Homilía
del XVII domingo después de Pentecostés
Santa Misa en la Capilla
de Nuestra Señora del Carmen – Lugo (ESPAÑA)
Dios ha de ser el centro de nuestras vidas. Él es el
origen de la vida porque nos ha creado y es el fin de nuestra existencia, pues
somos llamados a la unión con él por toda la eternidad. La vida del hombre ha
de estar orientada hacia su Creador.
Uno de los interrogantes profundos del hombre es
la pregunta por el sentido de la vida. ¿Para qué existo? ¿Para qué he venido a
este mundo? ¿Qué sentido tiene vivir? Sólo desde la fe encontramos una
respuesta adecuada y satisfactoria. Hemos sido creados para conocer, obedecer y
amar a Dios, y gozar con él después de la muerte, en el cielo por toda la
eternidad. Esta es la vocación del hombre sobre la tierra, este es el sentido
de nuestras vidas. Esta es nuestra tarea: conocer, obedecer y amar a Dios. Todo
lo demás está supeditado y condicionado a esto: Estudio, trabajo, formar una
familia, realizar un proyecto, hacerme sacerdote o religiosa, comer, divertirme
y viajar… aceptar mi ancianidad y mi enfermedad, realizar obras de caridad…
Todo para conocer, obedecer y amar a Dios.
Dios ha de ser el centro de nuestras vidas; pero
¡cuántas veces constatamos como en la historia, en nuestra propia sociedad y
nuestros tiempos, en nuestras propias vidas, Dios no ocupa este primer lugar!
Se le niega a Dios la centralidad y la primacía a favor de otras cosas que no
son más que ídolos, que suplantan falsamente el lugar de Dios. ¡Qué equivocados andamos cuando queremos
vivir nuestra vida como dueños absolutos de ella alejados de Dios! ¡Qué triste
la vida de aquellos que no conocen a Dios y cifran el sentido de sus vidas en
el aparentar, el tener, el placer! ¡Qué desgraciados aquellos que habiendo
conocido a Dios derrochan el don inmenso de la vida andando esclavos de sus
pasiones y del pecado!
Dios ha de ser el centro de nuestras vidas. ¡Qué
bien expresa esto la liturgia de la Iglesia! En ella el centro es Dios. Hacia
él, hacia la cruz elevada hacia el Oriente, dirigimos nuestra plegaria como
manifestación de una vida orientada totalmente hacia él. Por ello la liturgia y particularmente la
Eucaristía, la Santa Misa, es el centro y culmen de la vida de la Iglesia, de
cada cristiano, en definitiva de cada hombre, pues en ella Dios ocupa el primer
lugar, él es el protagonista y el actor principal.
El Cardenal Ratzinger, más tarde Benedicto XVI, en
una conferencia en el Año 2000 decía: “A propósito del primer texto que elaboró el
Vaticano II: la constitución Sacrosanctum
Concilium sobre la sagrada liturgia. El hecho de que fuera la primera
(…) tiene un sentido preciso: lo primero es la adoración. Y, por tanto,
Dios. Este inicio corresponde a las palabras de la Regla
benedictina: "Operi Dei nihil praeponatur". “No anteponer nada a
la obra de Dios.” La liturgia se "hace" para Dios y no para nosotros
mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos para nosotros mismos, tanto menos
atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se ha perdido lo
esencial.”
Dios ha de ser el centro de nuestras vidas; es lo
que recuerda Jesús a aquel fariseo del Evangelio que con mala intención se
acerca a él. Maestro, ¿cuál es el
mandamiento principal de la Ley? Jesús, retomando las primeras palabras del
Decálogo le dijo: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero.” Jesús proclama el amor íntegro y total que el
hombre debe a Dios, como único Señor.
Hemos
de preguntarnos ¿qué significa amar? ¿Qué implica este amar a Dios?
El
punto de partida para comprender el sentido completo de este mandamiento es
saber que Dios nos ha amado primero. “En
esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo
unigénito al mundo para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su
Hijo en expiación por nuestros pecados.” 1 Jn 4, 9
San
Juan dirá que Dios es amor. Y toda la historia del universo es una historia del
amor de Dios hacia los hombres. Un amor total, un amor incondicional, un amor
oblativo… El amor de Dios es un misterio en el que debemos meditar todos los
días de nuestra vida, por amor nos ha creado, nos ha dado una familia, nos da
cada instante de nuestra vida, nos da cada alegría, nos da… Todo, incluso el
dolor y el sufrimiento puede verse como don donde Dios muestra su amor… ¡Qué
bien supieron las almas grandes de los santos profundizar y dejarse empapar de
este amor de Dios!
Este
primer mandamiento “Amarás al Señor, tu Dios” es la respuesta en justicia al
amor primero de Dios. La respuesta legítima a aquel que nos ama es corresponder
con amar. Y es tal la ceguedad del hombre, es tal su limitación para
trascenderse, para poder ver en la historia y en su propia historia que Dios ha
amado primero, que es el mismo Dios quien tiene que recordar a los hombres la
obligación de amarlo. Es más, Dios haciéndonos libres, se ha arriesgado a que
optemos por no amarle.
