martes, 12 de septiembre de 2023

DEBERES DEL ESPOSO COMO PADRE DE FAMILIA Y DE LA ESPOSA CON RESPETO A SU FAMILIA. San Pedro Julián Eymard

 


DEBERES DEL ESPOSO COMO PADRE DE FAMILIA

Y DE LA ESPOSA CON RESPETO A SU FAMILIA

 

Del Directorio de Adoradores del Santísmo de san Pedro Julián Eymard

 

 

DEBERES DE PADRE.

Los deberes de un padre para con sus hijos son importantísimos, ya que tienen por objeto hacer de ellos buenos cristianos, ciudadanos valiosos y almas dignas del cielo. Tres son sus más señaladas obligaciones: educar a sus hijos en el santo temor de Dios, corregirlos y procurarles una conveniente posición en el mundo.

 

1. Educación.

El cuerpo está hecho para el alma, y ésta tiene por fin a Dios, quien debe ilustrarla con las verdades de la fe y revestirla de su santidad. La madre da comienzo a esta educación religiosa, pero es incumbencia del padre completarla y vigorizarla; su palabra es más eficaz en razón de su autoridad y de su fuerza. El ejemplo de la madre logra persuadir, más el del padre lleva tras sí; de ahí la sentencia inspirada del Espíritu Santo: De tal padre, tal hijo.

Un padre, ante todo, debe esmerarse en procurar a sus hijos una educación cristiana, base sólida e indispensable de una vida honesta y de un porvenir feliz. Tendrá especial cuidado de la moralidad de las escuelas y colegios a los que quiere encomendar la inocencia y la debilidad de sus hijos. La inocencia de la vida y la pureza de la fe son más preciosas que todas las riquezas del mundo y preferibles a todos los títulos y grados, faltos de tan preciados tesoros.

 

2. Corrección.

El deber de la corrección consiste en corregir a los hijos de sus defectos, preservarlos del escándalo y en vigilar sobre sus amistades.

 

a) El niño está lleno de defectos que se desarrollan en él paralelos a su edad. Lo que importa es atacarlos en su misma raíz, y continuar siguiéndolos de cerca. La corrección de un niño debe ser:

       Sosegada para que sea justa; la que tiene lugar en un arrebato de indignación o de cólera es más nociva que provechosa.

       Razonable, es decir, proporcionada a la falta, más bien moderada que severa. La misericordia de Dios obra de igual suerte con nosotros. Lo que se ha de buscar en la corrección es hacer ver al niño el porqué, el castigo y el mal de su falta, para que su espíritu odie el mal y ame el bien.

       Cordial. En toda corrección, aun en la más severa, ha de aparecer el corazón del padre, al objeto de procurarse el arrepentimiento humilde y contrito del hijo y a fin de que el culpable pueda siempre entrever el amor de su padre, que le corrige y castiga obligado por el deber de atender a su bien.

       Digna. Un padre es siempre un jefe; debe honrar y hacer honrar en sí la autoridad de Dios. Si ha de evitar la severidad excesiva que abate y desalienta, no menos debe precaverse contra la debilidad, fuente y raíz del menosprecio. Un padre debe ser digno en sus palabras, noble en la paciente espera del arrepentimiento, bondadoso en la concesión de la gracia del perdón.

 

b) Debe proteger a sus hijos contra el escándalo que despiertan en el niño las viciosas tendencias adormecidas; es un deber importantísimo del padre el preservar a los niños de sus peligros morales. Su ignorancia curiosa, su debilidad y el afán de imitar, pronto los harán caer en el pecado.

A medida que el niño avanza en edad es de todo punto indispensable fortalecerlo con prudencia, pero con energía, contra el escándalo que inevitablemente le esperará a su entrada en el mundo.

Con prudencia, inspirándole el horror al mal, en un principio desde el punto de vista general; mas luego especificándolo progresivamente conforme a los grados de virtud y a medida del peligro. Con energía, desplegando todo el poder de la fe, del amor, del honor.

Sea el padre severo en no permitir la lectura de libros peligrosos: la impresión que dejan en el niño es imborrable; asimismo ha de ser intransigente con las malas compañías. La virtud más sólida sufre menoscabo a su funesto contacto.

