XXIII DOMINGO DE PENTECOSTÉS.
El poder de la fe
Fray Justo Pérez de Urbel
Mañana primaveral junto al lago de Genesareth. Aire transparente, cielo de lapislázuli, oro en las colinas cercanas. Ni el menor estremecimiento en la superficie de las aguas, ni el más leve temblor en las ramas floridas de los terebintos. Solamente los hombres están inquietos. Las gentes del puerto caminan ansiosas junto a la playa pidiendo noticias en alta voz con gesto tembloroso. “¿Qué ha sido de los pescadores? ¿Se han salvado todos? ¡Mala noche, a fe mía!... ¿Y el Rabbí? ¿No se ha hundido su nave? ¡Qué vendaval! Las casas más sólidas parecían venirse abajo... Y, ¡caso extraño!, jamás se ha visto que una tempestad cesase tan repentinamente…"
Pero era el Rabbí, el Rabbí, sobre todo, quien formaba el objeto de las preocupaciones y las conversaciones. La tarde anterior se había embarcado allí mismo, juntamente con sus discípulos, y apenas le habían perdido de vista, cuando estalló la tempestad, larga y furiosa, en que la barquilla de Pedro tuvo que sucumbir necesariamente. Pasaban las horas, aumentaba la inquietud y engrosaba la muchedumbre, que venía a caza de noticias. Las noticias llegan, y más venturosas de lo que se podían esperar: Jesús está en salvo; un gesto de su mano ha hecho enmudecer a los vientos y a las olas; su poder se ha manifestado al otro lado de las aguas, en la región de los gerasenos, y ahora vuelve, vuelve a su ciudad. La multitud se estremece de alegría. No se cansa de oír al profeta, ni de aplaudir al taumaturgo. Cada día quiere milagros nuevos y nuevas parábolas... Mas he aquí una barca. Es la de Pedro, indudablemente; lo dice el color de sus velas y hasta su movimiento en las aguas. Es la barca que estuvo a punto de zozobrar durante las terribles horas de la noche anterior. Y en ella, ¡oh dicha!, va Jesús. Se le ve erguido sabre el puente, con los ojos fijos sobre los que le aguardan y le aplauden en la orilla.
Cuando salta en tierra, la multitud se agolpa en torno suyo: pescadores, hortelanos, cargadores del puerto, fariseos y publicanos. Estos últimos se presentan en mayor numero que nunca. Tienen sonrisa de fiesta, ojos de fiesta y mantos de fiesta. Uno de ellos se acerca al Señor y le dice: "Señor, quiero despedirme de mis compañeros con un banquete. ¿Podríais venir a presidir la mesa? Quien así hablaba era Leví, el que en el senado apostólico lleva el nombre de Mateo. Jesús acepta la invitación, enseñanza elocuente para los puritanos de todos los tiempos. El cortejo se pone en marcha. El telonio está cerca vigilando los negocios del puerto, y junto al telonio, las casas de los telonarios. En el banquete hubo alegría y magnificencia: vinos rojos, aguas aromáticas, bálsamos para ungir a los comensales, peces del lago y corderos de los rebaños que pacen en las laderas del Kourn Hattin. Viene luego la discusión consabida con los fariseos y la parábola movida y pintoresca de siempre, y, para que nada falte, el milagro.
Un hombre penetra en la sala. Todo el mundo le conoce. Es Jairo, el príncipe de la Sinagoga. Aunque rico y poderoso, se le aprecia a causa de su bondad. Además, ahora es desgraciado. Tiene los ojos hinchados por el llanto, pálido el rostro, y todo el cuerpo abrumado por la desgracia. No obstante, hace por dominarse, y, recogiendo todas sus fuerzas, avanza hasta el lecho en que se recostaba Jesús, cae a sus pies, tocando el suelo con la frente, y pronuncia estas palabras, donde se refleja la precipitación, el desorden del dolor y del amor: "Señor, mi niña, mi hija única, se muere..., está muerta..., pero ven, pon tus manos sobre ella y vivirá." Siempre abierto a la compasión, el corazón de Jesús se conmueve ante aquel hombre que llora postrado a sus pies; interrumpe la conversación de sobremesa, la bella enseñanza de los odres viejos y los vestidos nuevos, y se dirige a la ciudad rodeado de sus discípulos y de un pueblo sediento siempre de nuevas maravillas.
