran función al rico, puesto en nombre del Altísimo para hacer útiles las diversas porciones de la creación material. Dios tiene a bien encomendar a sus cuidados el alimento y vestido de sus más amados hijos, de los miembros pobres y pacientes de su Ungido; le llama a ser apoyo de los intereses de su Iglesia y promotor de obras que le merezcan la salvación; le confía el esplendor de sus templos. ¡Dichoso y digno de toda alabanza es el que de ese modo ordena directamente a la gloria del Creador los frutos de la tierra y los metales que encierra en su seno! No tema: no se habrán pronunciado para él los anatemas que con tanta frecuencia salieron de la boca del Hombre-Dios contra los ricos y afortunados del mundo. No tiene más que un amo: el Padre Celestial, de quien se confiesa humilde mayordomo. Mammón no le domina; antes tiene él a Mammón por esclavo y sujeto al servicio de su celo. El cuidado que pone en administrar sus bienes según la justicia y caridad no lo condena el Evangelio, ya que aun entonces obedece a la palabra de Jesucristo de buscar primero el reino de Dios. Por sus manos pasan las riquezas en obras buenas sin distraer sus pensamientos del cielo, donde está su tesoro y su corazón.

EL MAL USO DE LAS RIQUEZAS. — Ocurre todo lo contrarío cuando a las riquezas no se las considera ya como un simple medio sino como fin de la existencia, hasta el punto de descuidar y a veces olvidar por ellas nuestro último fln. Los caminos del avaro roban su alma, dice el Espíritu Santo. Y es que, en efecto, como explica el Apóstol a su discípulo Timoteo, el amor al dinero precipita al hombre en la tentación y en los lazos del diablo por el tumulto de deseos perniciosos y vanos que engendra; le hunde cada vez más en el abismo, hasta hacerle vender su fe si es necesario. Y, con todo eso, el avaro, cuanto más amontona, menos gasta. Guardar su tesoro celosamente, contemplarle4, pensar sólo en él cuando le es preciso ausentarse, en eso tiene puesta toda su vida; su pasión se convierte en idolatría. Y Mammón, en efecto, ya no es sólo para él un señor; es un Dios ante, quien el avaro, inclinado día y noche, sacrifica amigos, parientes, patria y a sí mismo, consagrando su alma a su ídolo y arrojándole aún en vida, dice el Eclesiástico, sus propias entrañas 1. No nos admiremos de que el Evangelio represente a Dios y a Mammón como a rivales irreconciliables; ¿quién sino Mammón ha visto a Dios en persona sacrificado por treinta monedas de plata sobre su altar? ¿Hay acaso algún ángel caído cuya gloria espantosa brille con más siniestro fulgor debajo de las bóvedas infernales, que el demonio del interés, autor de la venta que entregó al Verbo eterno a los verdugos? El deicidio está a cuenta de los avaros; su miserable pasión, que califica el Apóstol de raíz de todos los males2, reclama para sí legítimamente el crimen más grande que el mundo ha cometido.

LECCIÓN DE CONFIANZA. — Pero, sin llegar a los excesos que hicieron decir a los autores inspirados de los libros de la antigua alianza: "No hay nada más criminal que el avaro, nada más malvado que amar el dinero", es fácil dejarse arrastrar, respecto a los bienes de este mundo, por un celo exagerado que sobrepase al que la prudencia permite. El Creador, que cuida de los pájaros del cielo y de los lirios del campo, ¿se olvidará de alimentar y de vestir al hombre, para quien fueron criados los lirios y los pájaros? Y, sobre todo, desde que el hombre puede decir a Dios: Padre, la inquietud que condena la sola razón, sería en los cristianos una injuria para aquel de quien son hijos. Su ruindad de alma merecería el desamparo del Señor de todas las cosas. Por el contrario, si, correspondiendo a su nobleza de raza, buscan ante todo el reino de Dios, cuya corona poseerán en la verdadera patria, los bienes del valle del destierro, en la medida útil al viaje que los conduce al cielo, les están asegurados en la palabra expresa del Señor.