lunes, 12 de septiembre de 2016

DIOS HA DE SER EL CENTRO DE NUESTRAS VIDAS. Homilía del XVII domingo después de Pentecostés




Homilía del XVII domingo después de Pentecostés
Santa Misa en la Capilla
de Nuestra Señora del Carmen – Lugo (ESPAÑA)

Dios ha de ser el centro de nuestras vidas. Él es el origen de la vida porque nos ha creado y es el fin de nuestra existencia, pues somos llamados a la unión con él por toda la eternidad. La vida del hombre ha de estar orientada hacia su Creador.
Uno de los interrogantes profundos del hombre es la pregunta por el sentido de la vida. ¿Para qué existo? ¿Para qué he venido a este mundo? ¿Qué sentido tiene vivir? Sólo desde la fe encontramos una respuesta adecuada y satisfactoria. Hemos sido creados para conocer, obedecer y amar a Dios, y gozar con él después de la muerte, en el cielo por toda la eternidad. Esta es la vocación del hombre sobre la tierra, este es el sentido de nuestras vidas. Esta es nuestra tarea: conocer, obedecer y amar a Dios. Todo lo demás está supeditado y condicionado a esto: Estudio, trabajo, formar una familia, realizar un proyecto, hacerme sacerdote o religiosa, comer, divertirme y viajar… aceptar mi ancianidad y mi enfermedad, realizar obras de caridad… Todo para conocer, obedecer y amar a Dios.
Dios ha de ser el centro de nuestras vidas; pero ¡cuántas veces constatamos como en la historia, en nuestra propia sociedad y nuestros tiempos, en nuestras propias vidas, Dios no ocupa este primer lugar! Se le niega a Dios la centralidad y la primacía a favor de otras cosas que no son más que ídolos, que suplantan falsamente el lugar de Dios.  ¡Qué equivocados andamos cuando queremos vivir nuestra vida como dueños absolutos de ella alejados de Dios! ¡Qué triste la vida de aquellos que no conocen a Dios y cifran el sentido de sus vidas en el aparentar, el tener, el placer! ¡Qué desgraciados aquellos que habiendo conocido a Dios derrochan el don inmenso de la vida andando esclavos de sus pasiones y del pecado!
Dios ha de ser el centro de nuestras vidas. ¡Qué bien expresa esto la liturgia de la Iglesia! En ella el centro es Dios. Hacia él, hacia la cruz elevada hacia el Oriente, dirigimos nuestra plegaria como manifestación de una vida orientada totalmente hacia él.  Por ello la liturgia y particularmente la Eucaristía, la Santa Misa, es el centro y culmen de la vida de la Iglesia, de cada cristiano, en definitiva de cada hombre, pues en ella Dios ocupa el primer lugar, él es el protagonista y el actor principal.
El Cardenal Ratzinger, más tarde Benedicto XVI, en una conferencia en el Año 2000 decía:   “A propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. El hecho de que fuera la primera (…) tiene un sentido preciso: lo primero es la adoración. Y, por tanto, Dios. Este inicio corresponde a las palabras de la Regla benedictina: "Operi Dei nihil praeponatur". “No anteponer nada a la obra de Dios.” La liturgia se "hace" para Dios y no para nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos para nosotros mismos, tanto menos atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se ha perdido lo esencial.”

Dios ha de ser el centro de nuestras vidas; es lo que recuerda Jesús a aquel fariseo del Evangelio que con mala intención se acerca a él.  Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Jesús, retomando las primeras palabras del Decálogo le dijo: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero.”  Jesús proclama el amor íntegro y total que el hombre debe a Dios, como único Señor.

Hemos de preguntarnos ¿qué significa amar? ¿Qué implica este amar a Dios?
El punto de partida para comprender el sentido completo de este mandamiento es saber que Dios nos ha amado primero. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en expiación por nuestros pecados.” 1 Jn 4, 9
San Juan dirá que Dios es amor. Y toda la historia del universo es una historia del amor de Dios hacia los hombres. Un amor total, un amor incondicional, un amor oblativo… El amor de Dios es un misterio en el que debemos meditar todos los días de nuestra vida, por amor nos ha creado, nos ha dado una familia, nos da cada instante de nuestra vida, nos da cada alegría, nos da… Todo, incluso el dolor y el sufrimiento puede verse como don donde Dios muestra su amor… ¡Qué bien supieron las almas grandes de los santos profundizar y dejarse empapar de este amor de Dios!

Este primer mandamiento “Amarás al Señor, tu Dios” es la respuesta en justicia al amor primero de Dios. La respuesta legítima a aquel que nos ama es corresponder con amar. Y es tal la ceguedad del hombre, es tal su limitación para trascenderse, para poder ver en la historia y en su propia historia que Dios ha amado primero, que es el mismo Dios quien tiene que recordar a los hombres la obligación de amarlo. Es más, Dios haciéndonos libres, se ha arriesgado a que optemos por no amarle.

