MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO VIGÉSIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
San Juan Bautista de la Salle
Un señor de la corte se llegó a Jesús para suplicarle que fuese a su casa con el fin de curar a un hijo suyo que estaba a la muerte. Jesús le dijo en respuesta: Vosotros, si no veis milagros y prodigios, no creéis (1). Este evangelio puede aplicarse muy bien a muchas personas que viven en comunidad; las cuales, con bastante frecuencia y muy fuera de razón, quisieran ver milagros para decidirse a obrar el bien que su deber les impone.
Primero, para tenerlos por tales, darles fe y obedecer los, aspiran a ver milagros y prodigios en sus superiores. Querrían no hallar tacha en ellos; en caso contrario, critican sus acciones, murmuran de ellos y se quejan diciendo que a los superiores les resulta muy fácil mandar. Al parecer, y por decirlo así, exigen tanta perfección en sus superiores cuanta confiesan en Jesucristo.
Y todo ello procede de que, no obedeciendo por espíritu de fe, consideran al superior únicamente como hombre, y no como ministro de Dios, cuyo lugar ocupa visiblemente para con ellos. No aciertan a distinguir en él dos clases de personas: la persona de Jesucristo, que no tiene falla, y de quien es lugarteniente el superior, y la persona de un hombre, que puede estar sujeto a muchas imperfecciones. Desconocen que, al dirigirse a este hombre como a superior, no deben considerar en él más que a Dios, que les manda sirviéndose de un hombre como instrumento.
Procurad regiros por tal sentimiento de fe; penetraos bien de él antes de ir a la presencia del superior, y sed fieles en ejercitar actos de tal virtud, sobre este particular, a fin de que le obedezcáis como a Dios mismo.
Muchos quieren ver milagros y prodigios también en sus hermanos. Desearían no tener nada que soportar en ellos, lo cual resulta imposible, porque es ley de Dios y, por consiguiente, obligatorio, que mutuamente se aguanten las personas que viven juntas, como lo atestigua san Pablo por estas palabras: Llevad las cargas, esto es los defectos, unos de otros, y así cumpliréis la ley de Jesucristo (2). Se trata, pues, de una ley de Jesucristo, la cual, por consiguiente, ha de cumplirse.
Soportarse unos a otros constituye cierta forma de caridad que cada uno está obligado a ejercer con sus hermanos, si quiere conservar la unión con ellos, mostrar por su conducta que con ellos constituye una sola sociedad y, por consiguiente, que toma parte en cuanto los demás padecen, ya que nadie puede eximirse de soportar a los otros.
Es imposible, en efecto, que dos personas vivan juntas sin ocasionarse de algún modo mutuamente molestias; y, pues damos que sufrir a los demás, está muy puesto en razón que por nuestra parte los aguantemos. Carga es ésta que Dios ha impuesto a todos los hombres, y que les facilita la salvación. De aquí viene que se haga soportable el yugo de Jesucristo, puesto que Él ayuda a llevar holgadamente las cargas y penas de la vida, que, sin su auxilio serian difíciles de tolerar.
No seáis, pues tan poco cuerdos, tan poco razonables y tan poco cristianos, que pretendáis no tener que sufrir de los hermanos cosa ninguna; exigiríais verdadera mente con ello uno de los milagros más inauditos y singulares. Luego, no intentéis tal cosa a lo largo de toda vuestra vida.
Hay, por fin, otros muchos que exigen prodigios y milagros respecto de si mismos. Desearían hacer lo todo bien y sin tacha, mas sin querer imponerse para ello la menor molestia.
Anhelarían ardientemente tener contentos a los superiores; nada les agradaría tanto como vivir estrecha mente unidos a sus hermanos; aspirarían con ansia a ser fieles observadores de la Regla, porque ven con claridad que es para ellos medio excelente de santificación, y el que Dios mismo les proporciona.
Pero, en cuanto han de hacerse violencia para llevar al cabo tan hermoso designio, pierden el resuello, por decirlo así, al primer paso que dan en el camino de la perfección. Quisieran que Dios por Si los llevara, sin que se vieran ellos obligados a andar, y ni siquiera a moverse para nada al ir de un punto a otro; lo que resultaría, ciertamente, prodigio estupendo.
Es forzoso, dice san Pablo, que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (3). Cuando dice " es forzoso " nos da a entender bien a las claras que sería pedir a Dios milagros abrigar la esperanza de que nos llevase al cielo sin tomar el camino que necesariamente ha de conducirnos a él.
