PADRE PIO: La penitencia,
respuesta de amor al amor Misericordioso.
Homilía de tercer triduo
Continuamos
nuestro camino de preparación a la fiesta del Padre Pío, guiados por sus
enseñanzas. El Evangelio de hoy, viernes
de las témporas de septiembre, nos invita a considerar nuevamente el pecado, la
conversión y la penitencia.
Una
mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que Jesús estaba
comiendo en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro lleno de perfume y,
colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con
las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de
besos y se los ungía con el perfume.
Aquella
mujer, aun siendo pecadora, sobreponiéndose a los temores y respetos humanos,
se pone en camino para postrarse ante aquel que es la misma Misericordia,
Jesucristo, el Hijo de Dios. No teme su juicio, pues espera en su misericordia.
No le importa el juicio de sus vecinos, porque el único juez es aquel que ha
dicho: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos.
Postrándose
ante Jesús realiza todo un rito sagrado. No dice nada. Pero sus acciones
expresan con mucha más elocuencia: su arrepentimiento, su dolor por haber
pecado y el amor que tiene a aquel que ha venido a darle la salvación y el
perdón de los pecados.
Si
Dios odia el pecado, lo detesta y el pecado es lo más antagónico a su santidad,
¿por qué lo permite?
¿Por
qué permitió el primer pecado de nuestros primeros padres? ¿Por qué consiente
que los hombres pequen una y otra vez? Podría simplemente con quererlo hacernos
desaparecer la faz de la tierra. Podría hacer caer rayos y centellas sobre
nuestras cabezas.
En
primer lugar, Dios lo permite porque nos ha hecho libres. Nos hizo libres para
amarle, pero corriendo el riesgo de que nos quisiésemos amarle. Nos concedió la
libertad arriesgándose a que la usásemos mal y nos rebelásemos contra él. Por
amor y para que le amásemos, nos hizo libres.
Dios
consiente el pecado, porque incluso este mal puede ser causa de una bien mayor
para nosotros. Consideremos que es Dios mismo el que nos concede el
arrepentimiento de nuestro pecado así como el dolor de haberle ofendido.
Incluso el pecado sirve para que aun quede todavía más engrandecida la gloria y
la omnipotencia divina, al perdonarnos nuestro pecado. Su perdón es la
manifestación de su amor eterno que en palabras del apóstol San Pablo: Disculpa
sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.
El
pecado, como nos decía el Padre Pío, cuando va acompañado de una verdadera
contrición, llega a “convertirse en peldaño que nos acerca, que nos eleva, que
de forma segura nos conduce a él.”
Lo
vemos en esta mujer pecadora del Evangelio y tantos testimonios que a lo largo
de la historia de la Iglesia. El pecado fue ocasión para la conversión y para
manifestar en adelante un mayor amor. “Mucho se le ha perdonado, porque mucho
amado.” Ojalá fuese así también en nosotros.
Porque
es cierto, el pecado puede convertirse en un peldaño que nos lleva a amar, pero
pongamos atención: cuando no hay en nosotros verdadero arrepentimiento, cuando
no detestamos con odio el pecado, cuando no hay en nosotros firme propósito de
no volver a ofender a Dios, y nuestras confesiones se convierten en una
autojustificación o en una búsqueda egoísta de tranquilidad de conciencia; el
pecado repetido engendra el vicio, endurece el corazón, ciega la inteligencia y
nos lleva a más pecados en un camino seguro hacia el infierno. ¡Sí! El infierno
es el destino de nuestro pecado, que nosotros escogemos libremente.
¿En
qué consiste el infierno? Nos lo dice el Catecismo: “Consiste en la condenación
eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La
pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien
únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido
creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras
«Alejaos de mí, malditos al fuego eterno» (Mt 25,41)
Párate
hoy a pensar. Pon tu vida delante de Dios. Piensa como ha sido y has vivido
hasta hoy y cómo quieres que sea a partir de hoy mismo. No depongas tu
conversión. No cierres tu oído y endurezcas tu corazón a la voz de Cristo
misericordioso que te llama a sí. “Aún admitiendo que hubieras cometido todos
los pecados de este mundo, -dice el Padre Pío: Jesús te repite: te son
perdonados tus muchos pecados porque has amado mucho.” Póstrate a sus pies,
llora tus pecados, como aquella mujer pecadora y encontrarás el perdón y el
amor de aquel que es la misma Misericordia y que se goza en perdonarnos.
El
mismo Padre Pío decía de sí mismo: “Yo no me cansaré de orar a Jesús. Es verdad
que mis oraciones son más dignas de castigo que de premio, porque he disgustado
demasiado a Jesús con mis incontables pecados; pero, al final, Jesús se
apiadará de mí.”
“Mucho
se la ha perdonado, porque ha amado mucho.”
¿Cómo manifestar el amor a Dios? La respuesta adecuada al amor y al
perdón de Dios es la penitencia. Esta nace de un corazón verdaderamente
arrepentido. El catecismo dice que la penitencia es el dinamismo –el
movimiento- del «corazón contrito», movido por la gracia divina a responder al
amor misericordioso de Dios. Implica el dolor y el rechazo de los pecados
cometidos, el firme propósito de no pecar más, y la confianza en la ayuda de
Dios. Se alimenta de la esperanza en la misericordia divina.
Esta
penitencia no es simplemente un sentimiento, sino que necesariamente ha de
expresarse en nuestras obras y en nuestra vida de formas muy variadas, pero no
hemos por ello de desestimar las expresiones tradicionales del ayuno, la
oración y la limosna, que han de estar presente no solo en Cuaresma sino
durante todo el año.
¿Cuánta
penitencia hago? ¿Qué penitencias hago a lo largo del día? Sería una buena pregunta para conocer
realmente el estado de mi amor a Dios.
Por
último, algunos (incluso eclesiásticos y los que se autodenominan teólogos)
usando la frase de Jesús “Mucho se la ha perdonado, porque ha amado mucho”,
quieren justificar formas de vida totalmente contrarias a la ley natural y a
los mandamientos de Dios. Llaman “amor”
a hábitos y formas de vida desordenados guiados no por la recta razón y por la
fe, sino guiados por sus instintos y de malas pasiones. No tergiversemos el
Evangelio de Jesucristo: El odia el pecado y nunca lo justifica. Él es
misericordioso y justo; y por tanto no nos engaña. Nos muestra la verdad con
caridad, y ejerce con nosotros su amor pero en la verdad. Aquella mujer mereció el perdón de sus muchos
pecados, porque arrepentida hizo penitencia, es decir, amó mucho. Por ello,
pudo escuchar de Jesús: Han quedado perdonados tus pecados.
“Siento –decía el Padre Pío-, siento cada vez
más la imperiosa necesidad de entregarme con más confianza a la misericordia
divina y de poner sólo en Dios toda mi esperanza.” Ojalá nosotros sintamos
también como él este impulso de la mujer del evangelio y vivamos este santo
abandono en la esperanza.
Con el Padre Pío rogamos a
Nuestra Madre del cielo: “Madre mía, infunde en mí aquel amor que ardía en tu
corazón por él; en mí, que, cubierto de miserias, admiro en ti el misterio de
tu inmaculada concepción y que ardientemente deseo que, por ese misterio,
purifiques mi corazón para amar a mi Dios y a tu Dios, mi mente para elevarme
hasta él y contemplarlo, adorarlo y servirlo en espíritu y verdad, el cuerpo
para que sea su tabernáculo menos indigno de poseerlo cuando se digne venir a
mí en la santa comunión.”