Jesús recuerda el mandamiento dado a Moisés que explicita como ha de ser ese amor: Amar con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Al enumerar estas tres facultades del hombre corazón, alma y ser (mente), se remarca la totalidad de la entrega que le debemos a Dios, sin reserva alguna… así es como él nos ha amado, pues no se reservó ni a su propio Hijo. Voluntad, sentimiento, pasiones, emociones, pensamientos: todo orientado a amar a Dios, conformándolo siempre a él. 

“Amar a Dios”  nos dice el Catecismo implica guardar y poner en práctica las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), y evitar los pecados que se oponen a ellas. La fe por la que creemos en Dios y rechazamos todo lo que le es contrario, como: la duda voluntaria, la incredulidad, la herejía, la apostasía y el cisma.  La esperanza por la aguardamos confiadamente la bienaventurada visión de Dios y su ayuda, evitando la desesperación y la presunción. La caridad por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y rechazamos la indiferencia, la ingratitud, la tibieza, la pereza o indolencia espiritual y el odio a Dios, que nace del orgullo.
Amar a Dios implica adorarlo como Señor de todo cuanto existe; rendirle el culto debido individual y comunitariamente; rezarle con expresiones de alabanza, de acción de gracias y de súplica; ofrecerle sacrificios, sobre todo el espiritual de nuestra vida, unido al sacrificio perfecto de Cristo; mantener las promesas y votos que se le hacen.
Para un cristiano por tanto no todas las religiones son iguales, ni los dioses son uno pero con distinto nombre. El cristiano no acude a la brujería ni busca remedio en la magia y la superstición, no acude a técnicas orientales de sanación. El cristiano no piensa sobre lo sobrenatural como el agnóstico “que algo hay” sino que cree firmemente en las verdades de la fe enseñadas por la Iglesia. El cristiano ha de tener un santo respeto y temor de Dios. El cristiano por tanto ha de esforzarse por proclamar con su vida y con su testimonio la existencia del Dios que nos ama y quiere que le amemos. El cristiano en definitiva pone a Dios en el lugar que en justicia le corresponde: en el centro de sus vidas.

Jesús responde a la pregunta del fariseo, pero da un paso más. Le habla del segundo mandamiento que es semejante a este y que ya está presente en Antiguo Testamento: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo."  Jesús establece una relación inseparable entre el amor a Dios y el amor al prójimo.  Pues “toda la ley y lo profetas – la fe, la religión- se resumen en ellos.” Por eso, san Pablo exclamará: Quien ama ha cumplido la ley entera.
El Apóstol San Juan corrigiendo ciertas desviaciones de los primeros cristianos, de hombres que se creían verdaderamente religiosos, remarca que nuestro amor a Dios se comprueba en nuestro amor al prójimo, es más amamos a Dios amando a nuestro prójimo, y amando al prójimo –imagen de Dios- amamos a Dios. “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto. Y este mandamiento tenemos de El: que el que ama a Dios, ame también a su hermano.” 1Jn 4, 20-21
Como el amor de Dios, el amor al prójimo ha de concretarse. No hay una forma de “amar” abstracta. San Pablo contemplando el amor de Dios por nosotros, llegó a  comprender como ha de ser nuestro amor hacia los otros y lo escribió a los Corintios en esa Carta Magna de la Caridad (13): “El amor tiene paciencia y es bondadoso. El amor no es celoso. El amor no es ostentoso, ni se hace arrogante.  No es indecoroso, ni busca lo suyo propio. No se irrita, ni lleva cuentas del mal. No se goza de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.  Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca.”   
Amar a Dios y amar al prójimo: resumen la ley y los profetas. Pero nos encontramos con la pequeñez de nuestro amor, con nuestro egoísmo y nuestros intereses. A veces, no parece imposible cumplir el mandamiento del amor. ¿Es, entonces, imposible? No. Claro que es posible. No con nuestras solas fuerzas, sino uniéndonos a Cristo, el Mesías por medio del Espíritu Santo, el Espíritu de amor que enciende nuestros corazones. Es en Cristo, verdadero Señor de David porque es Dios de Dios y Luz de Luz, y al mismo tiempo es hijo de David porque es verdadero hombre nacido de la Virgen María, en quién y por medio de él por el que podemos amar a Dios y a nuestro prójimo.
Las obras de misericordia son formas concretas de amor. Atendiendo a la invitación del Papa Francisco en este Jubileo Extraordinario que se está celebrando en toda la Iglesia, pónganoslas por obra. A María Santísima, Madre del Amor Hermoso, pidámosle que nos enseñe a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.