DE LA MUERTE DE LOS JUSTOS
Simile est regnum cœlorumfermento, quod acceptum mulier abscondit in farinæ satis tribus, donec fermentatum est totum.
«El reino de los Cielos es semejante a la levadura, que cogió una mujer y mezclóla con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada».
(Matth. XIII, 33)
Nos dice el Evangelio de hoy, que la mujer, después que ha mezclado la levadura en la mesa, espera que ésta haya fermentado, y que se levante bastante, como vulgarmente se dice. Con este símil nos dá a entender el Señor, que el Reino de los Cielos, es decir, la conquista de la eterna bienaventuranza, es semejante a la levadura. La gracia de Dios es la que hace que el alma adquiera méritos para la vida eterna. Pero ésta no se consigue sino «cuando todo está fermentado»; esto es, cuando el alma llega al término de la vida presente y al complemento de sus méritos. Por lo tanto, hablaremos hoy de la muerte de los justos, la cual no debe ya inspirar ningún temor, sino que debe desearse con toda el alma, porque, según escribe San Bernardo, «tres parabienes deben darse en esta muerte: porque libra al hombre de toda especie de trabajos, del pecado y del peligro» Añade el Santo, que de tres cosas debe congratularse el justo:
- Porque la muerte le libra de las miserias de esta vida, y de los ataques del enemigo de nuestras almas.
- Porque la libra de los pecados actuales.
- Porque le libra del peligro de caer en el Infierno y le abre el Paraíso.
Punto 1
LA MUERTE LIBRA AL JUSTO DE LAS MISERIAS DE ESTA VIDA Y DE LOS ATAQUES DEL ENEMIGO DE NUESTRAS ALMAS
1. ¿Que cosa es la muerte? San Euquerio responde: «que es el término de los trabajos» Job dice, que nuestra vida, por breve que sea, no por esto deja de estar llena de miserias, de persecuciones y de temores: «el hombre nacido de mujer vive corto tiempo y está atestado de miserias». (Job XIV, 1). Los hombres que desean alargar su vida en este mundo, ¿que otra cosa desean -dice San Agustín- que prolongar sus padecimientos? Quied est diu vivere nisi diu torqueri? (Serm. 17, de Verb. Dom.) Sí, porque, como advierte San Ambrosio, «la vida presente no nos ha sido dada para descansar y gozar, sino para trabajar y padecer» (Serm. 43). Por esta razón, añade el Santo Doctor, que si bien la muerte se impuso al hombre como pena del pecado, sin embargo, son tantos los trabajos de esta vida, que le parece más bien habernos sido dada la muerte para alivio de ellos, que para castigo.
2. Los trabajos más duros que sufren en esta vida los que aman a Dios, son los asaltos del Infierno para hacerles perder la gracia divina; y por eso dice San Dionisio Areopagita, que «van alegres a encontrar la muerte como término de sus combates; y le abrazan con alegría, sabiendo que con una buena muerte salen del temor de recaer en el pecado». (De Hier. Eccl. cap. 7). Lo que más consuela a un alma que ama a Dios, cuando sabe que va a morir, es el pensar, que así se libra de tantas tentaciones, de tantas angustias de conciencia y de tantos peligros de ofender a Dios. San Ambrosio dice, que «mientras vivimos caminamos entre los lazos de los enemigos, que arman acechanzas a nuestra vida espiritual». Este peligro fue el que hizo exclamar a San Pedro de Alcántara, mientras estaba muriendo: «Hermano mío (era un lego que le tocaba) apártate, porque aún estoy en peligro de condenarme». A causa de este peligro también se consolaba Santa Teresa, siempre que oía dar la hora, alegrándose de que de que hubiera transcurrido otra hora de combates; porque decía la Santa «en todos los momentos de la vida podemos pecar y perder a Dios». Por eso los Santos no se asustan al aproximarse a la muerte, sino que se alegran, pensando que van a terminar los combates y los peligros de perder la gracia divina.