No soñéis, pues, con tal milagro; seguid la senda segura del cielo, que es la del dolor y de la puerta angosta. Esforzaos por franquearla; allí estará Jesucristo que, no lo dudéis, os tenderá la mano para facilitaros la entrada.
Primero, para tenerlos por tales, darles fe y obedecer los, aspiran a ver milagros y prodigios en sus superiores. Querrían no hallar tacha en ellos; en caso contrario, critican sus acciones, murmuran de ellos y se quejan diciendo que a los superiores les resulta muy fácil mandar. Al parecer, y por decirlo así, exigen tanta perfección en sus superiores cuanta confiesan en Jesucristo.
Y todo ello procede de que, no obedeciendo por espíritu de fe, consideran al superior únicamente como hombre, y no como ministro de Dios, cuyo lugar ocupa visiblemente para con ellos. No aciertan a distinguir en él dos clases de personas: la persona de Jesucristo, que no tiene falla, y de quien es lugarteniente el superior, y la persona de un hombre, que puede estar sujeto a muchas imperfecciones. Desconocen que, al dirigirse a este hombre como a superior, no deben considerar en él más que a Dios, que les manda sirviéndose de un hombre como instrumento.
Procurad regiros por tal sentimiento de fe; penetraos bien de él antes de ir a la presencia del superior, y sed fieles en ejercitar actos de tal virtud, sobre este particular, a fin de que le obedezcáis como a Dios mismo.
Muchos quieren ver milagros y prodigios también en sus hermanos. Desearían no tener nada que soportar en ellos, lo cual resulta imposible, porque es ley de Dios y, por consiguiente, obligatorio, que mutuamente se aguanten las personas que viven juntas, como lo atestigua san Pablo por estas palabras: Llevad las cargas, esto es los defectos, unos de otros, y así cumpliréis la ley de Jesucristo (2). Se trata, pues, de una ley de Jesucristo, la cual, por consiguiente, ha de cumplirse.
Soportarse unos a otros constituye cierta forma de caridad que cada uno está obligado a ejercer con sus hermanos, si quiere conservar la unión con ellos, mostrar por su conducta que con ellos constituye una sola sociedad y, por consiguiente, que toma parte en cuanto los demás padecen, ya que nadie puede eximirse de soportar a los otros.
Es imposible, en efecto, que dos personas vivan juntas sin ocasionarse de algún modo mutuamente molestias; y, pues damos que sufrir a los demás, está muy puesto en razón que por nuestra parte los aguantemos. Carga es ésta que Dios ha impuesto a todos los hombres, y que les facilita la salvación. De aquí viene que se haga soportable el yugo de Jesucristo, puesto que Él ayuda a llevar holgadamente las cargas y penas de la vida, que, sin su auxilio serian difíciles de tolerar.
No seáis, pues tan poco cuerdos, tan poco razonables y tan poco cristianos, que pretendáis no tener que sufrir de los hermanos cosa ninguna; exigiríais verdadera mente con ello uno de los milagros más inauditos y singulares. Luego, no intentéis tal cosa a lo largo de toda vuestra vida.
Hay, por fin, otros muchos que exigen prodigios y milagros respecto de si mismos. Desearían hacer lo todo bien y sin tacha, mas sin querer imponerse para ello la menor molestia.
Anhelarían ardientemente tener contentos a los superiores; nada les agradaría tanto como vivir estrecha mente unidos a sus hermanos; aspirarían con ansia a ser fieles observadores de la Regla, porque ven con claridad que es para ellos medio excelente de santificación, y el que Dios mismo les proporciona.
Pero, en cuanto han de hacerse violencia para llevar al cabo tan hermoso designio, pierden el resuello, por decirlo así, al primer paso que dan en el camino de la perfección. Quisieran que Dios por Si los llevara, sin que se vieran ellos obligados a andar, y ni siquiera a moverse para nada al ir de un punto a otro; lo que resultaría, ciertamente, prodigio estupendo.
Es forzoso, dice san Pablo, que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (3). Cuando dice " es forzoso " nos da a entender bien a las claras que sería pedir a Dios milagros abrigar la esperanza de que nos llevase al cielo sin tomar el camino que necesariamente ha de conducirnos a él.
No soñéis, pues, con tal milagro; seguid la senda segura del cielo, que es la del dolor y de la puerta angosta. Esforzaos por franquearla; allí estará Jesucristo que, no lo dudéis, os tenderá la mano para facilitaros la entrada.