LA DESESCALADA DEL ESPÍRITU. Homilía
Domingo, 3 de mayo de 2020
Nos encontramos en el III
domingo de Pascua.
Han pasado 4 semanas desde la
solemnidad de la Pascua, 4 semanas desde que los catecúmenos recibieron el
bautismo, y 4 semanas desde que nosotros renovamos solemnemente nuestro
bautismo. Renunciamos a Satanás, a sus pompas y vanidades y renovamos nuestra profesión
de fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es primavera y toda la
naturaleza exalta y canta a su Creador que la da vida y la renueva. El florecer
de árboles y plantas es un espectáculo asombroso. La primavera manifiesta la
fuente permanente de vida que es Dios.
La llama del Cirio Pascual
sigue alumbrando y brilla en medio de nuestras celebraciones, como símbolo de
Cristo Resucitado. La luz de su resurrección y del Evangelio ilumina la vida
del bautizado. ¡Qué hermosamente se expresa esto en la candela entregada en el
rito del bautismo!
La Iglesia sigue cantando con
toda su fuerza el Aleluya Pascual, el canto de la victoria de Cristo sobre la
muerte, el pecado, y el error. Canto que nos invita a cantar a nosotros también,
a mantener en nosotros la alegría y la fuerza de la victoria de Cristo. “Aclama
al Señor tierra entera, aleluya; cantad salmos a su nombre, aleluya, aleluya.
Que grandiosas son tus obras.” Son las palbras del introito.
Pero la Iglesia es madre y
maestra, y conoce el corazón humano como la madre conoce a su hijo solamente
con oír su voz. “Nada hay más enfermo que el corazón del hombre, ¿quién lo
entenderá? ¿quién lo conoce?” -se pregunta el profeta Jeremías 17, 9. “Yo el Señor
escruto el corazón, sondeo las entrañas para dar a cual según su conducta,
según el fruto de sus obras.”
La vida de la gracia recibida
en el bautismo es un "tesoro" tal que tenemos que conservarlo y
aumentarlo a lo largo de nuestra vida. Una gracia incomparable. Ni todas las
riquezas del mundo juntas igualan el valor de la mínima porción de gracia que
Dios nos pueda conceder.
La gracia del Bautismo y la
vida nueva, la inocencia de haber sido lavados de nuestros pecados, se simboliza con la túnica blanca que portan
los bautizados. El sacerdote al revestirlo le dice: “Que puedas llevar limpia
esta vestidura limpia y pura ante el tribunal de nuestro Señor para que tengas
vida eterna.”
Pero, lo sabemos, lo dice la
palabra de Dios: “Nada hay más enfermo que el corazón del hombre.” Y por ello,
hemos de estar sobre aviso sobre nuestro corazón.
El bautismo ha borrado la culpa
original, pero no la concupiscencia: la herida del pecado... todos sentimos el
embate de las pasiones que luchan contra el espíritu. Todos tenemos la
experiencia de que el camino del mal y del pecado se nos presenta como fácil,
como ligero... incluso con un atractivo apetitoso… y como tantas veces el mismo
bien no es presentado como dificultoso, cuesta arriba... como camino de
renuncia y camino triste... es todo mentira, es una falsa ilusión. Pero la
falta de luz, la falta de vida de oración, la falta de espíritu de
discernimiento, nos llevas tras falsos bienes aparentes, despreciando los
bienes verdaderos.
La primera alegría y entusiasmo
del bautismo, de la fiesta de la pascua, de la renovación de nuestro bautismo
puede venirse abajo! ¡Qué pasajeros son nuestros pensamientos y sentimientos!
Tantas veces quizás lo hayamos
experimentado en otras situaciones como ejercicios espirituales, charlas, retiros,
peregrinaciones... Estas fueron una ocasión de encuentro con Dios, de sentirnos
muy cerca de él, de arrepentimiento y de marcarse nuevos propósitos... Incluso
estos días de la pandemia y de confinamientos han sido para muchos una ocasión
de reflexión, de encontrarse nuevamente con Dios, de renovar su fe...
Pero la experiencia nos
declara: Si esto, nuestros buenos propósitos, o la conversión se fundamenta solamente
en un sentimiento, en nuestra voluntad, en un momento de fervor superficial, el
fracaso está asegurado y la vida nueva recibida por la gracia se va al traste,
porque “no hay nada más enfermo que el corazón del hombre.” Corremos el peligro
de entrar en la desescalada del espíritu.
Fijaos en el comienzo de la
epístola de san Pedro. Nos evoca el acto de renuncia del Bautismo: Absteneos,
renunciad a los apetitos de la carne que combaten contra el alma. Los primeros
cristianos como nosotros, experimentaron la lucha de las pasiones, sintetizadas
en los pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y
pereza.
Por ello, en este III domingo de
Pascua, la Iglesia pide en la colecta: “Oh Dios, da a todos cuantos profesan la
fe cristiano que rechacen lo que se opone a este nombre y sigan tus mandamientos.”
Pide el auxilio divino, porque hay posibilidad de que los cristianos sigamos
aquello que se opone a nuestra condición de cristianos e incumplamos el
decálogo.
Este domingo es una llamada de
la madre Iglesia a sus hijos a perseverar en el don de la gracia recibida en el
bautismo: “llevad una conducta digna para que los paganos viendo vuestras
buenas obras glorifiquen a Dios.” –dice el Apóstol.
¿Cómo perseverar?
Desconfiar de nosotros y
confiar en Dios.
Vigilancia y oración.
Examen continúo sobre nosotros.
Vivir en la humildad y pedir el
don de la perseverancia.
Cuidar y acrecentar nuestra
vida espiritual: sacramentos.
Evitar todo aquello que nos
aparte de Dios.
“Vuestra tristeza se convertirá
en gozo” -dice el Señor en el Evangelio. La vida cristiana es ascesis,
renuncia, lucha continua... No es un camino fácil, sino estrecho. Como todo lo
que vale la pena en esta vida, llegar a la santidad requiere poner todo nuestro
ser en ello, ¡poner toda la carne en el asador! EL premio que se nos ofrece es
de un valor superabundante ante el cual, todo podemos estimarlo basura...
Nuestro Señor pone el ejemplo de la mujer que va a dar a luz: siente tristeza
porque ha llegado su hora, pero cuando ve ya a su hijo, todo lo olvida.
“Vuestra tristeza se convertirá
en gozo.” Es lo mismo que dice el apóstol san Pablo: "los sufrimientos de
ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá:"
Hoy es el día de la madre. Ellas
saben bien de renuncias, sufrimientos, perseverancia... felicitémoslas, recemos
por ellas... respetémoslas cada día de nuestra vida porque “Quien honra a su
padre expía sus pecados, y quien respeta
a su madre es como quien acumula tesoros.
Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y cuando rece, será
escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre
obedece al Señor.”- nos dice la Sagrada Escritura.
Traigamos también ante el altar
el drama que estamos viviendo por esta pandemia, tantos que ha muerto, familias
desconsoladas, familias con necesidades materiales, sin trabajo...
Acudamos a la Virgen María,
nuestra madre del cielo, para que interceda por nosotros. Pidámosle para cada
uno de nosotros el don de la perseverancia y unidos en oración a ella, como los
apóstolos, dispongámonos para recibir el Espíritu Santo.