Bienaventurado el niño a quien una mano enérgica y bondadosa le ha orientado en el primer despertar de las pasiones y sostenido en medio de sus primeros combates. Bendecirá eternamente al corazón que ha sabido preservar su virtud de un triste y desdichado naufragio. Semejante bien es más valioso que la misma vida.

 

c) Un padre debe igualmente vigilar con cuidado sobre las amistades de sus hijos. La amistad es la necesidad del corazón. El niño que no ama más que a su padre y a su madre, y más tarde a sus hermanos y hermanas, es puro y feliz. Un padre y una madre deben ordenar sus medios comunes para fomentar y desarrollar el espíritu y el amor de la familia a fin de que sus hijos sean felices tan sólo en la familia. El peligro comienza al despertarse el amor propio o cuando el joven adolescente vive lejos del hogar paterno. Sus padres deben entonces prevenirlo contra los falsos amigos, manteniendo con todo cuidado el lazo del amor filial. Si se dieren cuenta de una amistad peligrosa, deben servirse del consejo, de la autoridad y hasta de la amenaza severa. Esas relaciones han de ser totalmente rotas; de lo contrario, su hijo está perdido y su nombre quedará deshonrado. Vale más un duro golpe, mientras haya esperanza, que esperar el deshonor y la muerte. Tarde o temprano el amor filial volverá felizmente sobre sus pasos.

 

3. Colocación de los hijos.

Si bien la vocación tiene su primer origen en Dios, no obstante es deber de los padres el examinarla y dirigirla. Examinarla, ya que la voluntad de Dios no aparece muchas veces clara ni definida. No se debe juzgar de una vocación por la imaginación caprichosa o inconstante de un joven. Es preciso estudiar su carácter, sus disposiciones naturales, la capacidad de su inteligencia, la madurez de su juicio y la fuerza de su voluntad; después de todo ello, se ha de consultar con algún hombre sabio y experimentado, orar, confiar en

Dios y adoptar una determinación, aunque no definitiva, por lo menos preparatoria.

Si el padre piensa dar a su hijo una carrera civil, obrará prudentemente si al comienzo de sus estudios no descubre a su hijo la carrera particular que para él prepara; antes al contrario, se limitará a procurar de él el éxito en los estudios elementales. Llegado el momento de la decisión, y si el joven no ha manifestado todavía especiales aptitudes para alguna determinada profesión, el padre, movido en su decisión por razones serias, expondrá su deseo y su elección, teniendo en el caso derecho a exigir que se haga un ensayo.

Cuando un joven presente el atractivo y las cualidades necesarias para el sublime estado del sacerdocio, el padre tiene derecho a probar las disposiciones de su hijo, pero nunca puede oponerse a las señales ciertas de su vocación. Dios es quien elige en primer lugar, como acostumbra hacerlo un rey, y los padres cristianos, por deber de su conciencia y por amor a su Dios, han de hacerle entrega de lo que más quieren en este mundo. Entonces Dios, contento con su sacrificio, les concederá el céntuplo para sustituir la inmolación de su Isaac, y ese hijo, totalmente entregado a Dios, será el consuelo, la gloria y la felicidad de su familia.

Pero, sobre todo, donde la sabiduría y la prudencia de los padres han de guiar a sus hijos es en la elección de sus futuras esposas. Un padre exigirá de la persona a quien ha de admitir en su familia una virtud y una religiosidad probadas, prefiriendo siempre la virtud a la fortuna. Es más noble dignificar a los demás con una noble elección que ser humillado por la grandeza o por la fortuna.

Si con una santa madurez de juicio ha sido elegido un enlace matrimonial, la prudencia cristiana exige que no se oponga a ello ni se contraríe violentamente un amor, ilustrado y virtuoso. Dios es quien une los corazones cristianos y su bendición es la

que hace felices a las familias.

 

DEBERES DE LA ESPOSA PARA CON SU FAMILIA

 

Dios ha hecho de la familia el centro de los deberes cristianos, el santuario de sus gracias y el campo fértil de todas las virtudes. Una afiliada cifrará, pues, su perfección en cumplir bien sus deberes de esposa y de madre. Por lo mismo, deberá estimar su estado, servir a su familia, santificarla.

 

1. Estimar su estado.

Lo que prácticamente supone para ello: amar su vocación, amar a su familia, amar a su casa.