Entre los demás, tímida, vacilante, acercándose unas veces al Salvador, quedándose otras veces atrás, iba una mujer, que no cesaba de repetir en su interior: "Si lograse tocar su vestido, quedaría seguramente curada." Un anhelo ardiente, una fe ciega vibraban en estas palabras. Doce años hacía que estaba enferma la pobre mujer, y su mal, un flujo de sangre, la colocaba en una situación humillante, lejos de la vida social, excluida de las asambleas religiosas y hasta considerada como una pecadora en la intimidad del hogar. ¡Cuánto había llorado en aquellos años interminables de su enfermedad! ¡Cuánto había rezado también invocando las misericordias de Dios sobre su desgracia! Entretanto, no se olvidaba de buscar todos los remedios imaginados por los hombres. Cebollas de Persia, alumbre, azafrán, goma de Alejandría; estas y otras muchas cosas las había tomado mezcladas con los vinos más exquisitos de Grecia durante largas temporadas. Como esto resultaba inútil, se colocó, según lo mandaba el Talmud, con una copa de vino en la mano, en el cruce de dos caminos, para recibir el susto causado por un hombre que llegaba bruscamente por detrás. En estas cosas tan pueriles como inútiles había gastado toda su fortuna, y ahora la pobreza daba en su vida la mano a la enfermedad y pronto vendría a juntárseles otra hermana más fatídica: la vejez.
Pero allí está el que sosiega el rebaño arisco de las olas, el piloto de los vientos, el dueño de la enfermedad y de la muerte. Camina de prisa en medio de un cortejo que aumenta sin cesar. Por la espalda, le cuelga la punta del manto, adornado con las franjas simbólicas de color de jacinto que, según la ley de Moisés, llevaba todo israelita para indicar que pertenecía al pueblo de Dios. El viento las agita, y ellas flotan juguetonas en el espacio. Es el momento en que la pobre mujer extiende la mano y logra rozar la extremidad del manto. En el mismo instante advierte que su mal ha cesado, y, llena de júbilo, se pierde entre la multitud. "¿Quién ha tocado mi vestido?", pregunta Jesús, dirigiéndose a los que le rodeaban; y Pedro, siempre impetuoso e irreflexivo, le contesta: "Maestro, todo el mundo os oprime y empuja, y preguntáis: ¿quién me ha tocado?" "Alguien me ha tocado -replica Jesús-. Yo sé que una virtud ha salido de Mí.” Y al mismo tiempo, la mujer curada vio que caían sobre ella aquellos ojos que taladraban los corazones. Estaba descubierta. Pálida y temblorosa, cayó a los pies del Salvador, declarando cuanto acababa de suceder en ella. Es lo que deseaba Jesús; quería que todos conociesen el poder de la fe. "Tranquilízate, hija mía -le dijo-; tu fe te ha salvado."
Entretanto, el príncipe de la Sinagoga pensaba en su hija. Se habían perdido unos momentos preciosos. Tal vez la niña había expirado ya. Sí, había expirado: se lo dicen los esclavos que salen de su casa con aire de dolor. Sin embargo, no se queja; calla, esperando todavía. El Maestro le mira; adivina la tragedia que desgarra su alma, y le dice: "No temas; cree solamente, y se salvara.” Llegan a la casa de Jairo. Es el espectáculo de una mansión donde acaba de entrar la muerte: desorden, sollozos, hablar bajo y llorar alto. En el vestíbulo se apelotonaban las plañideras y los tocadores de flauta, "la flauta de la muerte". Jesús se abre paso entre ellos. "No lloréis -les dice-; la niña duerme, no está muerta." Pero aquella gente, que vive de los entierros y olfatea una cena espléndida, se ríe de estas palabras. En medio de un estallido de exclamaciones irónicas y burlonas sonrisas, el Taumaturgo llama a los más íntimos de sus discípulos y a los padres de la difunta, y entra con ellos en la sala fúnebre. Tendida sobre el lecho yace la niña, bella todavía, con la blancura del lirio en la frente y sus ojos de violeta marchita. Jesús se acerca, se inclina, toma en sus manos divinas una de aquellas manos de nieve y de cera, y pronuncia estas dos palabras: "Niña, levántate." Y la niña se despertó, miró en torno suyo sonriente, dejó de un salto el lecho fúnebre y empezó a correr a través de la habitación, alegre y feliz, como quien, a los doce años, ha roto las cadenas de la muerte.
Una nueva maravilla obrada por la fe. Los milagros de Cristo, decía San Gregorio Magno, son a la vez hechos y enseñanzas: En la curación de la hemorroisa y en la resurrección de la hija de Jairo, la enseñanza es la misma: que la fe lo puede todo: “Basta creer -dice Jesús-. Tu fe te ha salvado." Al leer el relato evangélico, llega uno a pensar que Jesús tiene miedo de que la fe del príncipe de la Sinagoga se debilite, haciendo imposible el milagro. La fe será, en el nuevo reino de Cristo, una fuerza nueva más poderosa que todas las fuerzas de la naturaleza. Alma del hombre regenerado, ella trasladará las montañas, transportará al hombre más allá de las fronteras del mundo material y arrebatará a los Cielos sus tesoros de amor, de gracia y de belleza.