Jesús
recuerda el mandamiento dado a Moisés que explicita como ha de ser ese amor: Amar
con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Al enumerar estas tres
facultades del hombre corazón, alma y ser (mente), se remarca la totalidad de
la entrega que le debemos a Dios, sin reserva alguna… así es como él nos ha
amado, pues no se reservó ni a su propio Hijo. Voluntad, sentimiento, pasiones,
emociones, pensamientos: todo orientado a amar a Dios, conformándolo siempre a
él.
“Amar
a Dios” nos dice el Catecismo implica guardar
y poner en práctica las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), y
evitar los pecados que se oponen a ellas. La fe por la que creemos en Dios y
rechazamos todo lo que le es contrario, como: la duda voluntaria, la
incredulidad, la herejía, la apostasía y el cisma. La esperanza por la aguardamos confiadamente
la bienaventurada visión de Dios y su ayuda, evitando la desesperación y la
presunción. La caridad por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y rechazamos
la indiferencia, la ingratitud, la tibieza, la pereza o indolencia espiritual y
el odio a Dios, que nace del orgullo.
Amar
a Dios implica adorarlo como Señor de todo cuanto existe; rendirle el culto
debido individual y comunitariamente; rezarle con expresiones de alabanza, de
acción de gracias y de súplica; ofrecerle sacrificios, sobre todo el espiritual
de nuestra vida, unido al sacrificio perfecto de Cristo; mantener las promesas
y votos que se le hacen.
Para
un cristiano por tanto no todas las religiones son iguales, ni los dioses son
uno pero con distinto nombre. El cristiano no acude a la brujería ni busca
remedio en la magia y la superstición, no acude a técnicas orientales de
sanación. El cristiano no piensa sobre lo sobrenatural como el agnóstico “que
algo hay” sino que cree firmemente en las verdades de la fe enseñadas por la
Iglesia. El cristiano ha de tener un santo respeto y temor de Dios. El
cristiano por tanto ha de esforzarse por proclamar con su vida y con su
testimonio la existencia del Dios que nos ama y quiere que le amemos. El
cristiano en definitiva pone a Dios en el lugar que en justicia le corresponde:
en el centro de sus vidas.
Jesús
responde a la pregunta del fariseo, pero da un paso más. Le habla del segundo
mandamiento que es semejante a este y que ya está presente en Antiguo
Testamento: "Amarás a tu prójimo como
a ti mismo." Jesús establece una
relación inseparable entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Pues “toda la ley y lo profetas – la fe, la
religión- se resumen en ellos.” Por eso, san Pablo exclamará: Quien ama ha
cumplido la ley entera.
El
Apóstol San Juan corrigiendo ciertas desviaciones de los primeros cristianos,
de hombres que se creían verdaderamente religiosos, remarca que nuestro amor a
Dios se comprueba en nuestro amor al prójimo, es más amamos a Dios amando a
nuestro prójimo, y amando al prójimo –imagen de Dios- amamos a Dios. “Si alguno
dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no
ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto. Y
este mandamiento tenemos de El: que el que ama a Dios, ame también a su
hermano.” 1Jn 4, 20-21
Como el amor de Dios, el amor al prójimo ha de
concretarse. No hay una forma de “amar” abstracta. San Pablo contemplando el
amor de Dios por nosotros, llegó a
comprender como ha de ser nuestro amor hacia los otros y lo escribió a
los Corintios en esa Carta Magna de la Caridad (13): “El amor tiene paciencia y es bondadoso. El amor no es celoso. El amor
no es ostentoso, ni se hace arrogante.
No es indecoroso, ni busca lo suyo propio. No se irrita, ni lleva
cuentas del mal. No se goza de la injusticia, sino que se regocija con la
verdad. Todo lo sufre, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca.”
Amar a Dios y amar al prójimo: resumen la ley y
los profetas. Pero nos encontramos con la pequeñez de nuestro amor, con nuestro
egoísmo y nuestros intereses. A veces, no parece imposible cumplir el
mandamiento del amor. ¿Es, entonces, imposible? No. Claro que es posible. No
con nuestras solas fuerzas, sino uniéndonos a Cristo, el Mesías por medio del
Espíritu Santo, el Espíritu de amor que enciende nuestros corazones. Es en
Cristo, verdadero Señor de David porque es Dios de Dios y Luz de Luz, y al
mismo tiempo es hijo de David porque es verdadero hombre nacido de la Virgen
María, en quién y por medio de él por el que podemos amar a Dios y a nuestro
prójimo.
Las obras de misericordia son formas concretas de
amor. Atendiendo a la invitación del Papa Francisco en este Jubileo
Extraordinario que se está celebrando en toda la Iglesia, pónganoslas por obra.
A María Santísima, Madre del Amor Hermoso, pidámosle que nos enseñe a amar a
Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.