3. «El que está preparado a morir, viviendo en medio de tantos peligros y temores como hay en esta vida, halla un alivio en la muerte, cualquiera que ella sea». (Sap. IV, 7) Dice San Cipriano, que si uno habitase una casa, cuyas paredes amenasen ruina y cuyo tejado temblase, ciertamente desearía salir de allí cuanto antes pudiera. Pues en este mundo todo amenza ruina a la pobre alma; el mundo, los demonios, la carne y las pasiones: todo nos arrastra hacia el pecado y la muerte eterna. Por eso San Pablo exclama ¡Quién me libertará de este mi cuerpo de mortífera concupiscencia! (Rom. VII, 24) Así es, que esperaba tener una gran ganancia con la muerte; puesto que con ella conquistaría a Jesucristo, su vida verdadera. Por lo tanto, bienaventurados aquellos que mueren en el Señor, ya que desde ahora -dice el Espíritu- que descansen de sus trabajos, puesto que sus obras los van acompañando: Beati mortui qui in Domino moriuntur, etc. (Apoc. XIV, 13) En la vida de los Padres antiguos se refiere, que estando en el último trance un padre anciano, los otros lloraban, pero él se reía. Preguntándole ¿por qué se reía? respondió: Y ¿que lloráis vosotros, cuando ya me voy a descansar? Lo mismo decía Santa Catalina de Sena estando próxima a morir: «Consolaos conmigo porque dejo esta tierra de penas y me voy al reino de la Paz» La muerte de los Santos se llama sueño, esto es, reposo que Dios concede a los que le aman en premio de sus fatigas. (Psal. CXXVI, 2) Por esto, a la llegada de la muerte, el alma que ama a Dios, no llora ni se turba, sino que abrazada al Crucifijo, abrasada de amor divino, exclama: «Dios mío, dormiré en paz y descansaré en tus promesas» (Psal. IV, 9).
4. Aquél proficiscere de hoc mundo, que tanto espanta a los pecadores a la hora de la muerte, sirve de consuelo a los justos. Estos no se afligen como los mundanos cuando tienen que abandonar los bienes de la tierra, porque han tenido despegado de ellos el corazón. Todos han estado diciendo mientras vivían, que Dios era el único Señor de su corazón y toda la riqueza que deseaban. No se afligen al dejar los honores, porque el único honor que anhelaron fué amar a Dios, y ser amados de Él; y reputaron humo y vanidad a todos los honores del mundo, como realmente lo son. No se afligen por abandonar a sus padres, porque los aman solamente en el Señor, y al morir, los dejan recomendados a aquél Padre celestial, que los ama más que ellos mismos; y como tienen una confianza grande de salvarse, esperan que podrán ayudarles más desde el Paraíso, que desde este mundo. En fin, aquél que ha dicho frecuentemente viviendo: «Tu, Dios mío, eres todas mis cosas», lo repite con mayor ternura a la hora de la muerte.
5. Además, no pierden su paz por los dolores que ocasionan la muerte: al ver que ya se acaba su vida, y que ya no les resta más tiempo de padecer por Dios, aceptan con alegría aquellos dolores para ofrecércelos como los últimos restos de su vida; y uniendo su muerte con la de Jesucristo, se la ofrecen a su divina Majestad.
6. Y aunque les afligirá, sin embargo, no los turbará la memoria de los pecados cometidos; porque el mismo arrepentimiento que experimentarán, les dará cierta seguridad del perdón, sabiendo que el Señor mismo ha dicho: que todas cuantas maldades hubiere el pecador cometido. Él no se acordará más si lo ha expiado con verdadera penitencia. Pregunta San Basilio, de que manera puede uno estar seguro de que Dios le haya perdonado sus pecados. Y responde el mismo Santo: «Aborreciéndolos y detestándolos de corazón» (San Basil. in Reg. inter. 12) El que detesta sus culpas y ofrece a Dios por ellas su muerte, seguro puede estar de que Dios, se las ha perdonado. Dice San Agustín (Lib. 4 de Trinid) : «la muerte, que era castigo de la culpa enla ley de la naturaleza, en la ley de gracia se ha convertido en sacrificio de la penitencia, por el cual la culpa se perdona».
7. «El mismo amor que tiene a Dios, le da cierta seguridad de su gracia, y le libera del temor de condenarse»: Charitus mittit foras timorem. (I. Joann IV, 18) Si estando próximos a la muerte no queréis perdonar a vuestros enemigos, ni restituir lo que no es vuestro, y quereis conservar las amistades deshonestas; en este caso, temed por vuestra salvación, porque tenéis grandes motivos de temer. Más, si queréis evitar el pecado, y conservar en el corazón alguna prueba de amor hacia Dios, estad seguros de que Dios no os abandona: y si Dios está con vosotros ¿Por qué teméis? Y si queréis aseguraos de amar a Dios, abrazad con paz, y ofreced con corazón vuestra muerte a Dios. El que ofrece a Dios su muerte, hace un acto de amor el más perfecto que puede hacer; porque, abrazando con buen ánimo la muerte por complacerle, se hace semejante a los mártires, en los cuales todo el mérito de su martirio consiste en padecer y morir por dar gusto a Dios.
