viernes, 1 de abril de 2016

JESUS MISERICORDIOSO: TE BUSCO Y TE ENCUENTRO. Homilía del Primer día del triduo de la Divina Misericordia


JUEVES DE PASCUA
31 de marzo de 2016
Primer día del triduo de la Divina Misericordia

Queridos hermanos:
En medio del gozo y la alegría que trae consigo la celebración de la Resurrección del Señor sobre el pecado y la muerte, comenzamos este triduo preparatorio para la fiesta de la Divina Misericordia. Triduo que ha de ser una preparación en la oración y la meditación para celebrar esta fiesta querida e instituida por el mismo Jesús a través de sus revelaciones privadas a la religiosa polaca Santa Faustina Kovalska y que la Iglesia en la persona de S.S. San Juan Pablo II introdujo en el calendario litúrgico. Triduo y fiesta que en este año jubilar extraordinario que el Papa Francisco ha tenido a bien convocar hemos de esforzarnos de vivir intensamente para recibir la gracias que el Señor en su misericordia está deseoso de derramar sobre el mundo, sobre nuestra patria, sobre nuestras familias y sobre nosotros mismos.

Así lo dice Jesús a Santa Faustina: “Deseo que los sacerdotes proclamen esta gran misericordia que tengo a las almas pecadoras. Que el pecador no tenga miedo de acercase a Mí. Me queman las llamas de la misericordia, deseo derramarlas sobre las almas.”

El Señor está ansioso de derramar sobre el mundo los infinitos tesoros de su misericordia, su corazón se abrasa en llamas de amor por aquellos por los que ha dado su vida... Pero, ¿queremos nosotros dejarnos amar por él? ¿Quiere el hombre de hoy recibir el perdón y la misericordia de Dios?  ¡Cuántas veces nuestro corazón pervertido se endurece ante la bondad de Dios! ¡Cuántas veces cómo ciego que no quiere ver y sordo que no quiere oír el hombre de hoy vive ignorando a Dios!

Tomando las palabras de San Pablo podemos decir de nuestro mundo que: “Aunque conocen a Dios, no le honran como a Dios ni le dan gracias, sino que se hacen vanos en sus razonamientos y su necio corazón se llena de tinieblas. Profesan ser sabios, pero se vuelven necios, (…) porque cambian la verdad de Dios por la mentira, y adoran y sirven a la criatura en lugar del Creador, quien es bendito por los siglos.” (Cfr Rom 1, 21 ss)

Y en cambio, el hombre está necesitado de Dios, de su misericordia. Su alma sedienta de alguien o de algo que la pueda llenar antes o después reclama a su Creador, el único que puede calmar sus sed, el único que puede responder a sus deseos, el único que puede satisfacer el corazón del hombre.

El eunuco a quién Felipe anuncia a Jesucristo y bautiza es imagen del hombre sediento de la Verdad, del hombre que busca –aun en su inconsciencia- a Dios. Este eunuco lee la Escritura. Su lectura pone de manifiesto su ansia de búsqueda. Servidor de la reina, viviendo en la corte, en medio de comodidades y regalos, se siente vacío y necesita algo más que llene su existencia, que dé sentido a su vida. Su misma curiosidad intelectual que le lleva a leer los escritos sagrados del pueblo de Israel será el inicio de encuentro con el Dios revelado en Jesucristo. Busca una palabra de vida, busca una palabra de verdad, busca una palabra de salvación. Y he aquí la misericordia del Señor: el Verbo de Dios saldrá a su encuentro. He aquí la bondad infinita de Dios que se acerca a través de su servidor y el eunuco llega a la fe, confiesa a Jesucristo verdadero Hijo de Dios y es bautizado.