 

1. Debe amar su vocación como que es la que le ha sido escogida por Dios en su amor, con preferencia a cualquier otra. Toda flor es hermosa cuando es perfecta; Dios mira más el amor del corazón que la sublimidad del estado. Le somos siempre agradables cuando le servimos con amorosa fidelidad.

 

2. Ha de amar a su familia. –La familia es la heredera natural de la sagrada familia de Nazaret. El mismo espíritu, las mismas virtudes deben ser su adorno y constituir su dicha.

Una afiliada amará a su esposo como al representante, al ministro de la autoridad de Dios. Le rodeará de respeto, le ayudará con afecto y confianza.

Una afiliada amará cristianamente a sus hijos, es decir, en Jesucristo, quien tiene dicho: “Dejad que los pequeñuelos vengan a mí y no se lo estorbéis, porque de los tales es el reino de los cielos” (Mc 10, 14).

Quiso Jesús mismo hacerse niñito para hacer la infancia aún más amable y más digna de los cuidados maternales de la caridad divina. Para ser perfecto el amor de una madre debe ser sobrenatural, tierno y generoso.

Como ama de casa. Una afiliada guardará para los servidores esa caridad benévola, que le hará ver en ellos a miembros obedientes de Jesucristo, hermanos en la misma fe, ciudadanos del cielo en común esperanza, y que Dios le ha confiado para que les dirija y los sostenga en el camino de la salvación.

 

3. Finalmente, debe amar su casa. –Para ser feliz en su casa una madre deberá: mirarla como otro Nazaret, complacerse en ella y amar en ella esa soledad, ese retiro que la apartan de los escándalos del mundo y la ponen al abrigo de sus peligros; hacer de ella como un cenáculo de oraciones y de gracias.

Uno de sus primeros cuidados será arreglar su casa, fijar a cada cual sus deberes, velar por la limpieza y el orden, la cortesía cristiana de los miembros entre sí, haciéndose ella misma el alma y el centro de todo. Su casa será entonces como la casa de Dios; gustará en ella las delicias de la paz y la felicidad de la vida.

 

2. Servir a su familia.

La madre, una vez bien impuesta en la estima y en el amor de su estado, tiene que sentirse fuertemente empujada a servir a su familia. Este servicio llegará a ser para ella la forma de su vida; la materia y el centro de sus virtudes, la regla de la piedad que Dios fija a su santidad.

1. Servir a su familia llega a ser la forma de su vida. – La vida de una madre de familia se pasa totalmente en la dependencia, sacrifica a Dios su libertad y su voluntad. Su vida no es más que un acto perpetuo de abnegación; feliz si sabe tornar esa obediencia meritoria y cristiana, a ejemplo de Jesucristo, modelo en su Sacramento, de amor, de la perfecta obediencia, practicada sin gloria, sin condiciones, sin término.

2. Servir a su familia es la materia y el centro de sus virtudes.

a) La materia de sus virtudes. –Dios ha puesto en cada estado la gracia y la materia de la más subida perfección; es la aplicación particular de la ley divina del amor de Dios y del prójimo, la condición absoluta de la santidad y de la corona de justicia. En oposición a los deberes de estado, las buenas obras son obras fuera del camino; los piadosos deseos, ilusiones. Una madre de familia debe, pues, velar contra esta tentación y no perder jamás de vista el objeto divino que la voluntad de Dios le ha señalado.

María nunca salió de los límites de la vocación sencilla y escondida que Dios le había trazado. Se atuvo exclusivamente a sus humildes deberes de esposa y madre, a los trabajos oscuros de su pobre condición, a las virtudes sencillas y modestas de la vida común; por eso fue tan agradable a Dios, tan perfecta en su amor.

Dichosa la madre de familia que sabe hallar en su estado la ocasión de todas las virtudes, el ejercicio habitual del divino amor. Ha hallado el reino de Dios en la tierra.

b) El centro de sus virtudes. –El amor de Dios se ejercita por el amor del prójimo. Dios es el principio y el fin de la virtud, el prójimo es su objeto. Las virtudes de una madre de familia se resumen todas en la práctica de una suave caridad. Será, pues:

       Suave en sus relaciones, en sus actos, llegando a ser así, para cada uno, como la expresión visible y sensible de la bondad de Dios, de la dulzura de su paternal Providencia.

       Siempre igual como el motivo divino que la anima: el amor de Dios.

       Siempre buena y condescendiente, como la bondad divina que la sostiene.

