COMENTARIO AL
EVANGELIO
SOLEMNIDAD DE CRISTO REY
SOLEMNIDAD DE CRISTO REY
ULTIMO DOMINGO DE
OCTUBRE
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
¡Dios
mío! ¡qué humildad y qué anonadamiento para un Dios! Sin duda, nada nos es tan
sensible como las afrentas, los desprecios y las repulsas; pero si nos paramos
a considerar los que padeció Jesucristo, ¿podremos nunca quejarnos, por grandes
que sean los nuestros? ¡Qué dicha para nosotros, tener ante los ojos tan
hermoso modelo, al cual podemos seguir sin temor de equivocarnos!
Digo
que Jesucristo, muy lejos de buscar lo que podía ensalzarle en la estima de los
hombres, quiere, por el contrario, nacer en la oscuridad y en el olvido; quiere
que unos pobres pastores sean secretamente avisados de su nacimiento por un
ángel, a fin de que las primeras adoraciones que reciba vengan de los más
humildes entre los hombres. Deja en su reposo y en su abundancia a los grandes
y a los dichosos del siglo, para enviar sus embajadores a los pobres, a fin de
que sean consolados en su estado, viendo en un pesebre, tendido sobre un manojo
de paja; a su Dios y Salvador. Los ricos no son llamados sino mucho tiempo
después, para darnos a entender que de ordinario las riquezas y comodidades
suelen alejarnos de Dios. Después de tal ejemplo, ¿podremos ser ambiciosos y
conservar el corazón henchido de orgullo y lleno de vanidad? ¿Podremos todavía
buscar la estimación y el aplauso de los hombres, si volvemos los ojos al
pesebre? ¿No nos parecerá oír al tierno y amable Jesús que nos dice a todos:
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mat., 10. 10). Gustemos,
pues, de vivir en el olvido y desprecio del mundo; nada temamos tanto, nos dice
San Agustín, como los honores y las riquezas de este mundo, porque, si fuera
permitido amarlas, las hubiera amado también Aquél que se hizo hombre por amor
nuestro. Si Él huyó y despreció todo esto, nosotros debemos hacer otro tanto,
amar lo que Él amó y despreciar lo que Él despreció: tal es la lección que
Jesucristo nos da al venir al mundo, y tal es, al propio tiempo, el remedio que
aplica a nuestra primera llaga, que es el orgullo.
San Juan María Vianney