Comentario al Evangelio
III Domingo de Pascua
San Jerónimo
¡Ay de mí, porque mi estancia aquí se ha prolongado!
(Salmo 119, 5) Estas son las palabras de un santo que no desea su
cuerpo, que no ansía la tierra, que añora el cielo. No podemos recitar este
versículo cuando estamos enfermos, cuando estamos febriles, cuando presentimos
que vamos a morir, cuando agitamos los brazos, cuando tenemos miedo, cuando
solicitamos un aplazamiento. El salmista gozaba de buena salud, no estaba
enfermo, ¿y qué es lo que dice? ¡Ay de mí, porque mi estancia se ha prolongado!
Y es que mientras habitamos en la tienda de este cuerpo vagamos lejos de Dios. ¡Ay
de mí, porque mi estancia se ha prolongado! Mi estancia. No dice mi morada. Mi
estancia, pues mientras nos hallamos en este mundo no poseemos una morada, sino
que estamos de paso. Por eso también el apóstol san Pedro dice: Como forasteros
y peregrinos. Forastero soy y peregrino. ¡Ay de mí, porque mi estancia se ha
prolongado! Lo que dice es lo siguiente:
me siento desdichado mientras vivo en este cuerpo. ¿Quién de nosotros puede
decir tal cosa? Aunque tuviéramos ochenta años, sentiríamos miedo a morir, y
aunque tuviéramos cien años y estuviéramos enfermos, seguiríamos pidiendo una
demora y un aplazamiento a nuestra muerte. ¿Y por qué obramos así? Porque nos
remuerde la conciencia de nuestros pecados. Pues sabemos que. Al abandonar el
cuerpo, no iremos a Cristo sino al infierno. ¿Qué dice el Apóstol Pablo? Deseo
verme libre de las ataduras y estar con Cristo?
Dame la seguridad de que, a mi muerte, voy a estar con Cristo, y desearé
morir ahora mismo. Por ser santo es por lo que el salmista dice: ¡Ay de mí,
porque mi estancia se ha prolongado!