IX DOMINGO DESPUÉS DE
PENTECOSTÉS
Comentario al Evangelio
San Jerónimo
Y llegan a Jerusalén. Y, entrando en el templo, se puso a
expulsar de allá a los que vendían y compraban y derribó las mesas de los
cambistas y los asientos de los vendedores de palomas . En el Evangelio según
San Juan leemos este mismo episodio, pero allí se dice más claramente en qué
tiempo sucedió esto. «Y he aquí —dice— que vino Jesús en los ácimos», es decir,
en la Pascua, tiempo en que solían los judíos comer los panes ácimos. «Y se
hizo, dice, un azote y empezó a expulsarlos.»
Ves, por tanto, que eran los días de la Pascua, es decir,
los días de los ácimos, cuando Jesús los expulsó del templo. En aquellos días
de la Pascua, lo mandado por la ley era que todos acudieran al templo, de modo
que si alguien no lo hiciera, fuera excomulgado de su pueblo. Imaginaos, por
tanto, a todo el pueblo allí congregado, proveniente de toda la provincia de
Palestina, de Chipre, de las demás provincias, de todas las regiones de
alrededor: imagináoslo y haceos una idea en vuestro interior de cuán grande era
la multitud allí reunida entonces.
Haremos una explicación en primer lugar de acuerdo con el
sentido literal de este pasaje. Se maravillan algunos de que Lázaro fuese
resucitado, se maravillan de que fuese resucitado el hijo de la viuda, se
maravillan ante otros signos (realizados por Jesús), y en realidad es cosa
admirable que a un cuerpo muerto se le devuelva el alma. Pero yo me maravillo
más ante el presente signo. Un hombre, al que se le consideraba hijo de un
carpintero, un mendigo que no tenía casa, que no tenía dónde reclinar su
cabeza, que no tenía ejército: no era un general, no era un juez. Y ¡qué
autoridad tuvo, para hacerse un azote de cuerdas y expulsar a tan gran
multitud! ¿Un solo hombre, digo, expulsar a tan gran multitud? ¿Y qué multitud
era la que él expulsaba? La de los que vendían y obtenían sus ganancias en el
templo. Nadie se le opuso, nadie se atrevió a enfrentársele, nadie se atrevió a
resistir al hijo, que defendía a su Padre de la injuria.
Me parece a mí que en los mismos ojos y en el mismo rostro
del Señor y Salvador había algo divino. Y la razón de por qué me parece esto
así, voy a decirla a continuación. «Y sucedió, dice, que caminando Jesús junto
al mar de Galilea, vio a los dos hijos de Zebedeo, que remendaban sus redes, y
les dijo: dejadlo, venid y seguidme. Y ellos, al instante, dejando la red, la
barca, y a su padre Zebedeo, le siguieron.» Si no hubiera habido algo divino en el rostro
del Salvador, hubieran actuado de modo irracional al seguir a alguien, de quien
nada habían visto. ¿Deja, acaso, alguien a su padre y se va tras uno, en quien
no ve nada más de lo que ve en su padre? Mas ellos dejan al padre carnal y
siguen al padre espiritual. Es más, no dejan al padre, sino que encuentran al
padre.
¿Por qué he dicho todo esto? Para hacer ver que en el rostro
del Salvador había algo divino, que hacía que, al mirarlo, los hombres le
siguieran. Añadamos también otro testimonio. «Y he aquí, dice, que, pasando,
vio Jesús a un hombre de nombre Mateo, y le dijo: Sígueme. Y lo dejó todo, y le
siguió.» No vio ningún signo Mateo, mas la autoridad con que le habla Jesús fue
el signo.
«Se puso a expulsar a los que vendían y compraban en el
templo.» Si esto es así entre los judíos, ¡cuánto más lo será entre nosotros!
Si es así en la ley, ¡cuánto más lo será en el Evangelio! «Se puso a expulsar a
los que vendían y compraban.» El pobre Cristo expulsa a los ricos judíos. Y
tanto el que vende como el que compra es igualmente expulsado. Nadie debe
decir: yo ofrezco lo que es mío, y traigo presentes a los sacerdotes, como Dios
tiene ordenado. Leemos en otro lugar esto, que está escrito: «Gratis lo
recibisteis, dadlo gratis.» La gracia de Dios, en efecto, no se vende, sino que
se da. Por ello, no sólo tiene culpa el que vende, sino también el que compra.
Simón Mago, por ejemplo, fue condenado, no porque vendió, sino porque quiso
comprar. Hoy hay también muchos que venden en el templo. Desgraciado el que
vende, desgraciado el que compra, porque la gracia de Cristo no se puede comprar
con oro y plata.
«Y (derribó) las mesas de los cambistas.» «Las mesas.» Donde
deberían estar los panes de la proposición y de las gracias de Dios, allí está
lo que se sacrifica a la avaricia. «Las mesas de los cambistas»: por la
avaricia de los sacerdotes los altares no son altares, sino mesas de los
cambistas.