       Dando siempre y no deseando ninguna vuelta: Dios le basta.

       Renunciándose sin cesar y siempre serena y dulce en el amor de Jesús sacramentado.

3. Servir a su familia llega a ser la regla de su piedad.

Ya que la perfección de la santidad consiste en la santificación perfecta de su vocación, una madre de familia ha de dirigir todas sus obras espirituales hacia este blanco, como emplea el soldado toda su ciencia, sus armas y su fuerza para el combate. Por lo mismo, considerará la piedad cómo el medio sobrenatural de santificar su estado y subordinará los ejercicios exteriores de espiritualidad a sus deberes. Por lo cual: Se aplicará al arreglo y a la coordinación de sus ejercicios piadosos de manera que sus deberes esenciales no resulten lastimados. Si sabe economizar su tiempo y tener orden, hallará siempre el medio de alimentar su piedad y cumplir convenientemente con todo.

Considerará como un deber, en el caso de necesidad o de urgente caridad, dejar a Dios por el prójimo, abandonar la dulzura de la oración y el reposo por el sacrificio del trabajo por esta única palabra de orden: ¡Dios lo quiere!

 

3. Santificar su familia.

No contenta con servir a su familia, la madre debe dedicarse a la santificación de los suyos.

La familia, ésa es la porción que el padre de familia ha confiado a sus constantes cuidados, a fin de que ella la cultive en la paciencia y la haga fructificar cien por cien mediante el celo puro y generoso de una ardiente caridad.

La misión divina de una madre de familia es misión de fe, de virtud, de plegaria y de sufrimiento

1. Una misión de fe. –Ella es la que, la primera, debe hablar de Dios, de la bondad de Jesucristo a sus hijos; desarrollar el germen de la fe depositado en ellos por la gracia del Bautismo, velar con gran cuidado por su inocencia y formarlos temprano en la piedad cristiana y en el amor de Jesús sacramentado.

La madre es la que debe conservar y alimentar la fe de la familia, apartando severamente cuanto pudiera escandalizar a algunos de sus miembros. La fe es el tesoro más precioso del cristiano. Por medio de santas lecturas, piadosos entretenimientos, es como hará fructificar la virtud de la fe en los suyos.

2. Una misión de virtud. –Una madre de familia debe inspirar la virtud y hacer amable a cada uno de los suyos. Se aplicará primeramente por tornar su virtud sencilla y natural, para que sus hijos lleguen a ser como naturalmente virtuosos; dulce y amable, como lo era en Jesús y María, a fin de conciliarle todos los corazones; fuerte y desinteresada para ser siempre igual en las pruebas y fiel a Dios en los sacrificios.

Si el esposo que Dios le ha dado es un pecador a quien hay que convertir más que un cristiano a quien hay que edificar, se dedicará con paciencia y confianza a esta conversión.

3. Una misión de oración. –Sobre todo por la oración santifica una madre cristiana a su familia: su oración acaba lo que su palabra y sus ejemplos han comenzado. Dios no rehúsa nada a la oración constante de una madre. Ha puesto la fortaleza de ésta y su victoria en la oración. Y así la oración ha de ser el manjar habitual de su alma.

Una afiliada enseñará pronto la oración a sus hijos. Se encargará, en cuanto sea posible, de hacerles cumplir diariamente este piadoso deber. Y, sobre todo, los habituará a la visita frecuente del Santísimo, conduciéndolos ella misma a la iglesia desde sus más tiernos años.

4. Una misión de sufrimiento. –El título de madre es el fruto del sufrimiento; Dios lo ha querido así. El de madre espiritual no se adquiere más que en el calvario: al lado de María, la madre de todos los hombres.

Para alcanzar la gracia de la salvación de los suyos, una madre de familia debe, pues, resignarse a sufrir sola con Jesús y María; mas dichosos sufrimientos que engendran a la vida de la gracia hijos de

Dios, ciudadanos del cielo. Cuanto mayor fuere el sufrimiento y cuanto más exento de todo consuelo natural, tanto más deberá regocijarse la madre en la divina caridad, pues señal es de que está próxima la hora de la victoria.

Feliz la madre que tiene la ciencia de la cruz, la virtud de Jesús crucificado; poseerá toda su dulzura y toda su fuerza. Ejercítese incesantemente en el amor crucificado pídalo con insistencia como la gracia más segura y más sublime de la perfección.