domingo, 6 de junio de 2021

COMO SACAR GRAN FRUTO DE LA SAGRADA COMUNIÓN. San Alfonso María de Ligorio

 


DE LA SANTA COMUNIÓN

SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

Homo quidam fecit cænam magnam.

«Un hombre dispuso de una gran cena»

(Luc. XIV, 16)

Nos dice el Evangelio de hoy, que un hombre rico preparó un gran banquete: en seguida mandó a uno de sus criados que convidase a todos los que hallase por las calles, bien fuesen pobres, ciegos o cojos, y les impeliera a que fueran: Exi in vias, et sepes et compelle intrare, ut impleatur domus mea. Y le añadió, que ninguno de los que antes habían sido convidados y no acudieron, participaría en delante de su mesa: Dico autem vobis, quod memo virorum illorum, qui vocati sunt, gustabit cænam meam. (Luc. XIV, 23, 24). Este banquete es la santa Comunión, banquete espléndido, a que son convidados todos los fieles para alimentarse de la carne sacrosanta de Jesucrísto en el santísimo Sacramento del altar, según aquellas palabras de San Mateo: Accipite et comedite, hoc est corpus meum: «Tomad y comed; éste es mi cuerpo» (Matth. XXVI, 26) Nos ocuparemos de hoy en considerar:

Punto 1º. El grande amor que Jesucristo nos ha manifestado, dándose a comer en éste sacramento.
Punto 2º. Lo que nosotros debemos practicar al recibirle, para sacar digno fruto de la Comunión.

Punto I

EL GRANDE AMOR QUE JESUCRISTO NOS MANIFESTÓ, DÁNDOSE A COMER EN ESTE SACRAMENTO

1. «Sabiendo Jesús, que era llegada la hora de su tránsito en este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, les amó hasta el fin». (Joann. XIII, 1). Con éstas palabras nos manifiesta San Juan, que Jesucristo, antes de morir, quiso dejarnos la prueba mayor y más evidente que podía darnos de su amor, dejándonos su mismo cuerpo en la santa Eucaristía. Las palabras in finem dilexit eos (les amó hasta el fin), las explica San Juan Crisóstomo de este modo: Extremo amore dilexit eos: «los amó con un amor extraordinario». Dice San Bernardino de Sena, que «las señales de amor que se dan poco antes de morir, quedan más impresas en la memoria y se aprecian más». Pero, cuando otros suelen dejar a sus amigos un anillo, o algunas monedas de plata en señal de afecto que les tienen, Jesucristo nos dejó su mismo cuerpo, para que le comamos en este sacramento de amor.

2. ¿Y en que tiempo instituyó Jesucristo este sacramento? Puntualmente le instituyó, como observó el Apóstol, la noche anterior al día de su muerte. Así nos lo dice: La noche misma en que  de ser traidoramente entregado, tomó el pan y dando gracias, lo repartió y dijo: «Tomad y comed: este es mi cuerpo». Es decir, que nuestro amantísimo redentor quiso hacernos este don inapreciable, al mismo tiempo que los hombres se preparaban a darle la muerte. No se contentó, pues, Jesucristo con dar su vida por nosotros en una cruz, sino que quiso antes de morir manifestarnos todas las riquezas de su amor, como dice el Concilio de Trento, «dejándonos su cuerpo para que lo comiésemos en santa Comunión». (Sess. 13, cap. 2) Si la fe no nos asegurase esta verdad, ¿quién podría creer jamás, que un Dios haya querido hacerse hombre, y convertirse en un manjar, para que pudieran comerle sus mismas criaturas? Cuando Jesucristo reveló a sus discípulos este sacramento, que les quería dejar en señal de su amor, no podían creerlo ellos mismos, y se despidieron del Señor diciendo: «¿Cómo puede éste darnos su carne? Dura es esta doctrina; ¿y quien es el que puede escucharla?» (Joann. VI. 153 et 61) Pero aquello mismo que los hombres no podían creer, lo imaginó y realizó el grande amor de Jesucristo cuando dijo: «Tomad y comed, este es mi cuerpo». Así lo dijo a los Apóstoles la noche antes de morir, y lo mismo nos dice a nosotros ahora después de haber muerto.

