viernes, 4 de abril de 2025

5 DE ABRIL. SAN VICENTE FERRER, DOMINICO (1350-1419)

 


05 DE ABRIL

SAN VICENTE FERRER

DOMINICO (1350-1419)

EL 23 de enero del año 1350 nace en Valencia un niño extraordinario, cuyo solo nombre —preludio de paz y bonanza— brilla en el horizonte turbio del siglo XIV como una estrella espléndida: Vicente Ferrer...

Blasón el más preciado de la hidalga casa de los Ferreres —caballeros cristianos a la antigua española—, trompeta del juicio, ángel del Apocalipsis, profeta grande en obras y en palabras, asombrará al mundo con su precoz y maravillosa taumaturgia, no menos que con su santidad.

A los diecisiete años —5 de febrero de 1367— cierra con broche de oro su niñez limpia y bella, vistiendo el hábito blanco de Santo Domingo en su Ciudad natal. En la Orden de Predicadores ha entrado el más formidable predicador. Así se cumple el sueño profético que acerca de su futura santidad tuviera su madre, doña Constancia, antes de darle a luz. Profesor a los veinticuatro años, lee un curso de Lógica en el propio convento de Valencia. Poco después está ya enseñando y discutiendo en las famosas Universidades de Barcelona y Lérida. En esta última recibe por vez primera el nombre de Maestro por antonomasia. Lo es para todos: su enorme erudición, ricos talentos y portentosa elocuencia, le atraen la admiración de los letrados, mientras los más sencillos empiezan a ver en él al Santo que preludian su piedad, su modestia, su celo ígneo, devorador...

Vuelve a Valencia. Aquí, a ruegos del Arzobispo, predica la palabra de Dios, con pasmo y edificación del Legado Pontificio, Pedro de Luna, que le obliga a acompañarle por tierras de su Legacía. Más tarde —cuando Pedro de Luna sea Benedicto XIII— le llamará a Francia, para nombrarle confesor y capellán suyo, Maestro del Sacro Palacio y Penitenciario de la Corte pontificia.

Pero, entretanto, mientras enseña y predica, mientras dura la lucha entre la cátedra y el púlpito, el Señor lo va adiestrando, con tentaciones humillantes y tenaces contra la pureza, para la altísima misión de ser su pregonero, su ministro plenipotenciario, su ángel ante los hombres. Y Vicente vence en la liza.

En Aviñón, con motivo de una enfermedad, triunfa definitivamente su verdadera vocación: el apostolado. «Levántate y ve a predicar mi Evangelio —le dice Cristo, curándole milagrosamente—, avisa a los hombres del peligro en que viven y anuncia el día del Juicio. Yo seré siempre contigo».

A partir de este momento ya nada le detiene. Un impulso divino le arrastra irresistiblemente. Dios es su único ideal, y hacia este ideal absoluto y fascinador se encaminan todos sus pensamientos, todas sus acciones. Llevar el mundo, la sociedad a Dios: he aquí toda su política. Y en el apremio de esta hora dura para la Iglesia, desgarrada por el Cisma de Occidente, investido de autoridad por Benedicto XIII —le ha dado el título de Legado a látere Christi— abierta el alma a todos Jos combates y a todos los heroísmos, da su prodigiosa misión.

Europa entera oye su voz de profeta, y su palabra luminosa, arrebatadora, estremecedora —pregón de penitencia, nuncio de paz, «tronido apostólico» — ejerce sobre las multitudes un magnetismo sin precedentes.

En la Bula de Canonización de Vicente Ferrer se lee: «Voló por medio del cielo evangelizando a los sentados en la tierra..., derramando palabras de salud sobre las gentes, tribus, lenguas, naciones, y mostrando que se acercaba ya el reino de Dios y el día del Juicio». Lo que aclara el docto Padre Diago con estas palabras: «Hablaba en su lenguaje valenciano y era entendido de todos, siendo verdad que predicó en Cataluña, Aragón, Castilla, Andalucía, Portugal, Galicia, Navarra, Mallorca y Menorca; en el Genovesado, en el Delfinado, en el Languedoc, en Tolosa y en Bretaña». Son veinte años de apostolado inaudito, cuyo precedente se remonta hasta San Pablo. Sí; sólo el Apóstol supera a este hombre brioso y luchador, portento humano de resistencia física, testimonio divino del poder natural y sobrenatural que reside en la Iglesia. Y aún le sobra tiempo para escribir notables tratados, como el de la Vida Espiritual; para intervenir con acierto en la revuelta historia político-religiosa de su época; para zanjar cuestiones escabrosas, delicadísimas, de resonancia mundial: tales como el Cisma de Occidente y el Compromiso de Caspe, donde «su discurso —Unum ovile et unus pastor— tiene arpegios como de preludio del gran himno peninsular, que ochenta años más tarde se entonará en la vega de Granada».

¿Y la taumaturgia de Vicente Ferrer? De intento no hemos hablado de ella; precisamente, porque lo más natural en su vida es lo sobrenatural, porque todo aquí es tema de milagro: desde el más sublime e ingenuo, propio de las Florecillas, de hacer subir el agua de un pozo *hasta el brocal para que un niño que llora alcance el zapatito que se le ha caído al fondo, hasta los más extraordinarios y portentosos de curar enfermos, arrojar demonios y resucitar muertos; aparte sus asombrosas conversiones de judíos, mahometanos y herejes, el trueque de sinagogas en iglesias — tal la de Nuestra Señora la Blanca, en Toledo — el don de lenguas y la profecía de su propia canonización, tan opuesta a su rara humildad, si la humildad no fuera la verdad...

Su misma muerte —Bretaña, 5 de abril de 1419— no fue sino el cumplimiento de una promesa divina: «Allá en el extremo de Europa —le dijera Cristo— morirás santamente».