POR
QUÉ Y COMO LA IGLESIA HONRA Y CELEBRA A LOS SANTOS
Tomado del libro
"Jesucristo Vida del Alma" del Beato Dom Columba Marmion, O.S.B.
Además de los misterios de Cristo, la Iglesia celebra también las fiestas de los santos.
¿Por
qué la Iglesia celebra a los santos? -Por el principio siempre fecundo
de la unión que existe, después de la Encarnación, entre Cristo y sus
miembros.- Los santos son los miembros gloriosos del cuerpo místico de
Cristo: Cristo está ya «formado en ellos»; ellos «han conseguido su
plenitud», y alabándolos a ellos, Cristo es glorificado en ellos.
«Alábame, decía Cristo a Santa Matilde, porque soy la corona de todos
los santos». Y la santa monja veía toda la hermosura de los escogidos
alimentarse en la sangre de Cristo, resplandecer con las virtudes por El
practicadas, y ella, dócil a la divina recomendación, honraba con todas
sus fuerzas a la bienaventurada y adorable Trinidad «por haberse
dignado ser la admirable gloria y corona de los santos» (Libro de la
gracia especial, P. I, c. 31).
A
la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la
Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los Santos. Cada uno de ellos
es una manifestación de Cristo; lleva en sí los rasgos del divino
modelo, pero de una manera especial y distinta. Es un fruto de la gracia
de Cristo, y a honra y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en
ensalzar a sus hijos victoriosos. «Para alabanza de la gloria de su
gracia» (Ef 1,6).
Tal es
la característica del culto de la Iglesia hacia los Santos: la
complacencia. Esta buena madre se siente orgullosa con las legiones de
sus escogidos, que son el fruto de su unión con Cristo, y que ya forman
parte, en los resplandores del cielo, del reinado de su Esposo, a quien
honra, finalmente, en ellos: «Señor, ¡cuán admirable es vuestro nombre,
pues habéis coronado de honor y gloria a vuestro santo!» (Sal 8, 2-6).
La Iglesia renueva en los santos el recuerdo de la alegría que inundó
sus almas, cuando merecieron penetrar en el reino de los cielos: «Entra,
bueno y leal servidor, en el gozo de tu Señor... Ven, Esposa de Cristo,
a recibir la corona que el Señor te tiene preparada desde toda la
eternidad...»; enaltece las virtudes y méritos de sus apóstoles y
mártires, de sus pontifices, confesores y vírgenes; se alegra de su
gloria y presenta sus ejemplos, si no siempre a la imitación, al menos a
la alabanza de sus hermanos de la tierra. «Si no eres capaz de seguir a
los mártires en el derramamiento de sangre, síguelos en el afecto» (San
Agustín, Sermo CCLXXX, c. 6).
Y
después de haberlos alabado, se encomienda a sus oraciones e
intercesión. ¿Menoscaba por esto el poder infinito de Cristo, sin el
cual nada podemos hacer? Ciertamente que no. Se complace Cristo (no para
disminuir su radio de acción, antes más bien para ensancharle), oyendo a
los santos, que son los príncipes de la corte celestial, y otorgándonos
por su intercesión cuantas gracias le pedimos, se establece así una
corriente sobrenatural de intercambio entre todos los miembros de cuerpo
místico.[Hæec vero nostra et sanctorum cohærentia est, ut nos
congratulemur eis, ipsi compatiantur nobis, militent pia intercessione.
San Bernardo, Sermo V, In festo omnium sanctorum].
En
fin, no pudiendo la Iglesia festejar a cada uno de los santos en
particular, al fin del ciclo litúrgico, estableció la solemne fiesta de
Todos los Santos, en la cual multiplica y extrema, si así puede decirse,
sus alabanzas jubilosas.
Transportándonos
al cielo en seguimiento del Apóstol San Juan, nos presenta aquella
gloriosa porción del reino de su Esposo; las legiones innumerables de
los escogidos, aquella «muchedumbre de santos que nadie podrá contar»,
que asisten al trono de Dios, revestidos de blancas túnicas, con palmas
en las manos, de cuyas filas se levanta la grandiosa aclamación: «Gloria
a Dios, gloria al Cordero inmolado por nosotros que con su sangre nos
rescató de toda tribu, de toda lengua, de todo pueblo, de toda nación»
(Ap 7, 9-10; 5,9).
Ante
tan gloriosa visión, la Iglesia experimenta transportes de alegría. Oíd
con qué expresiones se dirige a sus hijos triunfantes: «Bendecid al
Señor, vosotros todos que sois sus escogidos; disfrutad días dichosos y
cantad sus alabanzas; pues el cantar es la herencia de todos los santos,
del pueblo de Israel, del pueblo que constituye su corte; es la gloria
propia de todos los santos» [Benedicite Domino, omnes electi eius; agite
dies lætitiæ et confitemini illi; hymnus omnibus sanctis eius... gloria
hæc est omnibus sanctis eius. Antífona de las Vísperas de Todos los
Santos. +Tob 13,10; Sal 148,14; ib. 149,9].
También
nosotros estamos llamados a participar de este triunfo; a formar el
cortejo de Cristo... «en los esplendores de los santos», a participar en
el seno del Padre, de la gloria del Hijo, después de habernos asociado
en la tierra a sus misterios. Anticipémonos a esta melodía de los cielos
donde resuena el eterno Alleluia, asociándonos cuanto podamos desde
ahora, con gran fe y abrasado amor, a la oración de la Iglesia, Esposa
de Cristo y madre nuestra.