Punto 2
LA MUERTE NOS LIBRA DE LOS PECADOS ACTUALES
8. No se puede vivir en esta tierra sin cometer alguna culpa, al menos leve: Septies enim cadel justus (Prov. XXIV, 16) El que acaba de vivir, acaba de ofender a Dios. Por esto San Ambrosio llamó a la muerte, «la sepultura de los vicios, que quedan sepultados con la muerte»: ¿Quid est mors, nisi sepultura vitiorum? ¡Que cosa es la muerte sin la sepultura de los vicios? (San Ambr., de bono mortis, cap. 4) El venerable P. Vicente Caraffa, estando para morir se consolaba con este pensamiento, diciendo: Puesto que acabo de vivir, acabo de ogender a mi Dios. El que muere en gracia de Dios entra en el feliz estado de amarle eternamente, y de no poder jamás ofenderle. El muerto no peca, según el mismo San Ambrosio. ¿Por qué añade el mismo Santo Doctor, deseamos tanto esta vida, en la cual cuanto más permanecemos, tanto mayor es la suma de pecados que cargamos sobre nosotros?
9. Por esta razón el Señor prefiere el estado de los muertos al de los vivos: Laudavi magismortus quam viventes (Ecel. VI, 2) Sí, porque todo hombre, mientras vive, por santo que sea en este mundo, no está libre de pecar. Una persona muy espiritual mandó, que cuando se aproximase su muerte, se lo anunciasen, diciéndole: «Consuélate, porque llega el tiempo en que ya no ofenderás a Dios».
10. San Ambrosio añade, que Dios ha querido que entrara la muerte en el mundo, para que, muriendo los hombres, cesaran de pecar. En grande error incurren, pues, los que pensan, que la muerte sea un castigo para aquél que ama a Dios; al contrario, es una prenda de amor, pues si le abrevia la vida es para que no pueda cometer otro pecado. «Porque su alma era grata a Dios, por eso mismo se apresuró el Señor a sacarla de enmedio de los malvados». (Sap. IV, 14).
Punto 3
LA MUERTE NOS LIBRA DEL PELIGRO DEL INFIERNO Y NOS ABRE EL PARAÍSO
11. «De gran aprecio es a los ojos del Señor, la muerte de sus santos». (Psal. CXV, 15) La muerte, mirada según los sentidos, espanta y llena de temor; pero examinada con los ojos de la fe, consuela y nos obliga a desearla. Cuanto más terrible parece a los pecadores, tanto más amable y preciosa parece a los santos. San Bernardo dice, que «es preciosa, porque es el fin de los trabajos, la consumación de la victoria, y la puerta de la vida eterna». La alegría que tuvo el copero de Faraón, cuando oyó decir a José, que debía salir presto de la cárcel, y volver a ocupar su plaza en la corte del rey, fue mucho menor que aquella que tendrá una alma amante, al oír que debe quedar libre de esta cárcel del mundo y volar a la patria celestial a gozar de Dios. Dice el Apóstol que «mientras habitamos en este cuerpo, estamos distantes del Señor y fuera de nuestra patria». (II, Gor. V, 6) Por lo que escribe San Bruno, que «nuestra muerte no debe llamarse muerte sino principio de nuestra vida». O como dijo San Atanasio: «La muerte del justo no es muerte, sino traslación» Esto es, un paseo desde las miserias de esta vida terrena a las delicias eternas del Paraíso. «¡Oh muerte amable!» -exclamaba San Agustín-, «¿Quién no te deseará, cuando eres el término de los males, el fin de las fatigas, y el principio del eterno reposo?».