3. San Francisco de Sales dice que: se tendría por muy honrado aquel hombre a quien el rey le enviase de su mesa una porción de comida de su mismo plato. ¿Y cuánto más honrado se creería, si esta porción fuese una parte de su mismo brazo? Pues Jesús nos da en la Comunión, no solamente una parte de su brazo, sino todo su cuerpo sin reservarse nada. Por eso San Juan Crisóstomo nos echa en cara nuestra ingratitud con estas palabras: Nihil sibi reliquit. Nada se reservó para si. Y Santo Tomás dice, que «Dios nos ha dado en la Eucaristía todo cuanto es y todo cuanto tiene». (Opusc. 63, c. 2). Con razón este mismo santo llamó después a este sacramento de caridad, prenda de amor. Le llama así, porque solamente el amor movió a Jesucristo a otorgarnos este don y su prenda de amor. San Bernardo llama también a este sacramento: Amor amorum; amor de los amores, o amor sobre todo amor, que el Señor, por medio de su encarnación, se dió a todos los hombres en general; pero en la institución de este sacramento se dio a cada uno de nosotros en particular, para darnos a entender el amor particular que nos conserva a cada uno.

4. ¡Con cuánta ansia desea Jesucristo unirse a nuestras almas en la santa Comunión! Bien  manifestó este deseo cuando instituyó este sacramento, diciendo a los Apóstoles: «Ardientemente he deseado comer este cordero Pascual con vosotros». (Luc. XXII, 15). San Lorenzo Justiniano dice:  que las palabras desear ardientemente, salieron del corazón enamorado de Jesucristo, para demostrarnos con ellas el ardiente amor que nos tenía. Esta es, dice, una expresión del más ardiente amor. Y para que nosotros acudamos a recibirle a menudo en la santa Comunión, nos promete la vida eterna: «Quien come este pan vivirá eternamente» (Joann. VI, 59) Y al contrario, si no comulgamos, nos amenaza privarnos de su gracia y del Paraíso: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre… no tendréis vida en vosotros». (Ibid, v. 54) Estas promesas y estas amenazas nacen del ardiente deseo que tiene el Señor de unirse con nosotros por medio de este sacramento.

5. ¿Y por qué desea tanto Jesucristo que le recibamos en la santa Comunión? Porque desea estar unido con cada uno de nosotros. En la Comunión se une realmente Jesucristo con el alma y con el cuerpo del hombre; y el hombre se une con Jesucristo, como dice Él mismo: Quien come mi carne, en mí mora y yo en él. (Joann. VI, 57). Por esto dice San Juan Crisóstomo, que «después de la Comunión, nos hacemos un mismo cuerpo y una misma carne con Él». Y por lo mismo exclama San Lorenzo Justiniano: ¡Cuán admirable es tu amor ¡Oh, Jesús!, pues quisiste que nos incorporásemos a Ti de tal modo, que tuviésemos un mismo cuerpo y una misma alma contigo! Por esto dice el Señor a toda alma que recibe la Comunión, lo que dijo un día a su amada sirva Margarita de Iprés: Mira, hija mía, la bella unión que se ha obrado entre tu y yo: ámame en adelante, y estemos siempre unidos en amor, y no nos separemos ya. Esta unión nuestra con Jesucristo, es efecto, como dice San Juan Crisóstomo, del ardiente amor que Cristo nos tiene: «Se unió a si mismo con nosotros, para que seamos una misma cosa…; porque tal unión es propia de los que aman ardientemente». (Hom. 61, Ibid). Pero, Señor, tanta intimidad con el hombre no es decente a una Majestad divina, como la vuestra. Empero el amor, sin atenerse a razones, sigue a donde le arrastra su inclinación, y no donde no debe ir: Amor ratione caret, et vadit quo ducitur, non quo debeat. (Serm. 143) San Bernardino de Sena dice: que «Jesucristo, dándonos su cuerpo a comer, quiso llegar al último grado de su amor, uniéndose enteramente con nocotros, como se une el manjar con quien lo come, que se convierte en su misma sustancia» (San Bern. Sen. tom. 2. Serm. 54). Lo mismo explicó con mucha claridad San Francisco de Sales, diciendo: «En ninguna otra acción puede considerarse el Salvador, ni más tierno, ni más amoroso, que en esta, en la cual se anonada, por decirlo así, y se reduce a manjar para penetrar en nuestras almas y unirse al corazón de sus fieles amigos».