«Y derribó los asientos (cathedras) de los vendedores de
palomas.» A las palomas no se les encierra en asientos o cátedras, sino en
jaulas. A nadie, efectivamente, se le ocurre meterlas en asientos, sino en
jaulas. ¿Y por qué dice ahora: «derribó los asientos de los vendedores de
palomas»? Observad lo que dice: son los que vendían quienes se sentaban en
asientos o cátedras. «En la cátedra de Moisés, dice Jesús, se han sentado los
escribas y los fariseos.» De estas cátedras habla también el salmo: «Y no se
sienta en la cátedra de la pestilencia.» Verdadera cátedra de la pestilencia,
que vende palomas, es la que vende la gracia del Espíritu Santo. También hoy
existen muchas cátedras de éstas, que venden palomas. El que vende palomas no
está de pie, sino sentado: no está plantado, sino encogido. Precisamente porque
vende la gracia de Dios, está encogido y humillado. Pero nuestro Señor, que
vino para salvar lo que había perecido, derribó no a los que vendían, sino las
cátedras de los que vendían, es decir, derribó su autoridad, pero salvará a las
personas.
Y no permitía, dice el Evangelio, que transportasen fardo
alguno por el templo. No permitía entonces transportar fardo alguno en aquel templo
carnal, ¿y hoy?, ¿cuántos fardos inmundos se amontonan en el templo de Dios? No
estaba permitido entonces transportar fardos, y no dice inmundos, sino
simplemente fardos cualesquiera, ¿y ahora?, ¿cuántos fardos se almacenan en el
interior?
Está escrito —dice Jesús—: Mi casa será casa de oración para
todas las gentes. Esto se lee, efectivamente, en el profeta. Pero vosotros la
habéis convertido en cueva de ladrones. ¡Oh infelices de nosotros! ¡Somos
dignos de ser llorados con todas las lágrimas del mundo! La casa de Dios es una
cueva de ladrones. Esta es la casa, de la que Jeremías dice: «¿Es posible que
mi casa se haya convertido para mí en una cueva de hiena?» A lo que aquí se dice que «vosotros habéis
convertido en cueva de ladrones», o sea, a la casa de Dios, en Jeremías se dice
cueva de hiena. Debemos conocer la naturaleza de este animal. Por la naturaleza
de la bestia, podremos saber por qué llama cueva de hiena a la, en otro tiempo,
casa de Dios. A la hiena nunca se la ve de día, sino siempre de noche, nunca a
la luz, sino siempre en la oscuridad. Su instinto natural la lleva a
desenterrar los cuerpos de los muertos y destrozarlos. De modo que, si alguien
entierra a un muerto sin demasiadas precauciones, ella lo desentierra de noche,
se lo lleva, y lo come. Por ello, donde quiera haya sepulcros, donde quiera
estén los huesos de los muertos, allí tiene la hiena su cubil. También por
instinto natural prefiere sobre todo a los perros, de modo que los arrebata y
devora. Ved lo que os digo, fijaos cuidadosamente. La hiena es una bestia, a la
que gusta la sangre y se deleita en los cadáveres: no busca otra cosa más que
los cuerpos de los muertos y los perros. A éstos trata de matarlos, cuando
guardan la casa. Se dice también que la hiena tiene este instinto natural,
porque tiene la espina dorsal de una sola pieza y no puede doblarla. De modo
que, si quiere volverse, se vuelve toda entera: no puede volver la cabeza, como
los demás animales. Véis, por tanto, que ésta, que vive siempre en la noche,
que está siempre en las tinieblas, no puede volverse. Pues esto precisamente es
lo que se dice de los sacerdotes judíos. A un judío fácilmente se le puede
inducir a penitencia, pero a uno de los sacerdotes o doctores no, porque
únicamente se deleitan en los cadáveres de los muertos, a los que ellos mismos
engañaron. Y no les basta con no vivir ellos en la luz, sino que intentan matar
a los que apaciblemente viven en ella. Tienen la espina dorsal rígida y no se
vuelven, o lo que es lo mismo: no hacen penitencia, porque están ocupados en
los cadáveres de los muertos.
Esto que aquí leemos así: «vosotros la habéis convertido en
cueva de ladrones», en el Evangelio de Juan es: «vosotros la habéis convertido
en casa de contratación». «Casa de contratación.» Donde están los ladrones,
allí está la casa de contratación. ¡Ojalá se leyera esto de los judíos, y no
también de los cristianos! Lo sentiríamos ciertamente por ello, pero nos
alegraríamos por nosotros. Mas, también en muchos sitios, la casa de Dios, la casa
del Padre, se convierte en casa de contratación. Veis con qué temblor os hablo.
La cosa es tan notoria, que no necesita explicación. Ojalá fuese algo oscuro,
que no entendiéramos. En muchos sitios la casa del Padre es casa de
negociación. Yo mismo, que os estoy hablando, así como cualquiera de vosotros,
sea presbítero, diácono, u obispo, que fuera pobre ayer y hoy sea rico, rico en
la casa de Dios, ¿no os parece que ha convertido la casa del Padre en casa de
negociación? De éstos dice el apóstol: «tienen la piedad por materia de lucro».
Así, pues, también el apóstol habla de éstos. Cristo es pobre, ruboricémonos.
Cristo es humilde, avergoncémonos, Cristo fue crucificado, no reinó. Es más,
fue crucificado, para reinar. Venció al mundo no con la soberbia, sino con la
humildad; venció al diablo no riendo, sino llorando; no azotó, sino que fue
azotado; recibió bofetadas, mas él no golpeó. Por tanto, imitemos también
nosotros a nuestro Señor.