12. Ninguno puede entrar en el Cielo a ver a Dios, si no pasa primero por la puerta de la muerte. (Psal. CXVII, 20) Por esto, San Jerónimo suplica a la Muerte diciéndole: «Abreme hermana mía Muerte: porque si tú no me abres la puerta de la vida eterna, imposible es que yo pueda gozar de mi Dios». Y San Carlos Borromeo, al ver pintado un esqueleto humano con una guadaña en la mano, llamó al pintor, y le mandó que borrase la guadaña y pintase en su lugar una llave de oro para denotar, que la muerte es la que nos abre la mansión deliciosa del Paraíso. Una reina, que estuviera encerrada en una cárcel oscura, ¿cuánto se alegraría de saber, que se le abrian las puertas para trasladarla desde allí a su real palacio? Esto cabalmente suplicaba David al Señor, cuando exclamaba: Saca de esta cárcel a mi alma (Psal. CXLI, 8) Esta fue tambien la gracia que el santo Simeón suplicó al niño Dios, cuando le vio en sus brazos, a saber, que le librara, por medio de la muerte, de la cárcel de la presente vida. Por eso dice San Ambrosio, que Simeón le suplicó que le liberase con la muerte de la cárcel de este mundo, como si estuviera precisado a vivir por fuerza en él.
13. Tiene razón de temer la muerte, dice San Cipriano, el pecador, que debe pasar de su vida pemporal a la muerte segunda, que es la eterna del Infierno; pero no el que estando en gloria de Dios, espera pasar a la vida de la gloria. Se refiere, que n hombre rico entregó una gran suma a San Juan Elemosinario o Limosnero, para que la distribuyera de limosna, a fin de obtener de Dios una larga vida para un hijo único que tenía; pero este hijo murió poco después. El padre se lamentaba de la muerte de su hijo; pero Dios para consolarle, mandó a un ángel que le dijera: «Has pedido para tu hijo una larga vida, y el Señor te ha oído, puesto que tu hijo está en el Cielo, donde goza de una vida eterna». Esta fué la gracia que nos consiguió Jesucristo, según la promesa hecha por el profeta Oseas (XIII, 14) Ero mors tua, ó mors. Jesucristo, redimiéndonos, dió muerte a la misma muerte, y por nosotros la convirtió en vida. Por esto, preguntando al mártir San Pionio, cómo esperaba tan alegremente la muerte, respondió: «Estáis equivocados, porque no espero la muerte si no la vida». Por esto también, Santa Sinforosa animaba al martirio a su hijo San Sinforiano, diciéndole: «Hijo, no vas a morir; antes tu muerte va a trocarse en vida».
14. San Agustín dice, que el que ama a Dios, desea verle presto, pues viviendo sufre, y se algra al morir. Santa Teresa, decía, que para ella la vida era una muerte, y por eso compuso aquella célebre canción: Muero porque no muero. A la gran sierva de Dios doña Sancha Carrillo, hija espiritual del V. M. Avila, fuéle revelado un día, que solamente le quedaba un año de vida; pero ella respondió: «¡Ay, Dios mío! ¡todavía he de estar un año separada de Vos! ¡Oh, triste año, que me parecerá más largo que un siglo!» Así hablan las almas que aman de corazón a Dios. Es señal de que ama poco a Dios el que no desea verle pronto.
15. Pero dirá alguno: Yo deseo ir a ver a Dios; más temo los combates que he de tener entonces con el Infierno: oigo que hasta los Santos han temido la hora de la muerte; ¡Cuánto más he de temera yo! Es verdad que el Infierno no deja de amedrentar hasta a los santos a la hora de la muerte; pero también lo es, que Dios no deja de asistir a sus siervos en aquel punto; y cuando se aumenta el peligro, aumenta Dios su ayuda, como asegura San Ambrosio. Quedó amedentrado el siervo de Eliseo, cuando vió que toda la ciudad estaba cercada de enemigos; pero el Señor le alentó, haciéndole ver muchos ángeles que Dios enviaba en su defensa; y por eso le dijo después: «No tienes que temer, porque tenemos mucha más gente nosotros que ellos». (IV. Reg. 16) Hará, en efecto, el Infierno esfuerzos contra el moribundo; pero vendrá el ángel custodio a confortarle; vendrán los Santos de su devoción; vendrá San Miguel, destinado por Dios para defender a sus ovejas de los asaltos infernales, y les dará fuerza para resistir, y estas dirán llenas de confianza: Dominus iluminatio mea, et salus mea, quem timebo (Ps. XXVI, 1) Si el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer yo? Cierto, muy cierto es lo que dice Orígenes, a saber: que más se afana Dios por salvarnos, que el Demonio por perdernos; porque es mucho mayor el amor que nos tiene Dios, que el odio que nos tiene el Demonio. (Orig. Homil. 29).
