Queridos hermanos:
Damos comienzo con este domingo de
“septuagésima” al ciclo litúrgico de Pascua. Es el inicio de un recorrido hacia
la Pasión del Señor, su muerte y resurrección. La Iglesia nos propone por tanto
un tiempo “fuerte” de conversión y penitencia que irá acentuándose
progresivamente hasta la noche pascual. De este modo en estas tres semanas de
septuagésima, sexagésima y quincuagésima se nos irá introduciendo suavemente en
los rigores de las prácticas cuaresmales que empezaremos el miércoles de
ceniza, por tanto, la liturgia nos ofrece una anticipación de la sobriedad y austeridad
propias del tiempo cuaresmal.
La Santa Iglesia, como prolongación de
la llamada a la conversión que Jesucristo nos hace en el Evangelio, realiza por
medio de sus pastores una invitación continua a morir al pecado para vivir
conforme a nuestra vocación de hijos de Dios. Y esto lo hace especialmente en
la Sagrada Liturgia, que además de ser el acto supremo de culto que ofrecemos a
Dios, es el manantial y fuente de donde se va nutriendo nuestra fe.
La vida del cristiano, nuestra vida,
está llamada a ser en palabras del apóstol San Pablo, “logiké latreia” es
decir, un culto racional, “un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios”. Estamos
llamados a hacer de nuestra propia vida una verdadera ofrenda, un acto de
glorificación y adoración de Dios, con nuestros pensamientos y nuestras
palabras, con nuestros actos y comportamientos. La acción de la gracia, que
recibimos en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, verdadera
comunión con Cristo, nos hace capaces de ser transformados por la acción del
Espíritu Santo, dejando así que aparezca el “hombre nuevo” a imagen de Dios. De
este modo el verdadero creyente debe vivir con intensidad cada celebración,
cada acto de culto, como íntima expresión de fe, y al mismo tiempo ir
“sacralizando” la vida, haciendo de su vivir cotidiano un culto, una oblación
agradable a Dios.
Los textos de la Palabra de Dios que
la liturgia nos ofrece en este domingo son una propuesta clara de conversión y
esfuerzo en la vida cristiana. Es una invitación al ascetismo, a “ponernos en
forma”. En el ámbito greco-romano la ascesis consistía en los ejercicios
metódicos que servían para el entrenamiento físico de los atletas y los
soldados, igualmente en el ámbito del pensamiento y la filosofía se refería a
los desprendimientos y los esfuerzos necesarios para adquirir la virtud, para
alcanzar la sabiduría.
El apóstol San Pablo en la Epístola a
los Corintios recoge la idea de las competiciones de atletas en el estadio; la
aplica a la vida cristiana y confiere a la ascesis un sentido religioso, que posteriormente
desarrollarán los Santos Padres refiriéndolo especialmente al régimen de vida
ordenado a la perfección evangélica, especialmente en el estado de continencia
o en la profesión monástica.
Lo que pretende el apóstol es
orientarnos en la búsqueda de la perfección mediante el esfuerzo personal y el
uso de prácticas de penitencia para luchar contra los defectos y adquirir las
virtudes. Y esto, queridos hermanos, es Evangelio puro, no una teoría rigorista
preconciliar, porque Nuestro Señor Jesucristo no solamente predicó la ascesis,
sino que Él mismo la realizó en su propio cuerpo, sometiéndose a un ayuno de
cuarenta días en la soledad del desierto. De este modo inauguró su combate espiritual
con el demonio.
De este modo, nosotros, al
practicarla, realizamos un acto de comunión con los sufrimientos de Cristo, a
través de pruebas de todo tipo aceptadas por el Evangelio, a fin de tener parte
en la alegría de su Resurrección. Así, la búsqueda de la perfección es también
un prolongado combate que le sugiere al Apóstol la comparación del cristiano
con el atleta que participa en las carreras y pugilatos del estadio: «Los
atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en
cambio, por una incorruptible».
Pero, la verdadera ascesis debe fundarse y producir la caridad. Durante algún tiempo, y también en nuestros
días, se ha mirado con sospecha la ascética cristiana incluso llegando
despreciarla, por ver en ella una corriente de rigorismo egocéntrico que
produce soberbia y engreimiento sobre los demás. Pero estos, queridos hermanos,
es una caricatura de la ascesis. Por el contrario, la ascesis cristiana es un
camino hacia la libertad espiritual que pertenece al amor. Como tal, constituye
una contestación radical respecto al mundo en que vivimos, en la medida en que
está conducido por el deseo de poseer, de gozar y de dominar, por la atracción
del dinero, del sexo y del poder, y se deja deslumbrar por la tentación de una
libertad sin trabas ni medida. El compromiso con la pobreza, la castidad y la
obediencia ataca directamente estos deseos; pero traslada el debate al corazón
del hombre para sustituir en él la voluntad de poder, que es una voluntad de
ser «como dioses», según la expresión del Génesis, por una voluntad de amor que
nos llega a través del humilde y alegre reconocimiento de Dios como nuestro
Dios, especialmente a través de la acogida de su misericordia en el perdón
ofrecido en Jesucristo.
El Santo Evangelio de hoy nos manifiesta
esta bondad y justicia de Dios manifestada plenamente en Jesucristo, que se
contrapone a nuestros juicios, a nuestros falsos méritos, a nuestra
autojustificación y exigencia. Dios quiere comunicarnos su bondad y
misericordia, esforcémonos por acoger su Palabra, por hacerla vida en nosotros
y avancemos, fortalecidos por la gracia, al encuentro del Señor.