6. De donde resulta, que no hay cosa alguna de la que podamos sacar tanto fruto, como de la sagrada Comunión. Dice San Dionisio, que «el santísimo Sacramento tiene una virtud suma para santificar nuestras almas, mayor que la que tienen todos los otros medios espirituales». Y San Vicente Ferrer dijo que: «aprovecha más al alma una sola Comunión, que una mañana de ayunos a pan y agua». La Comunión es aquella medicina que nos libra de los pecados veniales, y nos preserva de los mortales, como dice el Concilio de Trento: Antidotum quo a culpis quotidianis liberemur, et a mortabilus præserveremur. Jesús mismo dice: «Quien me come, vivirá por mí, y de mi propia vida.» (Joann. VI, 58). Inocencio III escribió, que «Jesucristo, por su Pasión, nos libra de los pecados cometidos; y por la Eucaristía de los que podamos cometer». «La Eucaristía -dice el Crisóstomo-, es aquel fuego que nos inflama en el amor de Dios y hace que el demonio nos tema» (Hom. 61. ad. Pop. Ant.) Explicando San Gregorio aquellas palabras que dice la Esposa de los Cantares de Salomón: Intrudixit me in cellam vinariam, ordinavit in me charitatem (Cant. II, 4) dice: que «la Comunión es aquella bodega del vino en donde el alma queda de tal manera embriagada del divino amor, que olvida enteramente todas las cosas creadas».

7. Tal vez dirá alguno: Por eso no comulgo yo a menudo, porque no me embriago en el divino amor. A este tal le responde Gerson con estas palabras: «¿Con que quieres apartarte del fuego porque te sientes frío, cuando debías por lo mismo acercarte más a menudo a éste divino sacramento?» Oye pues lo que dice San Buenaventura: «Aunque estés frío, debes acercarte, confiando siempre en la misericordia de Dios, porque cuanto más enfermo se siente uno, tanto más necesita del médico». (De Prof. Rol. cap. 8). Y San Francisco de Sales dice en el cap. 21 de su Filotea: «Dos especies de personas deben comulgar con frecuencia: los perfectos para conservarse en la perfección; y los imperfectos, para llegar a ser perfectos». Pero no hay duda alguna de que el que quiere comulgar, debe poner todo en comulgar bien dispuesto.

