04 DE ABRIL
SAN ISIDORO DE SEVILLA
DOCTOR DE LA IGLESIA (570-636)
SIEMPRE que hemos pasado ante la estatua de San Isidoro —obra de Alcoverro y Amorós—, que tiene majestuoso asentamiento en la escalinata que da acceso a la Biblioteca Nacional, hemos exclamado irreprimible mente: está en su sitio. Y es que la egregia figura del gran Doctor de las Españas —del gran Doctor de la Iglesia— representa —por santo y por sabio— al genio victorioso a través de los siglos, por encima de mezquinos odios, de confesiones políticas o religiosas, de escuelas, de doctrinas; representa la indestructible unidad espiritual de España y es como una consigna permanente de Imperio…
Foco que ilumina de ciencia toda la Edad Media, alguien le ha llamado con justicia «último Padre de Occidente». Pero es más definitiva la loa que de él hace el VIII Concilio toledano: «Doctor egregio de nuestro tiempo, esplendor recentísimo de la Iglesia Católica; el último de los predecesores en edad, mas no inferior a ellos en doctrina, y, lo que sobrepasa a todo, el más docto de nuestro siglo».
Dos ciudades se disputan este tesoro con no menos tesón que derecho: Cartagena y Sevilla. Lo cierto es que su nombre excelso las colma a ambas de gloria; y no sólo a ellas, sino también a León —donde reposan sus restos — y aún a España entera. Lo dice el Martirologio: «Insigne en santidad y doctrina, ilustra a España con su celo en favor de la Fe católica y su observancia de las disciplinas eclesiásticas».
«Con el santo serás santo» —dice la Escritura— San Isidoro, hijo menor de los cristianísimos Duques de Cartagena, Severino y Teodora, y hermano de tres Santos, no desmiente esta sentencia. Quizá es más santo que todos —templado como Leandro, profundo como Fulgencio, piadoso y místico como Florentina— porque todos han sido sus maestros. Especialmente Leandro —obispo hispalense— ha cultivado su espíritu y corazón con amor entrañable, procurando hacer de él un hombre ecuánime, un alma capaz de proseguir su línea de conducta frente a la herejía arriana y de tranquilizar aquella Iglesia agitada y revuelta. Probablemente lo ha tenido también a su lado en el convento; pero, haya sido o no monje —las dos opiniones son aceptables— lo cierto es que toda la vida se señalará por su cariño a los monasterios y escribirá su Regla de los monjes.
El rey Leovigildo martiriza a su hijo Hermenegildo y destierra a Leandro y a Fulgencio. Rudo golpe para el joven Isidoro, huérfano a la sazón. Sin embargo, no desmaya. Al contrario: pronto empieza a distinguirse como acérrimo defensor de la ortodoxia, llegando, incluso, a poner en peligro su vida por defenderla. Esta lucha —pródiga en enseñanzas para el futuro— termina con la muerte del perseguidor...
Hacia el año 600 el nombre de Isidoro bastaba para dar autoridad a cualquier asamblea. Por eso, a la muerte de Leandro, lo sentaron en la Sede hispalense. Ninguno, sin duda, más compenetrado con su santo hermano, ni más capaz para consolidar el renacimiento literario y religioso promovido por él, aunque fuljan en el cielo de la Iglesia española estrellas de la magnitud de Eladio, Masona, Ildefonso y Braulio.
Precisamente su amigo Braulio le escribe por estos días: «Tú eres gloria purísima de España, sostén de la Iglesia, luz que nunca se ha de apagar. Tus libros nos han llevado a la casa paterna... Nos has enseñado todas las cosas del cielo y de la tierra». «Por siglos y siglos —dirá Menéndez Pelayo— fue San Isidoro el grito de guerra de la ciencia española». Por su ciencia y por su fe —beatus et lumen noster Isidorus— morirán los mozárabes andaluces.
Los libros a que se refiere el Obispo de Zaragoza son: las Etimologías, verdadera enciclopedia del saber humano de su tiempo; las Sentencias, considerado como la primera Suma teológica; los Oficios eclesiásticos, manual de liturgia y enseñanza en atrios y monasterios; los dos libros Contra los judíos, llenos de caritativo optimismo; los Sinónimos, tratado de mística al que aflora su alma inconmensurable, y el libro De la naturaleza de las cosas, que dedica al «cristianísimo rey Sisebuto, su hijo y señor». De todo escribe su pluma erudita y ligera. Todo su empeño consiste en poner una nota de equilibrio en este tiempo de transición y desintegración en el que las viejas instituciones romanas ceden el paso a una civilización nueva. Y logra formar un conjunto armónico de los pueblos que componen el reino godo, sobre los cimientos de religión y cultura. Es un triunfo completo: porque acaba de desarraigar el arrianismo y la herejía de los acéfalos, robustece la disciplina eclesiástica, reúne concilios en Toledo y Sevilla e inicia un gran movimiento intelectual en sus libros y en sus escuelas.
Si como sabio salva la civilización del naufragio universal y lega a la posteridad un tesoro inmenso, como santo no desmerece su conducta. Un texto antiguo nos lo pinta en pocas palabras: «Fue largo en limosnas, insigne en hospitalidad, sereno de corazón, afable en las exhortaciones, sabio en el consejo, humilde en el vestir, sobrio en la mesa, habilísimo para ganar almas a Dios, eminente en toda virtud y pronto a dar la vida por la verdad». A lo que añadimos nosotros: alma ávida de luz pura, de inteligencia celestial, vuela de ciencia en ciencia y de virtud en virtud, hasta remontar el último vuelo, el más alto, el más hermoso: el vuelo hacia Dios...