domingo, 29 de octubre de 2017

¡LA HUMILDAD DE TODO UN DIOS! San Juan María Vianney




COMENTARIO AL EVANGELIO
SOLEMNIDAD DE CRISTO REY
ULTIMO DOMINGO DE OCTUBRE
Forma Extraordinaria del Rito Romano
¡Dios mío! ¡qué humildad y qué anonadamiento para un Dios! Sin duda, nada nos es tan sensible como las afrentas, los desprecios y las repulsas; pero si nos paramos a considerar los que padeció Jesucristo, ¿podremos nunca quejarnos, por grandes que sean los nuestros? ¡Qué dicha para nosotros, tener ante los ojos tan hermoso modelo, al cual podemos seguir sin temor de equivocarnos!
Digo que Jesucristo, muy lejos de buscar lo que podía ensalzarle en la estima de los hombres, quiere, por el contrario, nacer en la oscuridad y en el olvido; quiere que unos pobres pastores sean secretamente avisados de su nacimiento por un ángel, a fin de que las primeras adoraciones que reciba vengan de los más humildes entre los hombres. Deja en su reposo y en su abundancia a los grandes y a los dichosos del siglo, para enviar sus embajadores a los pobres, a fin de que sean consolados en su estado, viendo en un pesebre, tendido sobre un manojo de paja; a su Dios y Salvador. Los ricos no son llamados sino mucho tiempo después, para darnos a entender que de ordinario las riquezas y comodidades suelen alejarnos de Dios. Después de tal ejemplo, ¿podremos ser ambiciosos y conservar el corazón henchido de orgullo y lleno de vanidad? ¿Podremos todavía buscar la estimación y el aplauso de los hombres, si volvemos los ojos al pesebre? ¿No nos parecerá oír al tierno y amable Jesús que nos dice a todos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mat., 10. 10). Gustemos, pues, de vivir en el olvido y desprecio del mundo; nada temamos tanto, nos dice San Agustín, como los honores y las riquezas de este mundo, porque, si fuera permitido amarlas, las hubiera amado también Aquél que se hizo hombre por amor nuestro. Si Él huyó y despreció todo esto, nosotros debemos hacer otro tanto, amar lo que Él amó y despreciar lo que Él despreció: tal es la lección que Jesucristo nos da al venir al mundo, y tal es, al propio tiempo, el remedio que aplica a nuestra primera llaga, que es el orgullo.
San Juan María Vianney