Punto II

QUÉ ES LO QUE DEBEMOS PRACTICAR AL RECIBIR LA SAGRADA COMUNIÓN PARA SACAR GRAN FRUTO DE ELLA

8. Dos cosas son necesarias para sacar gran fruto de la Comunión: prepararse bien antes de recibirla, y dar gracias a Dios después de haberla recibido. En cuanto a la primera parte, es indudable que los santos sacaban gran fruto de las comuniones, porque procuraban preparase bien. Y de no prepararse bien resulta, que muchas almas siempre viven con las mismas imperfecciones, a pesar de las muchas comuniones que hacen. Escribe el cardenal Bona, que «el no adelantar en la perfección comulgando, no consiste en el divino manjar que recibimos, sino en la poca preparación con que nos acercamos a recibirlo». Dos son las disposiciones principales que debe tener el que quiere comulgar con frecuencia; la primera es el desapego de las criaturas, desterrando del corazón todo lo que no sea de Dios. Conviene, pues, purgar el corazón de los efectos mundanos, para que le posea Dios enteramente. Esta fue la advertencia que el mismo Jesucristo hizo a Santa Gertrudis para que pudiese comulgar bien: No busco otra cosa en ti, -le dice- sino que vengas a recibirme vacía de ti misma. Por lo tanto, desterremos del corazón las cosas creadas, y de este modo será entero del Creador; porque ninguno puede servir a dos señores, como dice el mismo Jesucristo en el Evangelio.

9. La segunda disposición para sacar gran fruto de la comunión es, el deseo de recibir a Jesucristo a fin de amarle más. San Francisco de Sales decía: Se debe recibir solamente por amor al que por amor se nos da. Por consiguiente, el principal fin de nuestras comuniones debe ser el aumentar en nosotros el amor hacia Jesucristo. Por esto dijo el Señor mismo a Santa Matilde: Cuando comulgues, desea tener todo aquel amor hacia mi del que es capaz un corazón, y yo recibiré tu amor cual tu desearías que fuese.

10. También es necesaria la acción de gracias después de la Comunión; porque la oración que se hace después de comulgar, es la más grata a Dios y la más útil para nosotros. Después de la comunión debemos entretenernos en afectos y súplicas; y los afectos no deben ser solamente de acción de gracias, sino también de humildad, de amor y de ofrecimiento de nosotros mismos. Entonces es cuando debemos humillarnos cuanto podamos, viendo que un Dios se ha convertido en manjar nuestro, después de haberle ofendido tanto. Un sabio doctor dice, que el afecto más propio del que comulga debe ser de admiración; y que debemos decir: ¡Un Dios desciende a mí! ¡A mí se humilla todo un Dios! Hagamos también entonces actos de amor hacia Jesucristo, puesto que Él se ha hospedado dentro de nosotros para ser amado; por lo que agradece mucho oír decir al que le ha recibido: Yo os amo, Jesús mío, y no amo otra cosa que a Vos. Ofrezcámonos también entonces nosotros mismos a Jesucristo, con todas nuestras cosas, para que disponga de ellas a su gusto, repitiendo muchas veces estas palabras: Vos Jesús mío, os disteis todo a mí, y yo me doy todo a Vos.

11. Además de los afectos, debemos repetir las súplicas con gran confianza después de la Comunión; porque este es el tiempo en que podemos ganar grandes tesoros de gracias. Dice Santa Teresa, que« Jesús está entonces en el alma como en un trono de gracia», y le dice como al Ciego de nacimiento: Quid tib ivis faciam? «¿Que quieres que te haga?» (Marc. X, 51). Que es como si le dijera: Me autem non semper habetis (Joann. XII, 8) «Ahora me tienes aquí, pero no me tendrás siempre; pídeme las gracias que quieras, porque he descendido expresamente del Cielo para concedértelas». ¡Oh, que tesoro de gracias pierden aquellos que se entretienen poco en suplicar a Dios después de la Comunión! Entonces también debemos volvernos hacia el Padre eterno, y recordándole la promesa que Jesucristo nos hizo: Amen amen dico vobis, si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis: «En verdad os digo, que cuanto pidiéreis a mi Padre en mi nombre, os lo concederá». (Joann. XVI, 23); debemos decirle: Dios mío, por el amor de este vuestro Hijo, que al presente tengo dentro de mi pecho, dadme vuestro amor y santificadme. Y si decimos esto con confianza, no debemos dudar que el Señor nos oirá. El que así lo haga, puede hacerse santo con una sola Comunión, porque tiene en si mismo la fuente de la gracia, y al que ha ofrecido que dará al que le pida: Petite et accipietis.