POR
MÍ, TIENE SUS BRAZOS EXTENDIDOS EN LA CRUZ. Homilía
Viernes
santo 2020
“Habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” con estas palabras del
Evangelista comenzaba ayer el Triduo Sacro de la Pasión y Muerte del Salvador.
La Última Cena, el Lavatorio,
la larga Oración Sacerdotal de Jesús después de la Cena, la Oración en el
Huerto, la Traición de Judas y el prendimiento, los primeros golpes, maltratos,
el encarcelamiento, el juicio a media noche ante el Sanedrín, los falsos
testigos, la condena a muerte por su pueblo, la entrega a Pilatos, el ser enviado
a Herodes, la vuelta a Pilatos, la flagelación, el rechazo en lugar de Barrabás,
el camino de la cruz, la crucifixión, las tres horas de agonía, las burlas, las
provocaciones, la falta de misericordia… hasta que expiró. “A tus manos, Padre,
encomiendo mi espíritu.”
Todo esto, porque nos amó,
porque nos amó hasta el extremo.
¿Y qué ocurrió?
Se oscureció el cielo, se
estremeció la tierra, se abrieron las sepulturas, el velo del templo se rasgó,
las gentes que lo contemplaban volvían dándose golpes de pecho… ¿Y nosotros? ¿Y
nuestra sociedad?
Ante el terrible espectáculo
del Crucificado, ¿cuál es nuestra reacción? ¿cuál es nuestra actitud?
¡Es terrible! Es horrible!
Hemos dado muerte al mismo Dios…
Sí, hemos sido cada uno de
nosotros con nuestros pecados, lo que hemos matado al Autor de la vida.
¡Hoy el mundo no tiene conciencia
del pecado! En pro de una libertad que es obrar al antojo y al capricho, nos
hemos labrado un camino que no conduce más que a la misma destrucción de
nosotros mismos... El hombre de hoy ha querido independizarse de la ley de
Dios, para terminar esclavos de sus más bajas pasiones. Como aquel hijo pródigo
que marchándose de la casa de su padre, perdió hasta la propia dignidad
terminando en medio del lodazal de una piara y deseando comer su mismo alimento.
¡Hemos dado muerte a
Jesucristo! Y muchos, indiferentes viven sin que les importe, sin reprocharse
nada, sin preguntarse nada…
Queridos hermanos: este año porque
nos encontramos encerrados en nuestras casas, obligatoriamente no podemos
salir, pero si no fuese así, si no hubiese este estado de alarma, dónde
estarían la mayoría en este viernes santo: ¿en las iglesias? Tristemente no.
Hemos dado muerte al Autor de
la vida. Y es fácil, señalar y culpar a los sumos sacerdotes, a los judíos, a
Pilato… Sí. Ellos fueron la causa histórica de la muerte del Hijo de Dios. Su
sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos.
Es fácil señalar y acusar a los
pecadores públicos, a los que no creen, a los frívolos, a los indiferentes, a
los blasfemos y a los sacrílegos de nuestros días como causantes de la muerte
del Hijo de Dios. Ellos también tienen culpa.
Pero sabéis una cosa, ellos han
dado muerte al Hijo de Dios… pero si solamente hubieras existido tú, con tu
pecado, esos pecados que solamente tú sabes, que has confesado o no has
confesado por vergüenza, por respeto humanos, porque te has justificado y te
has convencido de que Dios lo comprende… ¡Ese pecado tuyo! -como si uno solo
hubieses cometido- habría dado la muerte al Hijo de Dios.
Pero lo más sorprendente es que
este Jesús que es crucificado, muere en la cruz porque nos ama.
Cuando hacemos algo mal o nos
equivocamos, esperamos que nos regañen, que nos reprochen, que nos echen en
cara lo mal que lo hemos hecho, que nos corrijan… No nos gusta, como Adán y
Eva, tantas veces nos escondemos, nos excusamos, e incluso inculpamos al otro.
Podemos llegar incluso a culpar al mismo Dios como Adán: “La mujer que me diste
como compañera me ofreció y comí.”
Y en cambio, el Dios en el que
creemos, el Dios de Jesucristo, Él mismo no actúa así con nosotros.
Cada uno de nosotros somos aquellos
judíos que buscaban darle muerte, somos el mismo Judas que junto al beso lo
entregamos, somos el Pedro fanfarrón que le negamos, somos aquellos falsos
testigos y el sumos sacerdote que le escupe, somos unos más de aquella turba
que grita ¡crucifícale, crucifícale! Somos de aquellos que pasan por delante y
se burlan, somos aquel el ladrón bandido que provoca…
Y en cambio, Jesús ¿cómo nos
paga? ¿Cómo nos responde?
Padre, perdónales porque no
saben lo que hacen.
Jesús ora. Jesús intercede.
Jesús nos disculpa.
Presupone nuestra ignorancia,
nuestra flaqueza, nuestra debilidad y torpeza… -no así la maldad- para darnos
ocasión de volvernos a él, de abrazarnos como el padre de la parábola, de
darnos su perdón y revestirnos de la dignidad de hijos de Dios.
En estos días, las lamentaciones
de Jeremías en el rezo de Maitines concluían siempre igual: “Jerusalén,
Jerusalén vuélvete a tu Señor”. Jerusalén, conviértete a tu Dios.
El Señor quiere nuestra
conversión, para decirnos como al buen ladrón: Estarás conmigo en el paraíso.
En la liturgia del viernes
santo ocupa un lugar muy señalado la veneración de la cruz, como misterio
inagotable de amor, que nos llama. En ella está clavado el Salvador del mundo,
con sus brazos abiertos, esperando que nos lleguemos a él.
En el viacrucis de esta mañana,
me conmovió profundamente unas palabras puestas en los labios de la Virgen
dirigidas a aquellos que clavaban a su Hijo al madero de la cruz: “Quisieras
decirles a los soldados que todo eso no era necesario... No tenían que usar
clavos para mantener a tu hijo Jesús en la cruz, pues su amor por los hombres
lo hubiera sostenido allí, en la cruz hasta la muerte...”
¡Por mi amor, hubiera mantenido
sus brazos abiertos en la cruz, aunque no fuesen clavados y atados!
Hoy la Iglesia nos presenta
esta cruz bendita: Mirad el árbol de la cruz…
Venid adorémosle.
Hoy besaré el santo crucifijo,
y le ofreceré el beso y la adoración de todos vosotros que no podéis estar por
el confinamiento en nuestras casas. Besaré y adoraré la Cruz bendita, pidiendo
con humildad:
“No quiero ser Judas, Señor,
no quiero darte beso de
traición,
sino beso de fe, de esperanza,
de amor,
beso de fidelidad, de entrega,
beso de obediencia y
agradecimiento.
No quiero ser Judas, Señor,
Conviérteme a ti.”