06 DE ABRIL
SAN CELESTINO I
PAPA (+432)
SAN Celestino es el afortunado autor del Santa María; esa bella plegaria —aprendida casi en la cuna— que tantas veces hemos rezado a lo largo. de nuestra vida. Este solo hecho bastaría para dar a su nombre un puesto de honor en la Hagiografía eclesiástica, como se lo ha dado en el arte cristiano durante catorce siglos. Sin embargo, el relieve potísimo de su semblanza lo constituye su posición de vanguardia —llena de elegante entereza— frente a las herejías...
Sangre real corre por sus venas. Su padre, Prisco, está emparentado con el emperador Valentiniano. Sabemos que ha nacido en Campania —Nápoles — próximo a expirar, con el siglo IV, el imperio de Teodosio II; pero su infancia y juventud son casi un enigma para nosotros, que no damos demasiada fe a ciertas noticias biográficas que corren por los libros. Con todo, su preclara madurez nos permite conjeturar fundadamente lo que haya sido, a saber: una vida de estudio, aureolada de esa santa inquietud, dinamismo y eterna insatisfacción de las almas selectas, que le merece, primero, el universal aplauso, y luego, la exaltación a la más alta dignidad que el hombre puede ostentar en la tierra: el Sumo Pontificado. El hecho de que, en plena juventud, haya sido sublimado a la sede episcopal de Siria, es de por sí bastante elocuente, si se advierte que, Celestino, tal como hoy le conocemos, sólo por sus propios merecimientos, y sin duda contra su voluntad, puede haber conquistado tan alto honor. Es más: el pastor solícito y vigilante de su grey no tarda en ser condecorado con la púrpura cardenalicia...
Ahora empieza a perfilarse claro para nosotros su ideal: conservar incólume el depósito sagrado de la fe, alejar al pueblo de la herejía, reformar las costumbres, instruir a todos con su palabra llena de elocuencia y apostólica unción, volar, en alas de una solicitud heroica, a donde el bienestar de los católicos demande su presencia consoladora. Cuando no pueda ir personalmente, enviará sus escritos — sus célebres Cartas—, llenos de paternales alientos, o sus rentas para los pobres, o, en último término, hará sus veces la fama de su ejemplo e integridad de vida. Cierto: no faltan a su celo entorpecimientos y sinsabores; pero, pastor pacífico y pacificador, se hace todo para todos «a fin de ganarlos a todos para Jesucristo». Lo que no le impide, cuando es necesario, imponer su autoridad pastoral. Porque, eso sí, aunque en lo accidental su caridad le hace ser dúctil y transigente, en los principios es inflexible, inquebrantable.
El año 422, la Iglesia de Roma, que tenía un alto concepto de la virtud y capacidad de gobierno de Celestino, lo aclamó unánimemente para suceder a Bonifacio I en la Cátedra de Pedro. Acertada elección: la década de su Pontificado sería gloriosa en los fastos del Catolicismo. Indudablemente, era el Pastor que necesitaba la Iglesia en aquellos tiempos de cisma y arbitrariedad. Pronto lo demostraría en ocasión memorable.
La obra del papa Celestino I es notable en todos sus aspectos. Un hecho cumbre señala, sin embargo, su paso por la Sede Apostólica: la defensa y proclamación del dogma de la Divina Maternidad de María en el tercer Concilio ecuménico —Éfeso, 431—. Mientras el heresiarca Nestorio sale para el destierro, los Obispos católicos son paseados en triunfo por las calles de la Ciudad entre el júbilo de la multitud que, en un desbordamiento de piedad filial hacia la Virgen, repite entusiasmada las palabras del Papa: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte...
Admirables son también sus Decretales, monumento de disciplina pastoral. En la más luminosa de todas —la dirigida a Venerio, Marino... et cæteris Galliarum epíscopis— reprende a ciertos eclesiásticos por suscitar cuestiones temerarias y exalta con entusiasmo la doctrina de San Agustín. «No permitamos —les dice— sembrar en nuestra tierra otro grano que el que nos ha dejado en depósito el Divino Sembrador». En otra epístola a los Obispos de Viena y Narbona, declama con energía contra aquellos que rehúsan la absolución in artículo mortis al pecador arrepentido.
Pero aún va más lejos la labor pontificial de San Celestino. Sus trabajos litúrgicos, canónicos y artísticos son también notables: introduce en la Misa el salmo Júdica me, Deus y el Gradual; regula los derechos de los Metropolitanos sobre sus sufragáneos, y los mosaicos de sus iglesias —testimonio irrecusable de su amor al arte, de su fervor mariano y de la antigüedad del culto a las imágenes— pregonan, al cabo de quince siglos, las glorias de María, Madre de Dios. En suma: por efecto de su celo abrasado, vuelve la Iglesia a aquel su primitivo esplendor y serenidad que oscureciera el funesto cisma motivado por Eulalio, antipapa de Bonifacio I.
Tan extraordinaria actividad agotó sus fuerzas. Después de diez años de luchas contra los pelagianos, durante los cuales envió a Inglaterra misioneros tan insignes como San Germán de Auxerre, San Paladio y San Patricio, murió en olor de santidad el 6 de abril del año 432. Sobre su sepulcro —en el cementerio de Priscila— manos piadosas grabaron este bello epitafio: «Sepulcro del cuerpo de Celestino. Sus cenizas esperan aquí la resurrección del Señor. La tierra cubre lo terreno; su alma santísima goza ya de la visión de Dios».