COMENTARIO AL
EVANGELIO DEL DÍA
VIGILIA DE LA
ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
Esta
oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la
colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur.
Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por
la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El
objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de
un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el
pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de
Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la
estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el
momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza
por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la
Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).
La
oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación,
de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y
que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en
el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y
resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y
culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús
comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es
glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No
por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la
hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).
La
glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el
ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más
plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria
que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta
disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo
de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en
la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria
verdadera, la gloria divina.
El
segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los
discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir
al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo.
Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6).
«Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia
nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es
sólo una palabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y
así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se
ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la
encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano
de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que
Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.
Benedicto XVI, 25 de
enero de 2012