COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
MIÉRCOLES DE CENIZA
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
Podemos preguntarnos
qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo
que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas
Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda
para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la
salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar. (…) Puesto
que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece
como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras
antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al
pueblo reunido a ayunar “para humillarnos —dijo— delante de nuestro Dios”
(8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección.
Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive. (…)
El verdadero ayuno,
repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la
voluntad del Padre celestial, que “ve en lo secreto y te recompensará” (Mt
6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40
días pasados en el desierto, que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por
consiguiente, tiene como finalidad comer el “alimento verdadero”, que es hacer
la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la
orden del Señor de “no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”, con
el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su
bondad y misericordia.
(…) Los Padres de la
Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los
deseos del “viejo Adán” y abrir en el corazón del creyente el camino hacia
Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos
de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: “El ayuno es el alma de la
oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que
ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica
aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no
cierra los suyos al que le súplica” (Sermo 43: PL 52, 320, 332).
En nuestros días,
parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha
adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar
material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo.
Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los
creyentes es, en primer lugar, una “terapia” para curar todo lo que les impide
conformarse a la voluntad de Dios: (…) en el contexto de la llamada a todo
cristiano a no “vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó
por él y a vivir también para los hermanos” (cfr. Cap. I). (…) Esta antigua
práctica penitencial, (…) que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a
abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la
nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
La práctica fiel del
ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola
a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que
conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía “retorcidísima y
enredadísima complicación de nudos” (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La
utilidad del ayuno, escribía: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo
me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para
gustar su dulzura” (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento
material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a
Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le
permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo
íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.
Al mismo tiempo, el
ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de
nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: “Si alguno
que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus
entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (3,17). Ayunar por
voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se
inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. Enc. Deus caritas est, 15). Al
escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos
concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño.
Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los
hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la
Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la
escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el
principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas
especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los
pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V,
20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla,
especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
Lo que he dicho
muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética
importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego
desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del
alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar
los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos
negativos afectan a toda la personalidad humana.
Queridos hermanos y
hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de
nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don
total de uno mismo a Dios (cfr. Enc. Veritatis Splendor, 21).