Como aquel hombre, nosotros estamos llamados a confesar a Jesucristo, verdadero Hijo de Dios. Es cierto, hemos sido bautizados, pero muchas veces la gracia bautismal queda inerte en nosotros por nuestra falta de correspondencia. Es semilla verdadera de vida eterna sembrada por el Sembrador pero como en la parábola queda infecunda en nosotros. Nuestros padres confesaron a Jesucristo en nuestro bautismo, pero es cada uno en su hoy quien debe confesar a Cristo Hijo de Dios. Lo hemos hecho solemnemente en la noche de pascua y hemos de hacerlo cada día. “Si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”, (Rom 10, 9) tendrás la vida eterna, hallarás la felicidad, tu sed será saciada.
Además, el episodio del eunuco etíope que recibe el bautismo, ha de hacernos caer en la cuenta de la gracia, de la gran misericordia que el Señor ha tenido con nosotros al llamarnos a la fe y al concedernos ser bautizados. Dar gracias al Señor, porque no perteneciendo al pueblo elegido, hemos sido llamados a formar parte de su Iglesia, pueblo santo y sacerdotal, familia de Dios.

Misericordia de Dios para con nosotros que se renueva cada día con más gracias y dones, con más pruebas de su amor… Pruebas palpables de su misericordia en su providencia diaria del mundo y en la vida de cada hombre y mujer… Pruebas palpables como su entrega diaria en nuestros altares donde el renueva su sacrificio por nosotros y se queda presente en el Santísimo Sacramento… prueba palpable y que experimentamos cuando arrepentidos acudimos al Sacramento de la Confesión y somos absueltos de nuestros delitos.

El Evangelio de este día nos muestra como hemos de responder a esa misericordia con la que Dios nos ama. María Magdalena es prototipo del alma que ante su pecado experimenta la misericordia del Señor y viéndose agraciada de forma inmerecida responde con amor a aquel que la amó primero y que tuvo misericordia de ella. Su estar al pie de la cruz y ahora ante el sepulcro vacío, manifiesta sus vivos deseos de ver y encontrarse con el Maestro. Sus lágrimas y su perseverancia serán nuevamente ocasión de nuevas misericordias. Ella, que antes había sido pecadora pública, es agraciada antes que los mismos discípulos con la aparición de Jesús Resucitado.

María reconoce al Maestro al ser llamada por su nombre. “Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!».” El amor de Dios hacia cada uno de nosotros, no es un amor global, masificado, general… para Dios no somos números, ni parte de una masa… Dios nos ama a cada uno con amor único y personal. El Dios que “cuenta el número de las estrellas, y a cada una la llama por su nombre”, conoce a cada uno de sus hijos los hombres y nos llama también por nuestro nombre,  pues “antes de ser formados en el seno materno, ya nos conocía, y antes de nacer, ya nos había consagrado.” Con el salmista podemos decir: “Tus ojos vieron mi embrión, y en tu libro se escribieron todos los días que me fueron dados, cuando no existía ni uno solo de ellos.” Jesús llama a María por su nombre porque él es “el buen pastor de quien las ovejas oyen su voz; él las llama por nombre y las ovejas lo siguen porque conocen su voz.”

La sed, la búsqueda, el encuentro, la admiración, el amor, el agradecimiento es la experiencia de fe de santa Faustina con Jesús Misericordioso.  Escuchemos esta oración de su diario y hagámosla nuestra para que también nosotros lleguemos al gozo del encuentro con Jesús Resucitado:

‘Oh, mi Jesús, Tu eres la vida de mi vida, Tu sabes bien que lo único que deseo es la gloria de Tu nombre y que las almas conozcan Tu bondad. ¿Por qué las almas Te evitan, oh Jesús?, no lo entiendo. Oh si pudiera dividir mi corazón en partículas mínimas y ofrecerte, oh Jesús, cada partícula como un corazón entero para compensarte, aunque parcialmente, por los corazones que no Te aman. Te amo, Jesús, con cada gota de mi sangre y la derramaría voluntariamente por Ti para darte la prueba de mi amor sincero. Oh Dios, cuanto más Te conozco tanto menos Te puedo entender, pero esa incapacidad de comprenderte me permite conocer lo grande que eres, oh Dios. Y esa incapacidad de comprenderte incendia mi corazón hacia Ti como una nueva llama, oh Señor. Desde el momento en que permitiste, oh Jesús, sumergir la mirada de mi alma en Ti, descanso y no deseo nada más. He encontrado mi destino en el momento en que mi alma se sumergió en Ti, en el único objeto de mi amor. Todo es nada en comparación Contigo. Los sufrimientos, las contrariedades, las humillaciones, los fracasos, las sospechas que enfrento, son espinas que incendian mi amor hacia Ti, Jesús. Locos e irrealizables son mis anhelos.