COMENTARIO AL EVANGELIO
V DOMINGO DE PASCUA
San Jerónimo
Presta
oídos, Señor, a mis palabras (Salmo 5,2). Nadie más que la Iglesia posee tal
confianza. El pecador no se atreve a decir “Atiende Señor a mis palabras.” Tampoco
se atreve a decir “Señor atiende a mis palabras” el que está airado y lanza
maldiciones; más bien prefiere que Dios tenga cerrados sus oídos.
Escucha mi clamor. En las Escrituras,
el clamor no es propio de la voz, sino del corazón. Dícele el Señor a Moisés: ¿Por
qué me andas llamando a gritos?, siendo así que Moisés no había alzado su voz.
Escucha mi clamor. Afirma también el apóstol san Pablo: Clamando en nuestros
corazones: Abba, Padre. Cierto es que, quien grita, no lo hace con el corazón,
sino con la lengua. ¿Cómo es que, entonces, el apóstol Pablo dice eso de clamando
en nuestros corazones? Por tanto, cuando es nuestro gemido y nuestra conciencia
los que imploran, Dios percibe ese clamor. De ahí, que Jeremías diga: No
permanezca en silencio la pupila de mi ojo. A veces también la pupila del ojo
clama a Dios. Cierto es que, si la pupila del ojo clama, no es ella la que lo
hace, sino la lengua. Más del mismo modo que clamamos en nuestros corazones
cuando imploramos al Señor con nuestros lamentos, así también la pupila de
nuestro ojo clama a Dios cuando derramamos nuestras lágrimas ante su presencia.