16. Dios es fiel, y no permitirá que seamos tentados sobre nuestras fuerzas. Es cierto, que algunos santos han temido mucho a la hora de la muerte; pero estos han sido pocos; y el Señor lo permitió para purgarlos de algunos defectos. Por lo demás, comúnmente hablando, se sabe que los siervos de Dios han muerto alegres. El Padre José Scamacca, hombre de vida ejemplar, preguntando si moría con confianza en Dios, respondió: «¿He servido por ventura a Mahoma, para que pueda dudar ahora que la voluntad de mi Dios no sea la de salvarme?» ¡Que bien sabe consolar el Señor a sus siervos a la hora de la muerte! Aún entre los dolores de la muerte les hace sentir aquellas dulzuras precursoras del Paraíso que ven abierto. Así como los que mueren en pecado, comienzan desde el lecho de la muerte a experimentar ciertos dolores infernales, ciertos dolores extraordinarios, remordimientos y temores; así, al contrario, los Santos, con los actos fervorosos de amor divino, y con la confianza y el deseo que experimentan de verle presto, gozan aún antes de morir, aquella paz que han de gozar después en el Cielo más plenamente.
17. El Padre Suárez murió con tanta paz, que dijo al tiempo de morir: «Jamás hubiera podido imaginar que fuese cosa tan dulce la muerte» Avisado por el médico el cardenal Beronio, de que no pensase tanto en la muerte, respondió: «¿Y por qué? ¿es acaso por que no me abrevie la vida en medio de la muerte? No la temo; al contrario, la amo y la deseo. Condenado a muerte el cardenal Rufin, como cuenta Sandero, por Enrique VIII, se puso el mejor traje que poseía, diciendo que iba a bodas. Cuando después estuvo a la vista del patíbulo, arrojó su bastón, y dijo: «Caminad aprisa, pies míos, que ya estáis cerca del Paraíso». Y antes de morir quiso cantar el Te Deum, dando gracias a Dios porque moría en defensa de la santa fe; y lleno de alegría puso la cabeza bajo la cuchilla. San Francisco de Asís cantaba al tiempo de morir. Fray Elías le dijo: «Padre, el que muere debe llorar, no cantar». «Pues yo -respondió el santo-, no puedo menos que cantar, viendo que dentro de poco iré a gozar de Dios».
18. Cuenta el venerable Granada, que cierto cazador encontró en un bosque un moribundo, que, tendido enel suelo, estaba cantando, y le dijo: ¿Como puedes cantar hallándote en tal estado? El ermitaño respondió: «Hermano entre Dios y yo no media otra cosa que mi cuerpo; y estoy viendo que cayendo a pedazos está mi carne, se destruye la cárcel que aprisiona mi alma, y que ha de ir presto a gozar de Dios: he ahí por que me regocijo y canto». Por el mismo deseo que tenía de ir a ver a Dios el mártir San Ignacio, decía que: «Si las fieras no vinieran a despedazarle, él mismo las irritaría para que le devorasen».
19. Más, ¡que muerte tan feliz tienen, especialmente, los devotos de la Madre de Dios! ¡Qué alegría causa a los ojos de Jesús, cuando Él mismo vá a visitarlos en el santo Viático! El Creador va a visitar a la creatura; el Médico al enfermo; el Rey al vasallo; el Redentor al esclavo redimido con su sangre de la esclavitud de Satanás. ¡Oh, quien pudiere decir entonces lo que dijo San Felipe Neri, cuando estando próximo a morir, vió a su lado el santísimo Sacramento! «Mirad al amor mío; dádmelo para que le coma, que este es el Cordero que quita los pecados del mundo». Pero para hablar así a tal hora de la muerte, es preciso haber amado a Jesús ardientemente durante la vida. Por que el que no le ama, no puede gozar de su presencia en el Paraíso, según aquellas palabras del Evangelio: Qui non diligit; manet in morte. Hermanos míos, ruégoos por las llagas de Jesucristo, que si queréis tener buena muerte, si queréis que Jesucristo os abra las puertas del Paraíso a la hora de morir, le améis con todo el corazón, con toda el alma y con todas las potencias, mientras militáis en este valle de lágrimas contra el mundo, el demonio y la carne.