Todos los aquí presentes hemos conocido al Papa
Juan Pablo II. Este Papa ha marcado a toda nuestra generación pues su pontificado
ha sido de los más largos de la historia.
Todos recordaréis como en los días desde su
muerte hasta su sepultura, muchos en Roma, decían aquello de ¡SANTO SUBITO,
SANTO YA! Podemos preguntarnos si la Iglesia, ya que está gobernada por hombres
con virtudes y defectos, con respetos humanos, con condicionamientos históricos
y personales, se ha podido dejar llevar por un cierto sentimentalismo o por una
cierto entusiasmo febril a la hora de juzgar apresuradamente sobre la santidad
de este papa.
La santidad de Juan Pablo II no se basa en haber
sido Papa: ha habido muchos papas en la historia, y no todos han sido
canonizados… es más: ha habido papas en la historia de la Iglesia muy poco o
escasamente virtuosos… Uno por haber sido elegido Papa, no es santo. Y en esto
tenemos un peligro los católicos: muchas veces divinizamos a las personas que
ostentan los cargos. La visión cristiana de la autoridad tanto en la Iglesia como
la autoridad civil es ver en ellas representantes de Dios; pero no sustituirlos por Dios, no ponerlo en su
lugar. Son hermosas aquellas palabras del Papa Benedicto XVI después de
presentar su renuncia ante los miedos y temores de algunos: “Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su
Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo.”
Hay algunos –y aun se ha oído recientemente- que
dicen: “Prefiero equivocarme con el Papa,
a quedarme yo solo con la verdad”. Cuando
no somos capaces de hacer esta distinción entre persona y cargo, entre la
función de representar y sustituir acabamos cayendo en idolatría, en dar culto
a las personas… un error peligroso porque no tendremos la capacidad necesaria
para juzgar y obedecer rectamente.
La santidad de Juan Pablo II no se basa tampoco en
haber sido un personaje popular y querido por todos -o casi todos-. No se puede
negar que su carácter y personalidad era atrayente. Tenía lo que solemos llamar
“don de gentes”: su presencia, su hablar, su sonrisa… pero esto tampoco es la
razón de que hoy lo veneremos entre los santos del cielo. Él mismo declaraba en
alguna ocasión: “Soy el Papa más
aplaudido de la historia, pero él menos seguido.”
La santidad de Juan Pablo II –como la de todos
aquellos que están inscritos en el catálogo de los santos- se fundamenta en
haber vivido con heroicidad las virtudes cristianas día a día. Y esto, ha de ser demostrado e
investigado en el proceso de canonización que la Iglesia realiza con todos
aquellos hijos que han muerto con fama de santidad.
Todos lo hemos conocido y tenemos grabadas en nuestra memoria
imágenes, gestos, palabras de este santo. Creo sinceramente, que todos podemos
dar testimonio de que era un hombre de fe con una confianza total en la
providencia de Dios, un hombre de esperanza que en su misma vida desde joven
llena de sufrimiento supo levantar su mirada a Dios y luchar por un mundo más
justo y más humano donde hubiese lugar para Dios y su amor, una esperanza que le permitió no ser vencido
por las dificultades y los miedos pues sabía que Dios estaba con él. Un hombre
de caridad: lleno de amor de Dios y celo por la gloria de Jesucristo, su
corazón era universal no siendo indiferente ante el dolor del prójimo ni de los
más pobres e indefensos. Un hombre de oración constante que rezaba y que enseñó
con su propio ejemplo a jóvenes y ancianos, a adultos y a niños a rezar, a coger
un rosario devoción tan denostada en los años 70 y 80.… Un hombre humilde ante
Dios que sabía pedir perdón a Dios y también a los hombres incluso cuando no
tenía culpa… un hombre que como Jesús en la cruz elevó su oración por aquellos
que lo quisieron asesinar… y así, podríamos ir repasando cada una de las virtudes cristianas…
El Papa Juan Pablo es un ejemplo de santidad para todos
nosotros; y el mismo mientras ejerció el ministerio petrino recordó insistentemente
a todos la llamada a la santidad y la exigencia de la vida cristiana. Algo que
no era simple discurso moral, sino que él mismo creía y vivía. “La vocación del cristiano es la santidad, en
todo momento de la vida. En la primavera de la juventud, en la plenitud del
verano de la edad madura, y después también en el otoño y en el invierno de la
vejez, y por último, en la hora de la muerte.” Él mismo definía la santidad
de forma poética diciendo:
“La santidad es levantar los ojos a los montes;
es intimidad con el
Padre que está en el Cielo.
De esta intimidad vive
el hombre consciente de su camino,
que tiene sus límites y
sus dificultades.
Santidad es tener
conciencia de ser custodiados, custodiados por Dios.
El santo conoce muy
bien su fragilidad,
la precariedad de su
existencia, de sus capacidades,
pero no se asusta, se
siente igualmente seguro.
Los santos, a pesar de
darse cuenta de las tinieblas que hay en ellos mismos,
sienten que han sido
hechos para la Verdad …”
Acudamos
confiados a la intercesión de nuestro hermano el Papa Juan Pablo II. Él desde
el cielo nos mira y nos bendice. Pidámosle
que siguiendo sus enseñanzas y su ejemplo, abramos confiadamente nuestros
corazones a la gracia salvadora de Cristo, único Redentor del hombre. Con sus
mismas palabras también hoy nosotros decimos: “¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me
convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce
potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un
siervo! Más aún, siervo de tus siervos.”