8 de abril
BEATO JULIÁN DE SAN AGUSTÍN
LEGO FRANCISCANO (+1606)
CON frecuencia los santos, igual que los demás hombres, han tardado en encontrar su camino, su vocación. La vida del Beato Julián de San Agustín es, en este aspecto, de las más trágicas. Una tragedia sencilla, si se quiere…
Media el siglo XVI; siglo de luces y de sombras en el panorama de Europa. Precisamente huyendo de las sombras de la herejía calvinista, llega un día a la histórica villa de Medinaceli el francés Andrés Martinet. Allí casa con Catalina Gutiérrez, y el Señor les concede un hijo de bendición, al que imponen en el Bautismo el nombre de Julián.
Ya se supone cuál sea el género de vida en el hogar de un hombre que ha renunciado a todo lo más caro por conservar incólume el sagrado tesoro de su fe. El niño Julián pasa los años de la infancia en una atmósfera de virtud y trabajo honrado, que también es virtud. Por otra parte, ni la naturaleza ni la gracia se han mostrado avaras con él: agraciado de rostro, muy galán en la persona, grave, reservado en el mirar, dulce en las costumbres, amable en el gesto y parco en las palabras —mientras no hable de la bondad divina y de la ingratitud humana— es, además, extraordinariamente devoto, y su mayor placer consiste en ayudar a misa. Ya mozo, aprende el oficio de sastre, «muy a propósito para el trato con Dios, por ser oficio reposado y tranquilo», nos dice él mismo.
Mas, he aquí que, un buen día, el sastrecillo de Medinaceli, dulcemente arrastrado por las violencias de la gracia sobrenatural, se encamina al convento de los Franciscanos, resuelto a hacerse fraile. Los Padres Descalzos de San José le franquean con alborozo las puertas del Noviciado. Pero no estaba allí su estrella. Las pasmosas penitencias del nuevo aspirante arman tal revuelo en la Comunidad, que no tarda en ser despachado «por falta de juicio». De este primer gran tropiezo inculpará humildemente a «sus muchos pecados».
Julián Vive ahora en Santorcaz —Toledo —, edificando a todos y siendo motivo de asombrosas conversiones. Ya empiezan a llamarle «el Santo».
Por estos días llega al pueblo el Padre Francisco de Torres para predicar una misión. Le hablan del sastrecillo y no resiste a la tentación de avistarse con él. También el Padre Francisco es un santo y no hay duda que se entenderán a maravilla. Así es. A las primeras de cambio el misionero cala hondo en el corazón de Julián: «Este hombre está loco... de amor de Dios» — se dice para sí — y lo hace su acólito y compañero. Con él recorrerá los pueblos de Castilla, esquila en mano, atrayendo a las gentes y llevándolas a Dios con el ejemplo de su vida santísima...
De pueblo en pueblo, han llegado a Medinaceli.
— ¡Oye, Julián, Julián!, pero, ¿te has vuelto loco? —le gritan sus paisanos en son de guasa.
Julián deja decir y sigue su camino. No mendiga otra limosna. El pan del desprecio y de la humillación —corona máxima del sacrificio— le sabe a gloria.
Terminada la misión, el Padre Francisco de Torres consigue del Provincial de Castilla que su acólito sea admitido en la Salceda, el convento que un día albergara al gran Cardenal de España, Fray Francisco Jiménez de Cisneros. La incomprensión —prueba terrible para las almas sencillas— parece ser la herencia de nuestro Santo: incomprensibles sus ayunos a pan y agua, sus noches al raso, sus cilicios, sus éxtasis... Los más, están en que todo es una farsa habilísima; algunos siguen creyendo que ha perdido la razón. Total, que el novicio es despedido nuevamente.
Aquí empieza un capítulo admirable de su vida. Recluido en un monte, libre de trabas, se deja llevar de sus santos impulsos, de sus ansias de penitencia y mortificación. Está decidido a ser santo dondequiera que sea. Heraldo de virtud, mendiga su sustento • de puerta en puerta y, a veces, acude también a recoger la sopa que los frailes reparten a los pobres. de la localidad. Una vez entrega su ración a un rezagado; otra, se presenta descalzo con los pies hechos una llaga; otra, le ven caer medio exánime ante las puertas mismas del convento, porque su cuerpo, ayuno de todo alimento, no puede ya sostenerle. Las gentes se le acercan, atraídas por el suave olor de su santidad. Todos le escuchan con. santo respeto. Los mismos religiosos están conmovidos y empiezan a pensar si no habrán juzgado a la ligera.
La virtud, como la verdad, se imponen siempre. La de Julián acabó también por triunfar y —¡al fin!— fue admitido definitivamente en el convento, donde desempeñó hasta su muerte el oficio de limosnero. Con el pan que nutre los cuerpos, repartía su carismática ciencia, asombro de los sabios profesores de Alcalá. Hasta los pajarillos del cielo se acercaban a oírle, como a otro San Antonio de Padua.
El «loco de amor divino», que vislumbrara el Padre Francisco de Torres, es ahora el hombre más popular de España. Sus milagros sin número llaman la atención de la misma Corte, y la reina Margarita —madre de Felipe III— le reclama desde Madrid. Luego dejará en su testamento una manda para la beatificación del humilde Lego franciscano... Una vez más Dios escribía derecho con líneas torcidas...
Su muerte —siembra de amores y milagros— le mereció el prematuro culto de Beato, que el papa León XII ratificó en 1825.