COMENTARIO AL EVANGELIO
XIX domingo después de Pentecostés
San Jerónimo
Y así pues, igual que en el obispo deben estar principalmente la mansedumbre, la paciencia, la sobriedad, la moderación, la abstinencia de lucro, la hospitalidad y la benignidad, y la eminencia por encima de todos los laicos; así también la castidad propia y, por así decir, el pudor sacerdotal, para que no sólo se abstenga de toda obra inmunda, sino también la mente que ha de hacer realidad el Cuerpo de Cristo esté libre de echar los ojos y del error del pensamiento.
Sobre lo que preguntas, con respecto a si hay que ayunar el sábado y si se ha de recibir cotidianamente la Eucaristía, como dicen que hacen la iglesia romana y la de España, [...] ¡Ojalá pudiéramos ayunar en todo tiempo, como leemos en los Hechos de los Apóstoles que hizo Pablo y los creyentes que estaban con él en los días de Pentecostés y el domingo -sin que deban ser acusados como herejes maniqueos- y también recibir siempre la Eucaristía sin condenación nuestra y sin remordimiento de conciencia, y oír al salmista, que dice: Gustad y ved qué bueno es el Señor (Salmo 33,9), y cantar con él: Me brota del corazón un poema bello (Salmo 44, 2)!(Ep. 71, 6).
Ignoramos una paz sin caridad, una comunión sin paz. En el Evangelio leemos: Si ofreces tu don en el altar, y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu don, ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y ofrece tu don (Mt 5, 23-24). Si no podemos ofrecer nuestros dones sin paz, ¡cuánto menos recibir el Cuerpo de Cristo! ¿Con qué conciencia responderé “Amén” a la Eucaristía de Cristo, si dudo de la caridad del que me la entrega? Te pido, que me escuches con paciencia, no creas que la verdad es adulación. ¿Acaso contigo comulga alguno forzado? ¿Alguno, extendida la mano, vuelve la cara y ofrece el beso de Judas en medio del banquete sagrado? (Ep. 81, 2-3).
También los sacerdotes, los cuales sirven a la Eucaristía y reparten la sangre del Señor a los pueblos del Señor, obran impíamente contra la ley de Cristo al pensar que las palabras del que impreca, y no la vida, hacen la Eucaristía y [pensar] que es necesario sólo la oración solemne y no los méritos de los sacerdotes, sobre los que se dice: El sacerdote en el que hubiera mancha no se acerque a ofrecer las oblaciones al Señor (Cf. Lv 21, 17.21). Aunque los sacerdotes hacen estas cosas en Jerusalén [...], con todo, el Señor es clemente y justo. Clemente, porque no se aparta de su Iglesia; justo, porque da a cada uno lo que se merece.
Los sacerdotes, (los cuales dan el Bautismo y en la Eucaristía imprecan la venida del Señor) [...] no tanto se indignen contra nosotros, que exponemos estas cosas, y contra los profetas, que las vaticinaron, cuanto rueguen al Señor y actúen con esmero para no merecer ser de los sacerdotes que violan las cosas santas del Señor.
Ofrecéis, dice, sobre mi altar un pan manchado. Manchamos el pan, esto es, el Cuerpo de Cristo, cuando indignos nos acercamos al altar e impuros bebemos la sangre limpia, y decimos: “La mesa del Señor ha sido despreciada” (Ml 1, 7); no porque alguno ose decir esto y profiera con voz criminal lo impíamente pensado, sino porque las obras de los pecadores desprecian la mesa de Dios.